Un mecña para Ío.

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No puedo evitar un grito de dolor cuando ese látigo me restalla en los dedos, y en cuanto me veo capaz de reaccionar aplico un tûriètt a la zona afectada con el fin de evitar el dolor. Los constantes cambios entre luz y oscuridad, ninguno de los cuales me beneficia, me están volviendo loca. Al menos, la luz significa que Ío sí ha ganado una cierta ventaja sobre nuestros adversarios, aunque sea temporal. Eso le sirve para ocuparse de quien me ha atacado, dándome cierto rango de movimiento.

Cuando tengo oportunidad, compruebo mi mano, encontrándola en perfecto estado. Me pregunto qué me ha hecho ese hombre. Pero no tengo tiempo ahora para pensar en ello. Mientras Ío se ocupa de él, la caeruleus intenta encargarse de ella, y supongo que se espera de mí el intentar evitarlo.

Aprovechando que sigue agachada no muy lejos de mí, utilizo la hoja más baja de mi arma para intentar golpearle en la cabeza, en un movimiento horizontal, con el fin de aturdirla, tal y como hice con su compañero.

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Me encojo al recibir un contundente golpe en el estómago. Au. Eso ha dolido. Me incorporo un poco doblada, intentando acostumbrarme a la sensación. Debo estar preparada por si cae un segundo golpe, pero mi adversario me ignora mientras mira a Lea. ¿Qué se ha creído que es esto? ¿Qué clase de idiota da la aespalda al enemigo?

Empuño el cuchillo que le he quitado a su compañero. Que sienta el filo de la justicia poética. Me lanzo contra él y lo clavo con todas mis fuerzas en su ya ensangrentado vientre varias veces, con saña. Oigo la voz de la ratona de su compañera invocando otro hechizo y me tiro al suelo. Con un poco de suerte no solo lo esquivaré, sino que le dará al bismonte este que tiene por compañero.

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Lea se encargó enseguida de apagar el dolor de su mano con tûriètt, de modo que podría maniobrar con naturalidad a partir de entonces. Además, la falta de herida física hacía que no hubiese ningún problema real que fuese a entorpecerla.
Ío, por su parte, sintió que se quedaba sin aire en los pulmones enseguida, cuando el hombre clavó el codo en su estómago, y tuvo que recuperarlo antes de poder contraatacar. Sin embargo, para cuando lo hizo consiguió pillar por sorpresa al caeruleus, que abrió mucho los ojos. Al segundo apuñalamiento, sin embargo, consiguió sujetar la muñeca de la guerrera con mano férrea, manteniendo la hoja dentro de sí. Aflojó un poco, tosiendo, cuando Ío se tiró al suelo. Sin embargo, lejos de mostrarse débil, aprovechó aquel repentino cambio de posición de la claritas para emprenderla contra ella, a latigazos, desde arriba, como si azotase a una bestia, casi con furia. El primer golpe fue contra su torso, en diagonal, de derecha a izquierda, y el segundo al contrario. Cada restallido hacía que algunos animales se refugiasen en las esquinas de sus jaulas, callando de pronto.
Al igual que le había pasado a Lea, Ío sentía el dolor de cada golpe, pero, sin embargo, no quedaba marca alguna en su piel, prueba de aquello; ni siquiera un leve enrojecimiento.

Lea lanzó un golpe a la caeruleus arrodillada. Esta consiguió echarse a un lado a tiempo, y lo recibió en el hombro derecho, en vez de en la cabeza, con un gruñido. Enseguida invocó un garves, cegándola. Inmediatamente después de aquello, Lea pudo escucharla invocar también un âchnam.
Pese a la ceguera, la guerrera podía escuchar el sonido del látigo golpeando a su compañera.

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Dado que la herida no parece grave y no ha dejado efectos visibles, decido apretar los dientes y soportar el dolor, dejando a un lado el hechizo. Es doloroso, pero no insoportable, y el hecho de que lo único que tenga sea la sensación de dolor hace que no resulte agobiante el sentir el daño. De todas formas, el arma no me inspira confianza, y temo sus efectos.

No solo mi golpe falla, sino que además pronto me encuentro ciega. El oído se convierte entonces en mi principal guía. Por un lado, oigo latigazos, que me hacen reconocer la situación de la claritas, ahora a mi espalda. El jaleo que los animales estaban provocando hasta ahora ha remitido en favor del látigo, y eso me angustia un tanto. Pero hay una tercera señal para mi oído, y es la más importante ahora mismo.

No me importa hacer daño a mis enemigos, pero no quiero matar a nadie. Aún así, ahora mismo no estoy en condiciones de controlar ni decidir este hecho. Por la dirección de su voz, no ha cambiado su posición, así que la tengo bastante localizada. En el mismo momento en que la oigo pronunciar el segundo hechizo, reacciona mi cuerpo por mí y avanzo la hoja inferior de mi arma, como quien clava un arpón, con intención de alcanzar su cuerpo.

