Lo que habita en las profundidades

El camino desde Brontë hasta la isla de Nesseh no es corto, y aunque el palacio facilita parte del transporte, es un enclave muy pequeño y particular como para llevarlos hasta allí rápidamente. Por ello, Ben y Johan tienen tiempo de charlar lo que les apetezca por el camino, que dura varias jornadas. Viajan mayoritariamente de puerto en puerto, aunque también se desplazan, en un par de ocasiones, en carro.

Al final, es un pequeño pesquero el que los acerca a la isla desde el istmo de Fulmen. Es una mañana fresca, pero no desagradable, y sin embargo, el capitán asegura que habrá niebla a lo largo del día. Llegan a puerto temprano por la mañana, después de pasar la noche en el barco. Y lo que encuentran es un lugar pintoresco, desde luego, aunque un tanto fantasmagórico. De hecho, apenas hay actividad en el puerto, más allá de algún borracho de última hora y ratas en busca de mecñas. Ni siquiera los ojiglotes cantan en torno a los barcos. Y con razón: no parece que haya mucha pesca que reclamar.

El pesquero los deja en el muelle, y desde allí pueden moverse. El puerto no parece vivo, pero quizás haya más actividad internándose en el pueblo. Cómo proceder es decisión de los chicos.

No puede decirse que el viaje haya sido desagradable, en absoluto. Johan ha podido disfrutar de la compañía de la chica del piano, que ha salido ya del anonimato, siendo esa, quizás, la única queja que podría ponerle a la situación. Porque ya hay mentiras. Pero eso es algo que él sabe que tiene que pasar siempre, de alguna forma.

Nunca ha vivido en Aqua, aunque muchas de sus historias versen sobre el tiempo que pasó en ella. Se basa un poco en su experiencia en la primera misión. Y, por cierto, ha dejado a Rina al cuidado de Anna, que no ha puesto pegas a hacerle el favor.

Se toma el viaje como una excursión, prácticamente, pero al final, cuando se acercan al lugar indicado, empieza a mentalizarse. Tiene que ser serio y responsable, de alguna forma. Ha de cumplir con su deber.

Cuando bajan del barco, Johan echa un ojo a su alrededor. Desde luego, el puerto no parece en su mejor momento. Mira a Ben con una sonrisa y se enciende un cigarro antes de empezar a hablar.

-Si todo me fuese tan mal como parece que les va a estos, estaría en la taberna quejándome -comenta-. ¿Vamos a echar un ojo? Supongo que todo el que encontremos tendrá algo de información sobre esto.

A fin de cuentas, será sonado. Realmente no lo tiene claro. Hay gente despistada en todas partes. Pero espera que así sea.

Ben comenzaba, poco a poco, a aumentar su lista de lugares que había visitado. Y si Ignis había sido una fantástica experiencia, el viaje a Aqua en barco le pareció un lujo inimaginable apenas un año antes. Se pasaba los días asomada a la cubierta (quizás demasiado asomada) y parloteando animadamente con su compañero, Valter y Cihan y Barrick y Yogo, pero Valter para ella, por lo visto. Contaba historias bastante interesantes, y a Ben le gustaba fingir que las creía a pies juntillas y calcular en su cabeza qué porcentaje de las mismas sería cierto.

Cuando llegaron a su destino, el rostro emocionado de Ben creaba un buen contraste con el lugar. Parecía no saber por dónde empezar, y probablemente fue ese el motivo por el que se aferró tan rápidamente a la propuesta de Valter. O quizás, sencillamente, le parecía una fantástica idea.

-Y de paso podemos desayunar -apuntó Ben, con una sonrisa radiante-. Tengo con qué pagarlo.

Remarcar aquel detalle le parecía muy importante. Por un lado, le aseguraba que otros no la tomaran por gorrona o ladronzuela, calificativos que le resultaban muy familiares. Por otra, le servía para recordarse a sí misma que, efectivamente, tenía recursos para tomarse ciertas comodidades. Y, qué leches, sonaba tan bien dicho en voz alta...

La taberna está en la entrada del propio puerto, y no tardan más de cinco minutos en plantarse en ella. Pese a lo que Johan dice, lo cierto es que la taberna no está precisamente abarrotada. Probablemente, en parte se deba a la temprana hora y en parte a la inactividad del puerto. Pero el caso es que, de hecho, las miradas que reciben no son muy alentadoras. El lugar está en un estado un tanto decadente, aunque su aspecto, de hecho, denota que ha vivido tiempos mejores. Pese al mal ambiente, está bastante cuidada, y si no fuera tan sombría hasta resultaría acogedora.


