Cordillera Astral.

Los miraba a los dos, uno y otro. Eran igualitos y no. A lo mejor el bicho también era así de igualito. Cogí la taza y la olí. Luego los miré.

-Vinimos a traerlo -dije-. Porque tienen que saberlo todos. Porque estoy muy contenta.

Cogí el tarro de azúcar y tomé una pizquita con los dedos para probar. Luego eché cucharadas y cucharadas, y revolví mucho.

Miré al chiquillo. Sonreí.

Zacharyas corroboró las palabras de Ayne, asintiendo con una sonrisa escueta, algo tensa. No quitaba los ojos de su padre, en aquel momento. Esperaba un veredicto, de alguna forma. Él, al fin y al cabo, no solía exponerle nada.
Hacía muchos años que el caeruleus no contaba con su padre en profundidad. Aquello era evidente vista la dificultad de comunicación.

El hombre se llevó la taza a los labios con manos temblorosas. Tuvo que rectificar luego: la apoyó y le echó algo de azúcar antes de repetir.

-Un niño…-. Parecía estar diciéndolo para sí-. ¿Y cuánto falta para eso?

-Unos seis meses –aproximó el mago, dedicando una sonrisa a Ayne un instante.

-Quién te ha visto y quién te verá con un niño en los brazos –dijo finalmente el herrero, dejando ir una carcajada áspera-. Me alegro, entonces, de que en Brontë encontrases tu lugar.

Dirigió una mirada a Ayne, curioso, pero ya sonreía para entonces y había recuperado color. Y Zacharyas asintió de nuevo, relajando un poco el gesto, también.

No hablaron mucho más sobre el asunto en aquel momento. Tampoco cenaron demasiado. Era tarde para los caeruleus y temprano para las demás razas. Y el viaje había sido largo.
No tardaron en retirarse. Zacharyas mostró su cuarto, el lugar sobrio en el que había dormido hasta su partida hacia Brontë, a Ayne.

Antes de quedarse dormido sintió la extraña sensación que le provocaba que la parvus estuviese en aquel lugar. Porque para él era como si ambas cosas perteneciesen a mundos diferentes.

Después de la cena me fui con el chiquillo al cuarto, el suyo. Sonreía. El sitio del chiquillo. Recorrí un poquito la habitación, rápido rápido, y luego me subí en seguida a la cama y boté un poquito. Lo miré.

-Ven, ven -pedí.

Quería que fuera conmigo y dormir pegaditos. Quería un poco de chiquillo.

*fin de escena*

Tras haber ofrecido a la parvus algo de comer y hacerlo el mismo, Zacharyas le pidió que lo acompañase. No lo hizo con palabras, sino con gestos, agarrando suavemente su pequeña mano y guiándola por los angostos escalones que daban al piso de arriba. Allí la oscuridad era mayor, debido a la ausencia de ventanas en el pasillo que unía las habitaciones.
El caeruleus caminó con ella hasta plantarse frente a una de las puertas. No era diferente a las demás, y quizás el único cambio era la repentina solemnidad con la que el caeruleus la miraba, inmóvil, como si el traspasarla le resultase costoso.

Miró a Ayne. Tenía la sonrisa habitual, pero un rastro oscuro en los ojos.

-No puedes hablar muy alto –le pidió, carraspeando-. Se asusta.

Comimos y seguía oscuro. Siempre oscuro, así que yo llevaba el farol por todas partes, y siempre iba con el chiquillo. Estaba contenta.

Luego subimos. Íbamos arriba. A ver a mamá. El chiquillo quería que la viéramos, así que la veíamos. Y teníamos que ir nosotros. Ella no venía.

Cuando llegamos arriba y me avisó, me llevé un dedo a los labios, asintiendo, con los ojos muy abiertos.

-¡Shh! -le dije.

Luego miré la puerta, abrazando el farol, esperando.

Zacharyas asintió y entonces llevó la mano al picaporte, abriendo la puerta con lentitud. Se abrió ante ellos entonces un espacio amplio, cerrado. Había pocos muebles y una cama para dos en el centro con una butaca y una mesita auxiliar al lado. Y tendida en la cama se veía, sobresaliendo entre sábanas, una mujer de pelo gris, enmarañado, y rostro enjuto, arrugado.
Parecía mayor todavía que el padre. La mirada, perdida en el techo, ni siquiera se volvió hacia ellos cuando la puerta quedó completamente abierta. La respiración de la mujer resultaba sonora, lenta.