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El tío este es duro. Muy duro. ~~Más duro que todos vosotros.~~Más de lo que nos conviene a mi compañera y a mí, en cualquier caso. No parece que mi ataque sorpresa le sorprenda especialmente ni que tenga tanto efecto como había deseado. Y ahora, para mejorarlo todo, estoy a su merced.

Su ataque es contundente e increíblemente doloroso. ¿De qué mierda está hecho ese látigo? Me encojo del dolor, tratando de alejarme de sus golpes. Durante una fracción de segundo deseo llevar más ropa de la que acostumbro, algo habría amortiguado. Dos latigazos son más de lo que pienso soportar. Invoco un ebrain aitchbrëa y me alejo de él en lo que dura su ceguera. Parece increíble, pero no tengo ninguna herida, a pesar de que el dolor sigue siendo intenso. Noto los ojos húmedos, pero no es momento de flaquear. Saco una piedra para la honda y apunto contra su mano derecha. Un látigo menos será un problema menos.

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Lea, ciega, aturdida por la situación, la mezcla de sonidos y el dolor palpitante de su mano, no tuvo otra opción que optar por un estilo de lucha más agresivo, más peligroso, que el que llevaba utilizado hasta aquel momento. Aunque le faltaba uno de los sentidos, los otros seguían en perfectas condiciones, y su tacto la ayudó a percatarse de que había alcanzado el cuerpo de la caeruleus, de que había seccionado algo, apenas un corte. Casi a la vez, el âchnam de su adversaria la golpeó contundentemente en la clavícula, obligándola a girar ligeramente el cuerpo para compensarlo.

Ío, por su parte, había recibido dos latigazos antes de poder reaccionar. Cuando invocó el destello, el hombre se detuvo un instante, dándole el tiempo suficiente para alejarse y hacerlo perder su posición. Asimismo, Lea se encontró pronto con que su visión mejoraba. Su enemiga, frente a ella, con los ojos cerrados, deslumbraba, se sujetaba la cintura con la mano, ensangrentada, allí donde había sido alcanzada.
Los animales, por su parte, seguían chillando, renovando el alboroto con cada nuevo haz luminoso, aunque algunos de los mecñas, ciegos, comenzaban a calmarse.

Ío, jadeante, con aquel dolor tirante atravesando su torso, fue capaz de mantener la mano firme y lanzar, a tiempo, una piedra. Pese a la oscuridad, que entorpecía su puntería, había contado con su propio hechizo para apuntar un instante, y la corta distancia facilitó que acertase. Insintivamente, el hombre soltó el látigo, con un gruñido, antes de haber recuperado la visión. Conjuró un garves para recuperar la vista, pero para entonces su látigo derecho descansaba en el suelo, entre Lea y la otra caeruleus, demasiado lejos de Ío como para lanzarse a por él sin riesgo de ser alcanzada.
El hombre cambió el látigo izquierdo de mano y avanzó con agresividad hacia Ío, separándose de las otras dos, lanzando un ataque a su cuello, con aparente intención de engancharla. En el proceso hizo caer un par de las jaulas apiladas, arrancando nuevos chillidos a un grupo de aquellos pequeños mamíferos blancos.

La mujer, por su parte, retrocedió un paso, queriendo alejarse de Lea, y se aplicó también un garves, recuperando la vista, jadeante, sin soltar la herida.

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Parece que he conseguido alcanzarla, aunque no podría asegurarlo. De todas formas, tengo asuntos más importantes de qué preocuparme, como el golpe que me acabo de llegar. Dejo escapar el aire por la nariz con un ligero gruñido, apretando la mandíbula. Giro ligeramente el cuerpo para estabilizarme. Los golpes tan de cerca son peligrosos.

No todo puede ser malo, por suerte. Con un nuevo hechizo de la claritas vuelvo a poder ver algo, y me encuentro con que no estoy en la peor situación posible. La caeruleus, frente a mí, mantiene los ojos cerrados, y la mano en su cintura me indica dónde he acertado mi golpe.

Me planteo continuar, aprovechándome de mi nueva situación ventajosa. Sigo sin querer matarla, pero tengo que deshacerme de ella cuanto antes. Antes de que pueda lanzarme sobre ella, veo caer volando a escasa distancia algo de lo más interesante. Uno de los látigos. Que dañan, pero he podido comprobar, no dejan ni una marca. Supongo que uno puede llegar a morir de dolor, pero no es mi preocupación en este instante.

Sin perder tiempo, me lanzo a cogerlo. Si lo alcanzo, la emprenderé a latigazos contra ella hasta que no pueda responder.

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¡La Fortuna Revolucionaria me sonríe! Consigo arrebatarle uno de los látigos con mi honda, lo que reduce a la mitad la peligrosidad del armario ropero aburguesado este. Eso lo deja en muy muy muy peligroso, pero oye, es un avance.