Los pocos presentes se vuelven a mirarlos con una expresión que no tarda en pasar del aburrimiento a la sorpresa, y de la sorpresa a la desconfianza. El aspecto de Johan, su ropa y la presencia de Dardo en su hombro resultan llamativas para un pueblo tan sencillo. Ben, con su extraño aspecto natural, no hace la estampa más cercana. Pese a todo, el humor no facilita que nadie se acerque a hablarles. Nadie a excepción de la tabernera, que limpia una jarra tras la barra, más por aburrimiento que por necesidad.

-Sentaos donde queráis -invita, al tiempo que deja la jarra y se acerca a atenderlos, tratando de ignorar, sin mucho éxito, lo curiosos que le resultan-. Tenemos un potaje recién hecho, huevos y algo de panceta. Cerveza de la casa y vino de Caligo, una cosecha buenísima -. Quizás a los chicos no les pase desapercibida la susurrante risa que esa afirmación provoca, y que ella ignora por completo-. ¿Y bien?

Johan dedica una mirada a Ben, la chica del piano, con una sonrisa tranquila, y da una suave caricia a Dardo con la mano izquierda en cuanto esta queda libre del cigarro. Termina por acceder. También él tiene hambre, y, a fin de cuentas, ha sido su propuesta.

Cuando llegan al lugar no encuentran lo que él ha dicho que esperaba encontrar. ha apagado el cigarro fuera, antes de hacerlo, y mira a los curiosos sin molestarse porque ellos hagan lo propio, sin decir nada más que un "buenos días", examinándolos a su vez. Al final es la mujer, la tabernera, la que se acerca a tomarles nota. Tras escuchar la oferta Johan pregunta por el potaje, y asiente al escuchar la respuesta, sonriendo cuando los hombres ríen las palabras de la mujer, como si fuese parte de la broma.

-Solo unos huevos entonces, y algo de pan si es posible-. Pide-. Y una jarra de cerveza, bueno-. Dedica una mirada a Ben, entonces, en lo que ella pide, aunque no tarda en retomar él mismo la palabra-. Qué tranquilo está esto -comenta, con naturalidad-. Creí que sería ya la hora de la partida.

Ben mantenía una sonrisa de oreja a oreja, poco afectada por las miradas que pudiera recibir. En otros tiempos había hecho grandes esfuerzos por parecer pequeña e insignificante, pero en aquel momento no le importaba en absoluto. Se sentía poderosa, hasta importante, y aunque barría la idea de su cabeza una y otra vez, no podía evitarla del todo, y era inevitable que, hasta cierto punto, cambiara su actitud.

Dejó que Valter llevara las riendas, despreocupada. Le hacía gracia verlo interactuar, porque cada vez descubría algún detalle que no correspondía con la información que tenía. Era como un puzzle con demasiadas piezas, y ninguna parecía encajar del todo. Y Ben, amante del esperpento, disfrutaba con los absurdos que el conjunto suponía. Como él, pidió huevos con pan, y añadió panceta (la carne no se rechazaba cuando alguien la ofrecía) y media pinta, y atendió a la conversación, manteniendo una sonrisa tranquila, con una mano en el bolsillo, sintiendo el tacto duro de las monedas que llevaba.

La mujer toma nota, pero Johan no deja que se vaya tan pronto. Parece ir a fruncir el ceño, extrañada, y entonces comprende y se encoge de hombros con desgana. No parece un tema que le interese mucho. O quizás es un tema que, precisamente, le afecta de forma directa. Un tema desagradable, en cualquier caso.

-No se sale estos días -responde a regañadientes-. La pesca no es favorable.

-¿Qué trae a los señores por aquí? -increpa otra voz, perteneciente a un hombre barbudo que, desde su mesa, los observa alternando la cerveza con la pipa.

Y la mujer aprovecha la intervención para desaparecer en las cocinas con su pedido. No tarda en volver a salir, de todas formas, y situarse de nuevo tras la barra. En seguida les ha servido la cerveza, pero la comida tarda un momento más. Es un chavalín de no más de diez años el que sale poco después de las cocinas con un par de platos humeantes y una cesta de pan, casi haciendo malabarismos para llevarlo todo hasta la mesa. Y en sus ojos hay un brillo de curiosidad muchísimo más evidente que el de los demás presentes.