Zacharyas fue el primero en acercarse, con lentitud, asomándose a la cama.

-Madre –llamó, con la voz gastada, sorda.

Pero no obtuvo respuesta.

Entré de puntillas, detrás del chiquillo, mirando alrededor con curiosidad. Tenían una habitación bonita. Y mamá estaba en cama. Estaba malita.

Avancé despacito, detrás del chiquillo, seria, curiosa. Tenía que ser todo bajito porque se asustaba. Pobre. Estaba muy muy quieta, como yo. Parpadeé. Luego ladeé la cabeza. Al final, dije hola muy bajito, tan bajito que fue sin voz. No podía asustarla.

Zacharyas miró a Ayne. Parecía muy serio de pronto, aunque al encontrarla esbozó una sonrisa suave.

-Puedes sentarte, si quieres –le dijo, mostrándole la butaca con un gesto fugaz, volviéndose de nuevo hacia la cama, entonces. Carraspeó, contemplando a la pálida figura postrada en cama, y por un instante pensó que no se alejaba demasiado de la muerte. Estaba mucho más cerca que cuando él se había marchado, pero por algún motivo aguantaba-. Ella es Kadia Blacksmith, mi madre. Aunque parece que hoy no se da cuenta de que hemos venido a verla –comentó, con un tono que hacía pensar que hablaba solo.

Negué suavito.

-¿Me puedo acercar? -susurré.

Luego la miré otra vez. Claro. No sabía. La contemplé. Era grande. Una gigante como los demás. Pero una gigante que no entendía. Miré otra vez al chiquillo.

-¿No sabe que estamos? -pregunté, todavía en voz suavita.

Era raro. Yo la veía bien.

Zacharyas asintió a la petición de Ayne, acariciando un par de mechones de la chica.

-Claro-. Carraspeó. Él mismo contemplaba a la mujer, que parecía haber visto algo en el techo que la tenía embelesada, y se mostraba tranquila mirando aquel lugar en concreto, sin hacer más gestos que los que desencadenaba su respiración estable-. Supongo que no –comentó con voz ronca, tranquilo-. No sé qué pasa por su cabeza, pero cuando miraba de esa forma siempre era como si no estuviese.

El caeruleus mantenía la distancia, contemplándola. No podía dejar de pensar en lo frágil que se había vuelto en aquellos últimos años.

Y como podía, me acerqué, poniéndome de puntillas al lado del chiquillo para verla mejor. Estaba despierta, pero no veía. Tampoco oía. ¿Estaba de verdad? Miré al chiquillo, curiosa.

-¿No se la puede llamar? -pregunté-. Está muy lejos...

Quise saludarla con la mano delante de la cara, pero no lo hice. El chiquillo parecía querer mucho cuidado, así que yo tenía que tener cuidado. El no chiquillo parecía más divertido.

Zacharyas escuchaba a Ayne, pero tardó un momento en responderle, como si él mismo se hubiese perdido en el mismo lugar en el que la mujer se hallaba en aquel momento. Cuando lo hizo bajó nuevamente la vista hacia ella, con una sonrisa escueta, distante.

-Cada vez más –comentó-. Desde hace mucho tiempo. Es como si se fuese, sí.

Acercó una mano entonces hacia la mujer, hacia su rostro, a fin de apartarle unos mechones, y cuando sus dedos ásperos rozaron la piel el rostro de la caeruleus se volvió de pronto hacia él, con los ojos muy abiertos y el gesto contraído.
Y sin embargo no produjo ningún sonido más que una potente aspiración.

-Hola mamá –murmuró Zacharyas, con una sonrisa-. He vuelto de visita.

Miré al chiquillo, asintiendo suavito sin decir nada. Lo intentó otra vez. Ella estaba tumbada, pero cuando la tocó sí que vino. La miré, curiosa, y sonreí. ¿Me veía a mí? ¿Tenía que tocarla? ¿Estaba solo con Zacharyas? Hmm...

Me eché un pasito para atrás. Había vuelto de visita con el chiquillo, pero él tenía que hablar primero. Yo era pequeñita, pero a lo mejor se asustaba igual. Era mejor despacito. Había que cuidarla.

La mujer, poco a poco, recuperó la apariencia tranquila, distante, como si nunca hubiese sentido aquel sobresalto. Aunque mantenía los ojos fijos en ellos, de alguna forma parecía no verlos.
Zacharyas se retiró un paso, volviendo el gesto hacia Ayne.