Creo que a Lei-Lei no le va mal del todo. Tiene a la caeruleus más o menos controlada, y creo haber distinguido que ha cogido el látigo caído. Eh, ahí ha estado rápida, así no podrá volver a hacerse con él. Saco otra piedra, más pesada que la anterior, y esta vez apunto a la cabeza. No creo poder acabar con él de un golpe, pero igual abrirle una brecha sí. Por mucho que vea en la oscuridad con sangre en los ojos no se puede distinguir nada.

Esto sigue siendo un caos de ruidos horroroso, una auténtica locura. Cuántos problemas da conseguir un lea compañero de lucha.

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Cuando la caeruleus recuperó la vista con el garves, Lea ya estaba frente a ella, con el látigo en la mano, atacando a su cuerpo. El primero le cruzó la cara y parte del torso, sin que pudiera responder, y la muchacha dejó ir un alarido, retrocediendo, pasando a abandonar la herida del vientre para cubrirse el cuerpo, encogiéndose, allí donde era golpeada. Terminó pegada a la pared, ovillándose, entre quejidos y un comienzo de sollozos desesperados.

-Basta -suplicó, con un hilo de voz, logrando sacar de algún punto el aliento necesario, temblorosa, arrodillándose para poner la espalda en vez de la parte delantera, más sensible.

Ío, por su parte, se enfrentaba al hombre, que parecía menos pusilánime que su compañera. Mientras cargaba y lanzaba la piedra con su honda, alcanzando en la mandíbula por falta de luz, arrancando un gruñido grave a su oponente, este la enganchaba con su látigo, por el cuello. De un tirón, el caeruleus apretó el agarre, cerrando las vías respiratiorias de la guerrera, impidiendo el paso al oxígeno.
Los chillidos de su compañera, por otro lado, lo hicieron volver el rostro hacia ella, y envió un âchnam con la mano libre, en voz tan baja que Lea no pudo escuchar, debido al alboroto. El ataque acertó certeramente en la parte trasera su cabeza, mareándola un poco, aunque la magia era menos poderosa que la de la mujer, y aquello hizo que Lea pudiese recomponerse con relativa rapidez, todavía con los sentidos algo embotados.

Lea tenía el tiritante cuerpo de la caeruleus en el suelo, ante sí; Ío, por su parte, tenía al fuerte hombre cortándole la respiración con el férreo agarre de su látigo, impidiéndole incluso el formular hechizos por no poder pronunciarlos.
En general, el caos no había menguado, aunque con el cese de los chillidos de los mecñas era más sencillo concentrarse y ser consciente del panorama.

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Los dedos se me crispan con más fuerza en torno a la empuñadura del látigo al oír su súplica. Mierda... Esto se me ha ido de las manos. No quiero matarla. Solo quiero que desaparezca, que no pueda hacerme daño. Por asegurar su debilidad, o quizá su miedo, aún doy un latigazo más, al tiempo que grito.

-¡Entonces lárgate! -le espetó, con voz furiosa-. ¡Lárgate y no quiero volver a verte!

La claritas está en problemas. No tengo tiempo ni ganas de seguir atormentando a esta mujer. Si se va todos salimos ganando; no volveré a hacerle nada y tampoco tendré que ocuparme de ella. Me vuelvo, dando una zancada y haciendo restallar el látigo en dirección al hombre, tratando de alcanzarlo.

-¡Desapareced de aquí! -le grito a él también, amenazándolo con el látigo y mi arma.

Por favor. Por favor, marchaos y haced que esto pare. Por favor.

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Noto el látigo alrededor de mi cuello y el dolor es incluso más intenso en una zona tan sensible. Tira de mí y la cosa empeora. Vale. Quizás esta es la ocasión en la que peor me he visto. No puedo coger aire y empiezo a boquear como un pez estúpido. Mierrrda. Esto no puede estar pasando.

Me empiezo a marear un poco por la falta de oxígeno y busco a tientas entre mis cosas el cuchillo. Oigo lejanamente a Lea, pero no sé hasta qué punto puedo esperar su ayuda. Reúno todas mis fuerzas y velocidad y clavo de nuevo en su estómago. Si consigo que afloje un poco su agarre, puede que logre coger aire suficiente para un segundo ataque...

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La caeruleus gritó de nuevo, al recibir el último golpe, cubriéndose con las manos, temblando frágil, acurrucada contra la pared de madera. Algunos de los animales también temblaban cuando el látigo restallaba, soltando pequeños quejidos de miedo dentro de sus jaulas, como si fuese a ellos a los que se estuviese amenazando.
Cuando Lea habló, la chica la miró desde el suelo, con los ojos húmedos, sin moverse, con el cuerpo aterecido y dolorido.