Johan muestra sus condolencias a la mujer con un asentimiento, mirándola, aunque no borra la suave sonrisa que suele llevar en los labios en ningún momento. La ensancha, sin embargo, cuando el hombre de la barra pregunta, y lo mira de reojo primero, antes de volverse hacia él por completo.

-Pues veníamos a eso mismo -le comenta, percibiendo cómo la mujer se marcha sin hacerle caso. Dardo, en su hombro, ahueca las plumas-. Somos arregladores de problemas, y nos encargaremos del vuestro. Aunque primero estaría bien conocer un poco la situación. No hay mucho que hacer si no sabemos la situación.

Prueba la cerveza cuando esta llega, atento a lo que el hombre pueda decirles. Vuelve la vista hacia las cocinas, sin embargo, cuando ese camarero tan curioso se les acerca, y no puede esconder una sonrisa suave al verlo venir.

-Estoy seguro de que tú también tienes algunas pistas para nosotros, eh. Algo que a los mayores se les haya pasado por alto -le dice, con un tono algo más suave, de alguna forma.

Ben esperó con atención la respuesta de Valter. Vaya, no muy alejada de la realidad. Qué raro. Aunque, en aquella situación, inventarse una historia podría ponerlos en un aprieto. No le pasaba por alto, sin embargo, la ambigüedad con que hablaba. Sonrió, entretenida. Ella, por experiencia, sabía que el trato era mejor cuando no había anonimato.

-Nos han llamado -aclaró, al tiempo que atacaba los huevos con un trozo de pan y miraba a Valter de reojo-. Venimos de Brontë. Aunque no nos han dicho que vayamos a hablar con nadie en particular.

Se llevó el trozo de pan a la boca y mordió el trozo manchado en yema. No tardaba en mojar de nuevo su trozo de pan, encantada con tan agradable desayuno.

El hombre dedica a Johan una mirada sombría, escéptica. Es la clase de mirada que intenta evaluar cuánto tendrá que pagar por arreglar un destrozo. La clase de mirada, también, que se pregunta por la legitimidad de quien habla. Arreglador de problemas no es un término que suene muy profesional, precisamente.

En cuanto al chico, dedica una mirada de reojo a su madre, y cuando va a abrir la boca para responder, parece que se le atragantan las palabras. La culpa la tiene Ben, claro, que acaba de hacer las aclaraciones pertinentes justo en ese momento. El niño se queda con cara de estar viendo a un fantasma, olvidando de pronto desde las palabras de Johan hasta su trabajo.

El hombre, por su parte, se ha atragantado con la cerveza. El resto del bar observa, en un silencio tan denso que podría cortarse con un cuchillo. Es evidente que es al viejo lobo de mar a quien le corresponde hablar. Se aclara, pues, la garganta, y se da un par de golpes en el pecho para bajar la bebida. Mira alrededor, además, antes de hablar. Por último, contempla largamente el desayuno de los chicos.

-Los llevaré a la casa de aparejos cuando terminen -acaba por mascullar entre dientes, aún con la vista fija en los platos.

El niño da entonces un respingo, pero apenas le sirve para reaccionar, y todo lo que se le ocurre es clavar los ojos en Dardo. Acaba por sacudir la cabeza, mira de nuevo alrededor, y se acerca con aire tímido a Johan, bastante apurado.

-Mamá no me deja bañarme desde que no hay pesca -confiesa al guerrero en un susurro.

Ben se encarga de aclarar las cosas. Johan lo ve algo más aburrido de esa forma, pero sabe que es necesario, así que no pone pegas. Se dedica a su comida en silencio, disfrutando del desayuno, dirigiendo alguna mirada más al niño, con curiosidad, divertido.

-Bien entonces -dice al hombre, sin embargo, cuando este habla, dedicándole una mirada entretenida-. Cuanto antes empecemos antes terminaremos.

Y todos estarán más contentos. Johan está seguro. No le molesta viajar, pero el Palacio es, a su juicio, más cómodo. No le gusta gastar más energía de la necesaria.

Mastica en silencio cuando el chico se le acerca un poco más, y traga en lo que se le acerca él mismo para escuchar lo que tenga que decirle. Enseguida sonríe y asiente, hurgando en su bolsillo hasta dar con una moneda. No es mucho, desde luego, pero se la pone en la mano.