-Ella es Ayne Stalon –dijo entonces-. Vamos a tener un hijo dentro de unos meses. La he traído-. Carraspeó-porque quería que la conocieseis.

La mujer, de nuevo, se mantuvo inmóvil. Sus ojos vacíos se mantenían tan fijos en ellos como lo harían los de un animal de taxidermia, pensó Zacharyas.
No tenía claro, desde hacía ya tiempo, que aquello no fuese también muerte.

La miré, atenta. Qué rara. No se movía. No nada. Me acerqué un pasito. Luego otro. Sonreí. Alzando una mano hacia ella, roté la muñeca para saludar.

-Hola, abuelita -le dije en voz bajita-. Hemos venido a verte.

Levanté un pie y luego otro, sin moverme. Luego avancé más y apoyé una mano en la cama. Reí un poco, bajito, con la mirada hacia el suelo, y luego la subí otra vez.

-¿No te quedas con nosotros? Un ratito.

Durante varios segundos más, mientras Ayne hablaba, solo su voz llenaba el silencio. Y cuando preguntó, cuando calló, aquel volvió. Y Zacharyas pensaba, mientras no sonaba más que la pesada y lenta respiración de la mujer, que aquello no distaba tanto de la total ausencia.
No estaban solos, pero allí, junto a ella, sentía una soledad mayor a la que tendría estando simplemente con la parvus.

-¿Qué quieres?-. Fue una voz ronca, rasposa, extraña, vieja, ausente. Y mientras hablaba, la vista volvía al techo, y se alejaba de nuevo-. ¿Qué quieres? –repitió.

Parecía no hablar a nadie.

Zacharyas sonrió. Era una sonrisa tensa.

-Si pudiera abrir su cabeza y tomar su cerebro seguramente estaría negro y podrido –siseó, con un tono oscuro inusual.

Los miré. Estaban calladitos. Uno y otro. Y entonces ya no. La miré a ella, pero no respondí. En vez de eso miré al chiquillo. Avancé el labio inferior. Luego me lo mordí. Entonces sonreí y la miré a ella. Por encima de la cama, busqué su brazo para darle caricitas.

-Quédate un poquito -pedí, suavito-. Así podemos hablar. Ha venido a verte el bicho. Seguro que quieres verlo. El bicho tenía muchas ganas de conocerte. ¿No lo saludas?

Miré un momento al chiquillo, algo nerviosa. Luego otra vez a ella.

La mujer calló de nuevo, sin responder a las palabras de Ayne. Entonces, sin previo aviso, dejó ir un alarido desgarrado. En menos de un segundo, Zacharyas se abalanzaba sobre ella para sujetarla, como tantas otras veces hacía, mientras la mujer se convulsionaba y trataba de zafarse de su agarre.
En algún momento sus ojos se cruzaron, y el caeruleus pudo diferenciar cierto reconocimiento en ellos, por un momento.

-Eres tú… -murmuró ella, con una voz grave por el desuso-. ¡NO! ¡FUERA! –chilló entonces, empezando a debatirse con más fuerza.

No tardó demasiado en aparecer el padre por la puerta, apurado, yendo a contenerla. Miró un momento a su hijo, esbozando una sonrisa tranquila, aunque nerviosa.

-Últimamente se altera algunas veces –le dijo-. Será mejor que salgáis mientras la calmo –le pidió a su hijo.

Zacharyas asintió.
Ofreció la mano a Ayne, sin mirarla, para caminar fuera del cuarto.
No la recordaba muy diferente, pensaba. Solo un poco menos estropeada por fuera.

Pero no quería hablar. Algo estaba mal. Salté hacia atrás con un respingo, parpadeando con sorpresa. Luego avancé otra vez para ayudar, pero vino el abuelo y me quedé quieta, porque yo no sabía. Luego se encargó él y el chiquillo me tendió la mano.

Eso sí sabía. Tiré de él con fuerza para salir de la habitación. No estábamos bien allí. Teníamos que irnos. Miré al chiquillo, muy seria, cuando ya estábamos fuera. Tragué saliva. Sonreí un poquito.

-Está bien -le dije, nerviosa-. Te tengo yo, así que está bien.

Le apreté la mano un poquito.

Zacharyas miraba al suelo, con gesto apagado. Cerró la puerta tras de sí una vez salieron, con calma, silencioso, aunque aquello no hizo que los sonidos del interior dejaran de oírse.
Cuando Ayne le habló la miró. Sonreía.