Ío, por su parte, se encontraba en problemas cada vez más evidentes, sin oxígeno, notando un leve mareo surgiendo en su cuerpo, empañándole la cabeza, a medida que el tiempo pasaba.
Lea acudió en su ayuda, lanzando un latigazo al hombre, que se cubrió con el brazo, mirándola velozmente de reojo, amenazante. No obstante, aquella distracción bastó para que Ío encontrase un hueco para atacar. Antes de que él pudiese reaccionar, el cuchillo que la claritas había cogido se había hundido en su vientre, atravesando el músculo, arrancando un gruñido gutural al hombre. Pudo lanzar un segundo ataque tras aquel, sintiendo al fin aire en sus pulmones, que atinó al lado del primero.
El hombre la miró con los ojos desorbitados por el dolor. Enseguida tosió, y un leve hilo de sangre apareció en sus labios cuando lo hizo. Jadeante, el caeruleus trató de retroceder, algo tambaleante.

-¡Sombra! -. La chica, aún acurrucada, gritó al ver aquello, tratando de alzarse con ayuda de la pared pese al dolor que le recorría todo el cuerpo, con clara intención de acercarse a él, pero sin llegar a lograrlo por completo-. Por favor... -se lamentó.

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Y, por si algo falta por írsenos de las manos, aquí llega. Aunque, por lo menos, la claritas ya está libre. Creo que es hora de detener todo esto. Ya hemos hecho bastante daño. Demasiado. Mithos, ¿cómo hemos llegado hasta aquí?

Me echo el látigo a la cintura y, sin soltar mi arma, me acerco a la mujer que está en el suelo, intentando levantarse. Trago saliva e intento ayudarla a levantarse, guiándola. Espero que no le dé por atacarme de nuevo, ya estoy bastante dolorida y bastante me parece lo que estoy haciendo.

-Quieta -le digo, con voz que pretende ser dura, aunque no acaba de serlo-. Te ayudaré a sacarlos de aquí. Marchaos y no volváis. Ya no os haremos nada más. ¡Ío, no lo mates! ¡Ayúdame a sacarlos de aquí!

Espero que esto sirva. Que estén demasiado débiles para resistirse. Que pueda por fin librarme de ellos sin muertes en la conciencia. Por favor, solo quiero que esto acabe, que podemos sacar a esos chicos de las jaulas e irnos a casa...

Invoco un flagrare para obtener algo de luz, aún asustada por la situación y sin fiarme de que todo vaya a ir como quiero.

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Me alegro de ver que mis ataques funcionen al fin y que el mastodóntico burgués esté ya acabado. Es solo cuestión de un último golpe de gracia... pero entonces escucho a Lea pedirme que no lo mate. ¿Cómo? ¿Qué me he perdido? Bueno, Lea es mi compañera y un miembro fiable de la Revolución que me ha demostrado saber lo que hace, así que confío en su palabra. Aprovecho el momento de debilidad de mi contrincante para darle una fuerte patada y desequilibrarlo, antes de lanzarme a quitarle su arma. No quiero esa basura de niño rico dejándome sin respirar otra.

Cuando caigo en la cuenta de lo que quiere Lea, siento que tengo más ganas de apuñalarla a ella que al bicharraco este. ¡No puedes hacer que la gente baje así la guardia! ¡Por esas cosas muere gente! Pero debo mostrarme unida a mi compañera y ser un ejemplo de la belleza de la comunidad entre personas para estos seres alejados de la luz de una sociedad en las que somos hermanos. En cierto modo admiro su compasión. No ha sido el mejor momento para sacarla a relucir, pero sigue siendo admirable. Yo no me hubiera detenido.

En cualquier caso invoco un ebrain aitchbrea, no tanto para ver como para molestar a los presentes. Aprovecho el momento de visibilidad para ir en busca de unas cuerdas y por lo menos tener controlada a la bestia parda de hombre este. Que Lea se haya hecho amiguita de la otra caeruleus no quiere decir que me fie un pelo de este. Le lanzo una a LeiLei, por si de golpe y porrazo le vuelve el juicio y decide que igual no es lo más razonable dejar al enemigo por ahí pululando. Una vez que lo tengo asegurado con unos cuantos nudos, me dirijo a ella.

- Bueno, vale. ¿Ahora qué hacemos con ellos? Porque no me los pienso llevar a casa con nosotras.

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Cuando Lea se dirigió a ella, la caeruleus se encogió ligeramente, de nuevo, como esperando una nueva ráfaga de golpes, pero estos no llegaron. Jadeando, sorprendida, se vio aunando fuerzas con la flamma para recuperar el equilibrio, pero incluso entonces se mantuvo pegada a la pared, con las piernas temblorosas, mirándola sin creérselo demasiado. Arrugó ligeramente el ceño, confusa, sin decir nada.
La carcajada llegó del otro lado, del hombre, que todavía tenía una mano en el vientre, conteniendo la sangre que salía abundante de las heridas y le manchaba los dedos. No dijo nada tampoco, y terminó por dejarse resbalar por la pared.
El hechizo de Ío les arrancó un gruñido a ambos, haciéndolos entornar los ojos, y la chica se pegó a la pared, cegada, como buscando alejarse de Lea, todavía sin creerse lo que pasaba.