-Gracias por el desayuno. Nos lo has traído muy bien -le dice, bajando algo el tono-. Haremos que puedas volver a bañarte. ¿Sabes por qué lo dice? ¿Le pasa algo al agua?

Ben no tardó en estar completamente centrada en la comida. Pese a todo, encontró la ocasión de sonreír al viejo lobo de mar cuando este se propuso ser su guía. Y aunque comía a toda velocidad, tampoco le pasó por alto la moneda que Valter ponía en manos del chico. Sintió un cosquilleo en los dedos, tragó con fuerza y se ayudó de la cerveza para bajar la comida.

-¿Cuánto hace que no sales a nadar? No te habrá pasado nada, ¿no? -aportó al tono confidencial del chiquillo, antes de acabar definitivamente con la panceta.

El desayuno le estaba sabiendo a gloria, pero era incapaz de contenerse y comer más despacio. Era demasiado agradable.

El niño se queda mirando la moneda como si fuera la mayor maravilla que ha visto en su vida. Se la acerca tanto a la nariz que parece que vaya a tocarla con la cara, y le da vueltas, examinándola como si no se creyera que es real. Llega incluso a llevársela a los dientes, y después la examina de nuevo, sin creerse su suerte.

Al cabo de un momento da un respingo, consciente de que siguen hablándole, y hace desaparecer la moneda en un bolsillo. Se agacha entre ellos, aún con tono confidencial.

-Hay algo en el agua -explica el chico, con ojos muy abiertos-. Se ha llevado todos los peces, y crea oleaje contra los barcos. Danny dice que es un monstruo marino o un dragón, y que vive en el Barco Maldito. Allí es donde hay más peligro. Hace ya más de un mes que empezó. Al principio algunos dijeron que era una mala racha y que pasaría, pero ahora ya no sale nadie. Y a nosotros no nos dejan echarnos al agua.

Cuando ve que el desayuno desaparece, el hombre que les ha hablado apura su cerveza y se levanta. Se acerca a la mesa y pone una mano de cuatro dedos el hombro del chico, que lo mira. Él, en cambio, tiene la vista fija en los guerreros.

-¿Vamos? -pregunta.

La tabernera carraspea, como un sutil recordatorio de que todavía no han pagado.

Johan escucha lo que el chico tiene que decirles, con atención. Si se trata de una bestia es mejor que si solo es algo que contamine el agua, porque lo segundo podría no saber cómo limpiarlo. Aunque sea como sea se las apañarán. Tiene confianza en ellos, a fin de cuentas.
Revuelve el peo al chico un instante y luego termina de dedicarse a su comida.

-Muchas gracias por la información -le dice, confidente, entretenido-. Nos ocuparemos de todo.

Poco después han terminado. El hombre los llama y Johan asiente, mirándolo brevemente.

-Vamos allá, entonces -confirma, aunque la tabernera no parece pensar igual. No por haber asegurado que van a ayudarlos van a tenerlo todo gratis, y eso Johan lo entiende.

Se acerca a la barra para dejarle las monedas pertinentes. Y con eso ya deberían estar listos. Tiene el bolsillo más ligero, pero no espera necesitar mucho más.

-Adelante -dice, retomando la situación, preparado para que lo lleven a esa casa de los aparejos.

Ben era perfectamente capaz de distinguir lo realista de los delirios de un niño, pero eso no hacía que el conjunto de la historia le pareciera menos interesante. Lo observó un momento, sonriente, y aunque pensó en añadir alguna pregunta más, al final lo dejó pasar.

De todas formas, en seguida los reclamaron. No habían ido a charlar. Fue a pagar a la barra con Valter, se despidió de los que se quedaban en la taberna y siguió a su guía fuera, a la ya mencionada casa de aparejos.

Con las manos a la nuca, echó a andar por donde la guiaran.

Una vez abandonada la taberna, el hombre los guía por el puerto, pasando el pantalán. Resulta que quien los dirige no es hombre de muchas palabras, así que no hace grandes esfuerzos por darles conversación. Sin embargo, no permanece en completo silencio.

-No crean los cuentos de un chiquillo -advierte, con tono algo cansado-. Los niños necesitan inventar historias. Nadie ha visto rastro de monstruos ni dragones -. Suspira-. Aunque, ¿quién sabe? Sí es cierto que la zona en torno a la Viento de Ojiglote es la más peligrosa, pero, ¿cuándo no lo ha sido? -. Niega, poco convencido-. Los llevaré luego allí.

