Ayne Stalon

A Ayne Stalon le costaba mucho conseguir que alguien la considerara normal. Aunque, siendo del todo sinceros, había que admitir que nunca se había esforzado mucho al respecto.
Principal causa de los problemas que sufría su familia, supo hacerse notar desde el mismo día de su nacimiento, y lo más curioso era que ni siquiera parecía hacerlo a propósito. Simplemente, ella era así.
Condenados al rechazo social por la menor de sus hijas, los Stalon vivían mudándose continuamente de una ciudad a otra. Pero el mayor rechazo que Ayne sufría lo llevaba consigo: Eralt, su hermana, cinco años mayor que ella, siempre se esforzó por demostrar a Ayne cuánto la repudiaba. Sus padres, más que quererla, parecían resignarse.
La única persona por la que Ayne sintió alguna vez auténtico aprecio fue por Sodeth, un caeruleus exiliado que se responsabilizó de la educación de Ayne entre los cinco y los nueve años de edad de la niña. Fue la etapa más larga que los Stalon consiguieron permanecer en un mismo sitio. Para Ayne, Sodeth lo era todo.
A los nueve años, Ayne tuvo la desgracia de presenciar la detención y condena a muerte de su instructor. Éste, considerado un enemigo del estado de Caligo, fue capturado y ejecutado. Aquella fue la única vez que alguien vio llorar a Ayne, aunque la niña pronto retomó su actitud habitual y pareció olvidar el asunto. Nunca, jamás, habló de ello con nadie.
Cuando recibió la llamada de Brontë decidió enseguida que no viajaría al Palacio, pero cuando su madre y su hermana se enteraron de que había sido convocada arreglaron todos los preparativos y la animaron desesperadamente a partir. Con una sonrisa, la chica tomó su equipaje y su poni y partió hacia Brontë.