Ío, más centrada, fue a por unas de las cuerdas que habían hallado en el armario de la habitación contigua, pasando por delante de las jaulas tiradas en el piso, donde varios mecñas de revolvían nerviosos al sentir las cercanías de sus pasos. Tuvo que evitar, también, el cuerpo del tercer hombre, que comenzó a moverse ligeramente, como despertando, sin llegar a hacerlo, y luego pudo atar al que más problemas les había dado. Este la miró, con una sonrisa y la sangre en los labios.

-Veo que eres más inteligente que tu amiga -le dijo, con voz algo seca, apoyándose cansado contra la pared. Rió levemente-. Es una pena...

La mujer, por otro lado, miró a Lea, frunciendo levemente el ceño, comenzando a recuperar parte de su resentida expresión inicial, aunque todavía sin tenerse separada de la pared.

-Está herido. Se desangrará -le dijo, con un matiz histérico al final de sus palabras, buscando en ella, quizás, más de aquella debilidad que había visto.

El hombre tendido gruñó una vez, empezando a removerse, incómodo, en el piso.

FdR- Gracias, Ío.

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Ío pareció hacerme caso y dejó al hombre con vida. Su hechizo me sorprendió, haciéndome cerrar los ojos como movimiento reflejo y apagar el mío, aunque no solté a la caeruleus. Cuando volví a ver algo, me encontré con que la claritas me tendía una cuerda y volví a la realidad, procediendo a poner las manos de la mujer a la espalda y atárselas. Tragué saliva, tratando de centrarme. ¿Cómo de estúpida podía volverme el pánico?

A las palabras de la mujer asentí, algo mareada.

-Ahora me encargo -murmuré, con voz ausente. Me fijé entonces en el hombre al que habíamos reducido, que comenzaba a moverse-. Supongo que llevarlos al pueblo y entregarlos, ¿no? Ío, ¿tienes más cuerdas? Está empezando a despertar.

Dejé a la caeruleus a un lado, apoyada en la pared y me acerqué a su compañero de los látigos con un flagrare en la mano. No tenía muy claro si lo que iba a hacer mejoraría en algo la situación o la empeoraría, pero no se me ocurría más en aquel momento, así que me agaché junto a él y aparté la ropa, dejando el vientre al descubierto.

-Esto no va a ser agradable -dije entre dientes. A continuación, posé una mano sobre la herida e invoqué un batzall en ella. Sería doloroso, pero al menos dejaría de sangrar, que era lo que me había pedido su compañera.

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Lloriqueo infantil mientras voy a por más cuerda.

-¿Tenemos que cargar con ellos hasta allí? ¿No podemos dejarlos aquí y no sé... hacer señales de humo? Ya vendrá alguien a buscarlos- refunfuño mientras cojo más cuerda y me dispongo a atar al último de ellos.

De la que paso junto al alto me dan ganas de arrearle una patada en la cara, ahora que lo tenemos controlado, pero me contengo. Es lo que hubiera hecho un guardián del orden cualquiera en Lumen, supongo que por eso he tenido el impulso. Pero yo he de demostrar tener más nobleza de corazón de la que tienen todos estos en los bosillos.

Aun así, no puedo reprimir la sonrisa al ver los métodos de curación de Lea. Puedo permitirme regodearme un poquito más en el sufrimiento ajeno. Mientras me acerco a todos los animales histéricos.
-Tendremos que salvarlos a ellos también, ¿no?

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Las guerreras parecían más tranquilas, una vez el caos hubo terminado y las cosas empezaron a volver a lo que podría llamarse, de algún modo, tranquilidad. Pronto dos de los tres estuvieron atados, y el tercero abrió los ojos, finalmente, aunque no parecía, pese a todo, muy consciente de su alrededor, todavía, y simplemente se debatía, dolorido, entre quejidos, entre el sueño y la realidad.

-¡Zuck! -exclamó la chica, llamándolo, inclinándose algo hacia adelante, maniatada, mirando de reojo a Ío, con cierto desagrado, antes de volver a su compañero.

Lea, por su parte, acudió junto al grande, y con un batzall cerró parcialmente la herida, deteniendo aparentemente el sangrado y arrancándole un quejido ronco; luego una risa gutural, algo dolorida.

-Creo que por mucho que cierres por fuera seguirá sangrando por dentro -le dijo, con una sonrisa de superioridad, algo cansada, no obstante, reacomodándose contra la pared.