La casa de aparejos resulta ser un almacén bastante grande para tratarse de un pueblito tan pequeño. Por lo que parece, se trata de un recinto comunal en el que guardar toda clase de materiales, desde cabos y poleas hasta embarcaciones de pequeño tamaño. Está al lado de la lonja, y aunque no hay pesca desde hace un tiempo, el olor a salitre y pescado se extiende por todo el lugar.


El viejo lobo de mar avanza por la casa sin detenerse, hasta llegar al lugar donde un casco viejo y pequeño, tapado con una lona, descansa en un rincón. El hombre aparta la lona, dejando al descubierto un buen número de cajas, y se pone a rebuscar.

-La señorita no es piscis -afirma, señalando a Ben con un pulgar, sin mirarla-. Tendremos que tomar medidas sobre eso.

Acaba por levantarse y pone en manos de cada uno algo diferente. Johan se encuentra con que le han dado un amuleto de aspecto tribal. En manos de Ben cae lo que parece un bote de pescado en conserva. El hombre se sienta sobre la amura y los señala, primero a Johan, después a Ben.

-Lo ayudará a nadar mejor -afirma-. Ya no son fáciles de conseguir. Cuídelo, joven -. Mira a Ben-. Solo podrá tomar uno. Le dará dos horas de respiración bajo el agua. No abuse, o se convertirá en veneno.

Johan no menciona nada en lo que al niño respecta. ¿Quién sabrá más que él de qué creer o no creer? Hará lo que quiera, al final. Pero sabe que los niños no inventan de la nada, exactamente. Tomará en cuenta sus palabras. Simplemente asiente a lo que el hombre dice y aprovecha el viaje para fumarse un cigarro mientras Dardo mira el entorno con curiosidad.
Lo apaga antes de entrar en el recinto. Una vez ahí solo curiosea mientras sigue al hombre y se encarga de prestar atención a lo que se le va explicando.

-Entonces iremos definitivamente debajo del agua -comenta, cuando el hombre se pone a buscar entre los artilugios. Parece que Dardo tendrá que esperarlo fuera-. Si lo que el niño ha dicho no es cierto, ¿qué es cierto? Querría saber qué sucede de boca de alguien más adulto y más informado, si puede ser. ¿Qué indicios ha habido?- pregunta. Habla con tranquilidad, como si comentase un tema trivial, y no quita el ojo de encima al hombre. Cuando este le tiende el collar lo mira risueño y asiente, aunque nunca había visto cosa tal-. Qué interesante... -comenta, acercándoselo a la cara y mirándolo de cerca-. Lo cuidaré.

Y espera. Porque a él le gusta trabajar sobre el terreno. No es de arduas investigaciones, desde luego.

Ben se mantenía en silencio. Estaba ocupada, en realidad. Tenía que contenerse para no ponerse a silbar o tararear, que era lo que realmente le apetecía en aquel momento. De todas formas, escuchó al hombre que los guiaba.

-¿Qué es la Viento de Ojiglote? -acabó por preguntar, entretenida.

Una vez en el almacén, Ben miró a su alrededor con curiosidad. Había tantas cosas extrañas por allí que tenía ganas de ponerse a revolverlo todo, pero de nuevo, se contuvo y avanzó con su compañero y el viejo, directos a una zona concreta. Pronto tenía en las manos lo que parecía un bote de conservas, y ahí no se contuvo a la hora de examinarlo.

-¿Es pescado? -preguntó, sin entender del todo lo que el hombre decía.

El hombre miró a Ben apenas un momento antes de responder.

-Era un buen barco -respondió, con un deje de amargura en la voz-. Pero la zona en la que encalló nunca ha sido buena para navegar. Se acercó demasiado a las rocas. Pocos consiguieron sobrevivir a aquello.

Calló de nuevo, algo sombrío después de mencionar aquello.


Ya en el almacén, cuando Johan preguntó, el hombre torció el gesto, un tanto incómodo. Acabó por negar.

