Salvad a los nuestros

Cuando Corbin abrió los ojos se encontraba en un lugar oscuro y frío, tumbado sobre algo duro y áspero, como si se tratase de piedra. Te dolía la cabeza, pero no era capaz de notar ningún golpe. Era más bien una sensación de pensamientos espesos y recuerdos algo neblinosos. Si intentaba moverse, notaría que tenía las manos a la espalda, unidas mediante grilletes que cubrían sus muñecas hasta la mitad de la mano. Por lo demás, la estancia en la que estaba estaba tan oscura y sus ojos eran tan poco afines a aquel entorno, que no podía identificar ni siquiera lo grande que era. Aunque los oídos le transmitían un sonido tan absoluto que supo que si no estaba solo solamente podía ser porque su compañía tuviese el mayor sigilo que el guerreri podía imaginar.

Corbin, en su recorrido por el mundo, había terminado en Fleghio, una pequeña villa de Ignis. Si se había informado sobre el lugar, sabría que era un sitio vivo y con movimiento, pero cuando llegó se encontró con toque de queda y a muchos de los habitantes mirándolo de reojo. No tardó en descubrir que una banda de bandidos extranjeros que se refugiaban en algún lugar estaban capturando a vecinos y a mercaderes desde hacía tiempo. Y, cuando se interesó más por el tema y se declaró de Brontë, consiguió una entrevista con la alcaldesa del lugar que le puso al día con las novedades: habían enviado a un pequeño grupo de exploradores a buscar la guarida y la habían encontrado, aunque a costa de la vida de un par y de que atrapasen a otros dos, aunque también habían causado bajas y dejado heridos en los enemigos. Solo una, Katria, había conseguido escapar, y quería regresar al lugar a por sus dos compañeros restantes. Se ofreció a enseñar a Corbin el camino y a ayudarlo a infiltrarse o a luchar.

Todo lo que Corbin recordaba desde su salida de la ciudad era que había ido hasta unas cuevas, que había conseguido quitarse de en medio al hombre que vigilaba una de las cuevas más discretas y que después, al entrar dentro, había empezado a sentir una especie de vibración en el aire de lo más extraña, claramente mágica, y nada más. Después de aquello se había despertado en aquel lugar, con las manos inmovilizadas, sin saber cuánto tiempo había pasado.

Corbin esperó en silencio, tratando de acostumbrarse al dolor de cabeza y de no dejarse debilitar por él. Escuchó con atención, buscando en aquel silencio espeso el más insignificante de los ruidos, aunque fuera el rastro débil de una respiración. Cualquier cosa que le indicase si estaba solo, como parecía. Palpó, como pudo, el suelo de piedra, por ver qué le sugería la textura; si había restos de tierra o irregularidades que indicasen que podía ser el propio suelo de la cueva en la que había entrado, o bien si era más uniforme, como sería el suelo de una construcción artificial; analizó, dentro de sus posibilidades, la humedad y la temperatura, tratando de determinar las condiciones del lugar en el que se encontraba lo más exactamente posible que su condición le permitía.

Y, finalmente, se puso en acción. Manteniendo en todo momento su sigilo, se acomodó en el suelo boca abajo, dejando los brazos lo más liberados posibles a su espalda. Tanteo con movimientos suaves la movilidad de sus muñecas. Prácticamente nula; los grilletes estaban bien sujetos. Pero podía cambiar ligerísimamente la posición de una sobre la otra, señal de que había algún tipo de bisagra o eslabón que las unía. Y, en principio, aquel podía ser el punto débil.

Apretó los puños con fuerza, tensando los brazos y concentrando en ellos toda su fuerza, colocando las muñecas de la forma más alineada posible, tratando de cruzar los puños dentro de lo que sus posibilidades le permitían. Y entonces, como si pretendiera que sus dos brazos propinaran un gran impacto, utilizó toda esa fuerza contenida para tirar de las manos en direcciones opuestas, tratando de hacer ceder la unión entre ambos grilletes. Si un solo golpe no era suficiente, probaría varias veces, para calibrar la resistencia de sus ataduras.

Pese al dolor de cabeza, Corbin había pasado muchos años de su vida habituándose a encontrarse en situaciones imprevistas y peligrosas o extrañas, por lo que no loe costó mantener la calma. Aquella molestia, además, lejos de ser insoportable, parecía más un dolor sordo y lejano que hacía sus pensamientos algo más lentos de lo que le hubiese gustado en condiciones óptimas.

Al palpar el suelo, se encontró con las mismas irregularidades que en las paredes. Era, quizás algo más liso, quizás por el tránsito o por algún tipo de modificación humana, pero no le pareció que se tratase de una construcción artificial. Y, si lo era, había buscado emular una caverna con mucho esfuerzo. Además de aquello, notó también la temperatura, fresca, aunque no fría, y ligeramente húmeda. Muy húmeda, podía considerarse, si se comparaba con el clima del exterior, notablemente seco y árido.

Además de aquello, no pudo determinar mucho más. El silencio era total, y la oscuridad, tan inmensa, unida a la particular incapacidad de sus ojos para moverse con poca luz, hacían que pudiese parecer que estaba en un espacio vacío infinito. Pero el suelo y las paredes eliminaban la posibilidad.

Pasó a centrarse en los grilletes que unían sus manos a su espalda. Tras evaluar su funcionamiento, se dispuso a romperlos, y aunque en el primer impacto no lo consiguió, estos cedieron lo suficiente como para que con un segundo intento el metal cediese a sus deseos y la parte que unía las dos esposas se separase, dejándole aquellas todavía abrazadas a las muñecas. Aquel material era fuerte, pero no parecía haberse preparado para soportar la fuerza brutal de alguien como Corbin.

Tras aquello, de nuevo silencio.

Corbin concluyó que era muy probable que no lo hubiesen llevado demasiado lejos del lugar al que había llegado por su propio pie. Si no era la misma cueva, probablemente se tratase de una cercana. Tampoco parecía que estuviera acompañado; si lo estaba, era posible que sus acompañantes estuvieran inconscientes, como lo había estado él.

Se palpó las ropas en busca de sus posesiones. Le habían quitado el morral y las armas que llevaba a la vista, pero no lo habían registrado a conciencia, por lo que conservaba un puñal, las agujas y todo lo que llevaba en los bolsillos. Tendría que recuperar sus pertenencias, pero tampoco era una situación tan poco ventajosa como podría haberlo sido. Se sacó el puñal de la bota y lo tomó en la mano derecha, para tenerlo a mano si lo necesitara.

Pegándose a una pared, decidió palpar el entorno en silencio, por ver si se encontraba en una habitación cerrada o si tenía alguna salida. Si no encontraba obstáculos, trataría de reconocer el terreno. Si se encontraba en un espacio cerrado, invocaría un ebrain aitchbrëa. Eso le permitiría echar un vistazo al lugar en el que se encontraba. No era el método más discreto, pero aunque resultase que se había equivocado y que estaba acompañado, era muy probable que sus acompañantes se vieran sorprendidos por esos preciosos segundos de intensidad lumínica, que podría aprovechar para atacar.