Tras tener a los tres caeruleus inmóviles, por otro lado, podían fijarse en las jaulas: las de los mecñas estaban en el otro cuarto, pudiendo contarse hasta diez animales diferentes; en la que ellas ocupaban, por otro lado, seguían aquellas aves, los felinos negros, como panteras, y los blancos, más pequeños, que parecían una mezcla entre lobos y zorros. En total, debía de haber más de una treintena de animales, a ojo, metidos en aquella habitación.
Algunas jaulas habían caído con el enfrentamiento, cinco en total: dos de aves y tres de los blancos; las de los felinos negros, por ser estos más grandes, se situaban siempre abajo.

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Una vez doy por finalizada la cura provisional, me levanto, mirando al hombre, seria. Ignoro su expresión y su sarcasmo, limitándome a encogerme de hombros.

-Ya te verá un médico. Yo no puedo hacer más -replico, volviéndome hacia mi compañera-. No podemos dejarlos, y menos en este estado. Pero los animales van primero. ¿Me ayudas? Dame algo de luz. Solo una poca.

Con un flagrare, examino la habitación, en busca de algo con que abrir los candados de las jaulas. Y voy a dar precisamente con que las llaves están colgadas en la pared. Las hago tintinear, mostrándoselas a la claritas, y procedo a acercarme a la puerta trasera de la cabaña, que abro.

Me acerco entonces a las jaulas más cercanas, en las que hay animales de gran tamaño, y las sitúo cerca de la puerta, tanto como puedo. Las abro una a una, asegurándome de que los animales hayan salido de cada jaula antes de proceder con la siguiente, y utilizando toda mi habilidad y conocimientos para intentar que mantengan la calma y se limiten a marcharse. Si es necesario, azuzaré el látigo contra el suelo para animarlos a alejarse, aunque prefiero tranquilizarlos que asustarlos.

Procedo con cada una de las jaulas, sacando a los animales, y le pido a Ío que haga lo propio, encargándonos entre las dos de poner en libertad a todos. Hay que ir con cuidado, ya que podrían atacarnos, aunque parecen demasiado asustados siquiera para hacerlo. Espero que simplemente salgan y sigan sus vidas donde tienen que estar.

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Mi mal humor se va diluyendo poco a poco y me dispongo a ayudar a LeiLei. Casi no me dan tentaciones ni de invocar un ebrain aitchbrea, y me limito a quedarme junto a la puerta con un clair ëm yäk en la mano, para no deslumbrar demasiado a los animalitos que hay en el interior. Aunque vaya con los animalitos, les hay enormes.

Salgo de la habitación y me acerco a los mecñas. Pobrecitos bichitos pequeños. Rompo con una piedra cada candado y espero a tenerlas todas antes de sentarme junto a ellas y llevar mi plan perfecto a cabo. Con solemnidad, exclamo con voz clara:

-¡Agatónico, la Revolución te necesita! Soy Ío Étoile, tu nueva compañera, ¡ven a mis brazos!- y abro todas las jaulas. Si en verdad estamos destinados, vendrá a mí.

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Ambas mujeres se dedicaron los minutos siguientes a la liberación de los animales enjaulados, dejando a los caeruleus, sin más, inmóviles. El tercero de ellos había terminado de recuperar la conciencia, aún mareado, y hablaba en voz baja con la chica, que le resumía escuetamente la situación, más recompuesta, sentada.

Lea liberó a los animales más grandes. Primero varios de aquellos, semejantes a panteras, que no tardaron demasiado en salir por la puerta abierta, veloces, ágiles, abalanzándose prácticamente sobre la libertad con los cuerpos encogidos, asustados. Tras aquello, se encargó, una a una, de las jaulas en las que había aquellas grandes aves nocturnas, acercándolas a la puerta, al exterior, para dejar que saliesen, que estirasen las alas entumecidas y que, finalmente, volasen.

-Cuánto trabajo perdido... -murmuró Sombra, mirándola, con una sonrisa menos antipática de lo que sugerían sus palabras-. Han tenido suerte -. Se encogió de hombros, sonriendo a Lea, relajado.

Ío, por su parte, acudió junto a los mecñas. Golpeó varias veces cada uno de los candados, abriendo una a una las jaulas, viendo cómo, al verse libres, los animales recién capturados bufaban, agresivos, y saltaban velozmente al exterior, corriendo de un lado a otro, buscando el lugar por el que salir, ciegos, confusos por tantos olores extraños, asustados por aquella situación tan inusual para ellos.
Finalmente, tras buscar, algunos conseguían hallar la puerta y salir, mientras que otros seguían, más desorientados, saltando y corriendo, agresivos, con la piel erizada. Excepto uno: uno de los mecñas se mantuvo dentro de la jaula, respirando con dificultad, dejando ir algún gorjeo incómodo, sin mostrar signos de agresividad. Era el enfermo, del que los caeruleus habían hablado antes de iniciar el combate.