-Eso es lo que deben descubrir, joven -explicó-. Cuando la Viento de Ojiglote encalló, historias acerca de monstruos que habían obligado a la embarcación a dirigirse a esa zona empezaron a extenderse por todas partes. Tardamos en darnos cuenta de que desaparecía la pesca porque esa fue la primera zona afectada, y nadie se acerca demasiado por allí. Para las historias, es algo que añadir, pero nada más. Lo mismo pasa con las corrientes. Se lo advierto, tengan cuidado con las corrientes. Podemos facilitar cosas como estas, pero no mucho más. Pueden escoger, si lo prefieren, acercarse a la zona en un bote, pero tampoco confíen mucho en que sea buena idea. Yo les indicaré el lugar. Lo demás es cosa suya.

Se volvió hacia Ben cuando habló.

-Agallas de rampuza -declaró-. Crudas, por supuesto. La rampuza es la mejor muestra de que lo que se come se cría. No abuse o lo lamentará. Y cómalo bajo el agua. Dejará de poder respirar aire.

Una vez todo aquello quedó dicho, el hombre los acompañó hasta más allá del puerto. Siguieron por un pequeño sendero que discurría junto a la orilla, alejándose del pueblo, y ascendía para formar un pequeño acantilado. Más adelante, ya entre rocas y hierbas secas, el sendero volvía a descender, y desembocaba en una pequeña cala recogida. Desde la arena podía verse, a lo lejos, un barco no demasiado grande, inclinado sobre un costado.

-Allí está -señaló el hombre con voz seria-. La Viento de Ojiglote. No se fíen del aspecto del agua. Puede parecer tranquila, pero no confíen en ello.

Aunque percibe la expresión de pesar del hombre, y sabiendo lo que eso implica, Johan se atreve a hacer una pregunta más al respecto. A fin de cuentas, es algo importante para su trabajo. Y tener tacto consume mucha energía, y más aún si tienen esa prisa por solucionar problemas.

-Hace poco de eso, ¿no? ¿Cuándo sucedió la desgracia?

Pretende ser respetuoso, aunque el tono sea calmado. A él no le afecta, a fin de cuentas. No conocía a ninguno de los que murieron. Será una pena, pero gente muere en todas partes, y él no planea llorarlos a todos.

-Tendremos cuidado -le asegura luego, tras escuchar todas las advertencias del hombre, y con una sonrisa mira a Ben un instante. Será más piscis que él por un rato. Él tampoco lo es mucho-. Si es posible amarrarlo preferiría llevar el bote -comenta, volviendo a mirarla-. Eso le daría más tiempo tras tomar las agallas. Y si da problemas es tan fácil como para saltar al agua en el momento.

Johan prefiere estar descansado cuando empiece a nadar. No es uno de esos piscis que se han criado en lagos y ríos, a fin de cuentas.

Cuando todo está dicho sigun al hombre. Johan contiene las ganas de fumar de nuevo, por una vez, y se detiene cuando él así lo indica, mirando la construcción que brota del agua. "La Viento de Ojiglote", había dicho el guía.

Johan se quita los zapatos y la camisa, allí donde está, y mira a Ben con una sonrisa y el calzado en la mano. Lo dejará en tierra, lejos del agua, para que lo espere seco. El tabaco quedará dentro de un bolsillo de la camisa. Y si no vuelve tendrán una prueba de dónde ha estado, aunque pocos, está seguro, reconocerían su ropa.

-Habrá que ir empezando -le dice a su acompañante, tranquilo-. Luego, si todo sale bien, te invito a un cigarro.

Siente cierta curiosidad por qué habríá allí abajo. No puede negarlo. Pero tampoco va a decirlo en voz alta.

Ben examinó las agallas con aspecto divertido. Lo cierto era que tenían un aspecto asqueroso, pero Ben tenía práctica que aguantar su asco para hacer lo que fuera necesario, y en aquel caso concreto, la idea de proceder le provocaba curiosidad, e incluso le hacía cierta gracia. Aunque tenía un evidente pasado piscis a sus espaldas, no era algo que hubiera tenido muchas posibilidades de explotar.

A Ben el asunto del bote le era indiferente. No era que tuviera mucha fuerza o habilidades de remo, pero podía intentar colaborar. La experiencia también podía ser divertida, después de todo. En general, la cosa pintaba bien. Asintió, conforme con la idea de su compañero.

Después de llegar a la cala, Ben, al igual que su compañero, se quitó la ropa, dejándola de cualquier manera sobre la arena. Sabía que nadaría con más comodidad si evitaba el peso extra. Por supuesto, se deshizo también de sus zapatos, aunque un observador podría ver que ponía bastante más cuidado en la manera en que se los quitaba que en cómo se había deshecho de la ropa. A continuación abrió el bote de rampuza y sacó una poca, que resultó fría y viscosa al tacto. No era exactamente lo que Ben llamaría agradable. Bajo la mirada poco convencida de su guía, se guardó la dosis en el pecho, bajo el sujetador. Mejor tenerla a mano para cuando la necesitara, y llevar el bote entero podía ser un estorbo.