-No pasa nada –le dijo-. Hace mucho que es así. Está enferma. Es como yo, pero diferente. Poco a poco su cerebro se marchitó. Cuando me fui parecía que no estaba, ahora lo parece más. Pero es mi madre de todas formas, ¿no?-. Oprimió su mano un instante-. Quizás me pase algún día –le dijo entonces, tranquilo-. No sé.

Lo miraba, seria. Preocupada. Parpadeé. Y entonces abrí mucho los ojos y me abracé a él muy fuerte.

-¡No! -pedí-. ¡Tú no! ¡Tú conmigo!

Lo miré entonces, levantando el labio inferior. Y tiré de las capas, trepando sin trepar. Y pedí arriba. Con el chiquillo.

Por una vez, cuando ella habló, la sonrisa que le salió a Zacharyas fue algo amarga, como triste. La alzó cuando se lo pidió, abrazándola con firmeza un momento, apoyando la frente en el pelo de ella, cerrando los ojos.

-No lo sé –murmuró, con voz rasposa-. No es algo que se elija. Y si me pasa como a ella no sé…-. Apretó un poco el abrazo.

No le parecía que aquella fuese una forma de morir demasiado hermosa. Dejando atrás el cuerpo, sin ser consciente del sufrimiento. Pero no había forma de vitarlo si llegaba, como a ella, de todos modos.
Era como un cadáver vivo. Ni ella misma tenía claro si estaba allí o no.
Y, pese a todo, lucía una sonrisa seca. No era algo por lo que entristecerse, pensaba.

-Estaremos bien –dijo entonces, llegando a sonreír, sin apartar la frente del cráneo de Ayne.

Me abracé fuerte al cuello, pegándome bien, y le di un beso bien fuerte en la mejilla, de los de clavar los labios.

-Pero te tienes que quedar conmigo -insistí-. Y con el bicho. Porque yo te quiero. ¿Quién me cuida sino?

Y le di más besos, besos fuertes por toda la cara, y uno largo en los labios, y un tirón de orejas y un abrazo fuerte.

Zacharyas esbozó la sonrisa de siempre. Su cabeza se movió con un leve asentimiento.

-Claro -respondió, con voz suave, aunque con su rugosidad usual-. Te cuidaré.

Y el día que dejase de poder hacerlo, si aquello sucedía y comenzaba a enfermar demasiado, como a su madre le había sucedido, Zacharyas estaba seguro de que aquel sería un buen momento, tanto como otro cualquiera, para terminar con su vida.
Era una de las cosas que tenía pendientes, al fin y al cabo.

Correspondió al beso y luego la bajó al suelo con cuidado.

-¿Quieres ver la plaza? -le preguntó.

Y los rostros de aquellos al reconocerlo. Pero le daba igual.

En la habitación se escuchaban, todavía, algunos jadeos de angustia.

*fin de escena*

En la forja entraban por la noche, temprano,  y enseguida comenzaban a calentar los hornos donde se fundiría todo el metal. Edhjar se encargaba prácticamente solo de la supervisión, a aquellas alturas, de los tres aprendices que trabajaban allí: el mayor , Rasmus, con más de treinta años, ya estaba casi preparado para encargarse él solo; en segundo lugar, Duerd, un muchacho fornido de unos veinticinco, mostraba también unas aptitudes muy buenas, y trabajaba sin descanso. Era el tercero de ellos, un muchacho de unos diecisiete, aún a medio formar, el que llevaba allí menos. Zacharyas no lo recordaba de cuando él ayudaba. Era, según el padre les explicó, un muchacho llegado hacía unos meses, y todavía no le estaba permitido más que mirar. Se encargaba de la limpieza, los recados y el resto de asuntos necesarios, pero que no necesitaban de tanta experiencia.

Hacían muchas cosas allí. Zacharyas recordaba que al principio era solo su padre el que trabajaba, pero había acabado por necesitar a más gente porque los pedidos habían aumentado. Aunque no los del pueblo, que poco había cambiado, sino de las ciudades cercanas, que apreciaban la calidad del metal que había en la falda de aquellas montañas.

Dejaba que Ayne recorriese el lugar, que viese el metal fundido, de un rojo anaranjado brillante, peligroso, y la seguía, internándose también entre herramientas, recordando un poco, tranquilo. No en vano allí había pasado la mayor parte de su adolescencia.