Lea terminó con las aves. Solo quedaban, pues los animales blancos, aquella mezcla de lobo y zorro. En una de las jaulas caídas estaban los cuatro más pequeños, que aparentaban poco más de un mes, y los otros, más grandes, estaban separados en cuatro más: seis de tamaño mediano, que parecían adolescentes y, solitario, uno más, adulto, grande, que no dejaba de seguir a Lea con la mirada, más tranquilo que el resto. Cuando esta se acercó a la jaula caída, sin embargo, retrajo la piel del hocico, mostrándole los dientes, y un gruñido gutural y amenazante emergió de su garganta.

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Procedí a liberar a los animales, ignorando al cazador que continuaba dirigiéndose a mí. En mi proceso por devolver el orden al lugar, no me pasó por alto el gesto del más grande de los vulpus. Lo miré un momento fijamente. Incorporé la jaula caída, de la cual salían algunos quejidos, y la examiné un momento. Luego coloqué tanto esa como las otras ante la jaula más grande, esperando la reacción del miembro principal del grupo. Lo observé atentamente, esperando una respuesta.

El vulpus más grande se mostraba inquieto y agresivo viéndome trajinar con las jaulas, lanzándome algún que otro gruñido de advertencia. Cuando puse las jaulas ante él, ignoró las de los cachorros de más edad, centrando su atención en las crías más pequeñas, como tratando de reconocer su estado. Algunas de ellas gimoteaban, buscando también protección en la figura adulta. Parecía, como sospechaba, su madre.

Arrimé un poco más la jaula de las crías a la del gran vulpus, mientras arrastraba las otras hacia la puerta, dejando salir a los animales. Me preocupaban los cachorros, así que prefería dejarlos para el final. Acerqué, por último, las dos jaulas que quedaban a la puerta, tratando de apaciguar los gruñidos molestos de la madre. Poniendo ambas jaulas ante la puerta, abrí en primer lugar la de los cachorros, que resultaban menos peligrosos que una madre separada de sus crías. Desde el mismo momento en que permití salir a la madre junto a ellas traté de mantenerme lo más alejada posible, a sabiendas de lo que podía pasar si me consideraba una amenaza.

Una vez todos se hubieran marchado, solo quedaba encargarse de los cazadores. Quizá era buena idea indicar su situación en el pueblo, avisando de que necesitaban un médico, en lugar de llevarlos hasta allí. Tampoco debía de convenirles mucho movimiento, en su situación, y la vuelta sería penosa con ellos a cuestas.

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Los mecñas no parecen muy dispuestos a seguir su destino y , uno a uno, me abandonan. La verdad es que toda la cabaña se ha convertido en un pequeño desfile de animales por todas partes. Suspiro triste: tanto trabajo para nada. Entonces es cuando reparo en un último mecña enjaulado.

-¿Agatónico? ¿Eres tú?- pregunto, y escucho sus jadeos. ¡Tiene que ser él! Parece enfermo y débil e introduzo la mano en la jaula para intentarlo sacar-. No te preocupes, bonito. La revolución cuida de los débiles, ¡es su razón de ser!

La verdad es que me causa mucha ternura, verlo tan desprotegido. Ha sido una buena idea venr. Quién sabe qué podría haber sido de él si no hubiéramos venido LeiLei y yo a rescatarlo.

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Lea soltó, finalmente, a los vulpus más mayores, a excepción de la que resultó ser la madre de los más cachorros. Estos fueron los últimos a los que liberó, acercándose primero a la puerta con las jaulas para que pudiesen salir al exterior directamente y dejando espacio luego.
La madre salió primero, veloz, sin acobardarse, para ir a la jaula pequeña y tratar de introducir en ella la cabeza, olfateando a sus cachorros uno por uno. Luego se apartó, para que estos saliesen, y los pequeños, asustados, fueron haciéndolo, uno a uno, acercándose a ella tímidos primero y alegres después, frotándose contra su pelaje, cubriéndose tras ella, gimoteando. El cuarto de los vulpus no salió, sin embargo. Una de sus patas, la trasera derecha, tenía un aspecto extraño, inflamado, herido: estaba rota. El cachorro trató de acercarse lentamente a la puerta de la jaula, mientras la madre lo miraba, expectante, lanzando nerviosas miradas a la casa, a Lea.
Tras varios minutos, aunque el cachorro había salido, al fin, era evidente que su estado no era apto para seguir a su madre y sus hermanos. La vulpus, cada vez más nerviosa, no dejaba de jadear y gruñir, moviéndose de un lado a otro, contemplando a su débil cachorro que trataba de avanzar. Finalmente se volvió hacia la casa, hallando en ella a Lea, a la que no había perdido de vista en ningún momento. Le mostró los dientes, agresiva, erizando el pelo, encogiéndose ligeramente, como preparada para emprenderla hacia ella y abalanzarse. Se mantuvo así un par de segundos y luego lamió a su cachorro herido, dejando ir algún quejido lastimero. Finalmente, lanzando una última mirada al cachorro, se volvió junto a los demás y los cuatro se internaron entre los árboles.