Ben sonrió ante la perspectiva del pequeño premio, aunque se recordó que, en aquel momento, no tenía nada que ofrecer a cambio. Quizá fue por eso que no añadió nada más, con lo que la propuesta no quedó rechazada, pero tampoco aceptada de forma abierta. Tendría que valorar la situación más tarde.

Se volvió hacia el guía, esperando indicaciones.

El hombre negó a la pregunta de Johan, rotundo.

-Eso fue hace años, joven -corrigió, firme y con voz grave-. Las historias de fantasmas y monstruos siempre suenan mejor cuando ya se han aceptado las desgracias. No, el chiquillo de la taberna no llegó a conocer ese barco en otro estado.

Una vez en la cala, el viejo esperó a que los chicos estuvieran listos antes de guiarlos al bote elegido. Había cogido dos remos viejos, con la pintura roja carcomida, en el almacén, y tendió uno a cada guerrero. Después los llevó hasta una pequeña barquita, en estado similar al de los remos. La barca no parecía haber sido usada en algún tiempo, y había sido arrastrada bien tierra adentro para evitar que se la llevaran las mareas.

El viejo lobo no se molestó en pedir ayuda a los chicos para empujarla hacia la orilla. Cuando el agua lamió el casco, el hombre indicó a Ben que subiera y se hiciera cargo de colocar los remos, dando indicaciones bastante vagas. Tras un último empujón, que dejó la barca flotando sobre el agua pero todavía junto a la orilla, se echó hacia atrás y dejó que ellos mismos se las arreglaran.

-La mar es traidora -les recordó, con tono poco halagüeño.

Johan no dice nada en contra de las palabras del hombre. Aunque a el las historias de fantasmas le gustan, y sabe que siempre salen de alguna parte. Los rumores no salen de la nada, a no ser que algún loco se dedique a propagarlos. Y quizás él podría ser ese loco alguna vez, pero no olvidara las palabras del niño aunque se plantee esa posibilidad. Porque recuerda la última misión, y sabe que las cosas no siempre son lo que parecen.

Al final el hombre les acerca el bote al mar y les da un remo a cada uno. Eso, junto con sus palabras, hace sonreír a Johan, que toma su remo y se sube a la barca sin detenerse demasiado.

-Hay demasiadas cosas traidoras en el mundo, ¿no es así? -pregunta en voz alta, sin dirigirse a ninguno de los dos en particular-. Pero descuida-. Esta vez sí habla con el hombre-. Ya no confiaba en ella.

Una vez en la barca Johan mira a Ben, con una sonrisa tranquila. No sabe de remar más que lo que le han dicho y lo que imagina, y tampoco tiene idea de hasta qué punto ella conoce la técnica. Pero mete el remo en el agua de todas formas, esperando a que ella lo imite para comenzar con la parte clave de la tarea que han ido a hacer. Espera que ambos puedan compenetrarse y que no den muchas vueltas. Y que no lleguen muy cansados, que aún no han empezado, a fin de cuentas.

Le apetece mucho un cigarro, el último antes de sumergirse, pero Johan cree que ha tenido la decencia de contenerse. Espera no lamentarlo.

-¿Vamos? -pregunta a la chica del piano, tranquilo.

Ben no puso pegas a las indicaciones del hombre, ni tampoco añadió mucho a la conversación. Se limitaba a observarlos con una sonrisa tranquila, anotando mentalmente los detalles más interesantes de la conversación. Tomó el remo que le correspondía y dejó sitio a su compañero, preguntándose si se manejarían con aquello. Ben, al menos, no había cogido un remo en su vida, así que se preocupó de imitar a su compañero, tratando de no pensar en ponerse a jugar.

Pero cuando volviera a Brontë le propondría a su Fif que salieran a remar... al lago, por ejemplo. ¿No había barquitas en Brontë? Seguro que sí. Y aquella experiencia demostraba que podía ser un entretenimiento útil.

-¿Sabes manejar esto? -preguntó al chico, tratando de coordinarse con él como buenamente podía. Tenía curiosidad por conocer la respuesta por varios motivos.