Ío, por su parte, tomó al mecña de la jaula. El animal no se opuso, soltando solo algún quejido vago, débil, respirando con la misma dificultad que hasta el momento. Tenía la piel algo más caliente de lo normal, y el cuerpo algo magullado, pero no parecía tener heridas especialmente peligrosas. Por lo demás, aunque algo enfermizo, su aspecto era el de un mecña joven y en buenas condiciones, salvo por aquella extraña afección.
Al contacto, el mecña, ya nombrado Agatónico, olfateó la mano de la claritas, con lentitud, sin fuerza o interés en oponerse a ella en aquel momento, quizás solo por verla más fuerte que él y sentirse incapaz de luchar en las condiciones en las que se encontraba.

Ya quedaba poco por resolver. Los caeruleus, silenciosos, aguardaban al final de todo aquello, derrotados.

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Observo desde la distancia el reencuentro familiar con expresión enternecida. Es una familia preciosa, y les queda mucho por delante, tras el pequeño bache. Espero que les vaya bien y no tengan más problemas con gente inhumana como esta. Aunque no tardo en comprobar que no todo es tan fácil como hubiera deseado.

Tres de los cachorros están en perfecto estado, demostrando su salud en torno a su madre, encantados de volver a reunirse con ella. Pero hay un cuarto del que no se puede decir lo mismo. Desde mi posición, lo veo arrastrarse en busca de su madre, entre quejidos, tratando de mantenerse con el resto. Siento el corazón en un puño mientras lo veo pelear contra esa cojera que parece retenerlo, mientras su madre trata de animarlo a seguir. Desde tan lejos no puedo decir qué le pasaba exactamente, pero afecciones a edad tan temprana no son muy buen augurio. Aunque su madre aún puede ocuparse de él y sacarlo adelante.

Pero decide no hacerlo. Impotente, la observo rodearlo, instarlo, impaciente, a que se ponga a la altura del resto. Pero es evidente que no puede. Quizá se haya hecho daño con la caída de la jaula, o quizá venga de antes; en cualquier caso, el pequeño no puede responder a las exigencias de su madre. Y, en otras condiciones, en un ambiente algo más tranquilo, tal vez ella se lo hubiera pensado más antes de dejarlo atrás, pero el miedo la hace huir con aquellos que pueden seguirla. Y el pequeño queda atrás, gimoteando.

Tardo un momento en decidirme a acercarme. Supongo que una parte de mí tiene la esperanza de que su madre cambie de opinión y vuelva a por él. El pequeño lloriquea, la llama, trata de seguirla, pero a saber cuánto trecho los separa ya; los vulpus son rápidos, después de todo. Ha quedado atrás.

Ni siquiera me digno a dirigir una mirada de desprecio a los tres caeruleus. Prefiero no mirarlos. Me da asco lo que han hecho. Demasiado repugnante. Avanzo, pues, en dirección al pequeño. Si su madre no va a encargarse, no seré yo quien lo deje a su suerte. Me acerco haciendo ruidos suaves, manteniendo la calma, tratando de que mi acercamiento no le tome por sorpresa pero sin asustarlo. De camino, dejo mi camiseta en la jaula en la que estaba la madre, sin preocuparme del frío o de quien pueda verme.

Entre arrullos, me agacho junto a él. Si su debilidad no se lo impide, escapará, pero después de verlo quedar atrás, sé que no puede permitírselo. Le hablo con voz queda, cariñosa, permitiéndole que me huela las manos antes de tocarlo, pendiente de que no me muerda, opción que no descarto. Sin acercarme a él desde arriba, acabo por fin por darle unas caricias, suaves, discretas, sin forzarlo demasiado. Ahora que estoy cerca veo su pata inflamada. Espero que no sea grave.

-Tranquilo, cielo, no te quedas solo ¿eh? -murmuro, tranquila-. Estoy contigo, ¿vale? No voy a dejarte solo, está todo bien.

Al final acabo por cogerlo, asegurándome de que ninguno de los dos haga daño al otro, y vuelvo dentro con él. Lo siento porque dudo que le apetezca volver a experimentar este olor; dudo que le traiga buenos recuerdos. Lo dejo en la jaula de su madre, vigilándolo, e introduciéndome en ella froto la camiseta como si fuera un paño, tratando de impregnarla con el olor. Sé que me aceptará mejor así. Cuando lo considero suficiente, me la pongo y vuelvo a tomar al pequeño en brazos. Tras esto me dirijo a la otra habitación, con Ío, que parece encontrarse en tesitura similar a la mía.

Me aseguro de guiar al exterior a los mecñas que quedan y me dirijo a ella, proponiéndole que nos marchemos sin los caeruleus. Avisar en el pueblo de su localización parece mejor opción, al final.

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