Cordillera Astral.

Me gustaba la sala de la chimenea. Era calentita y brillante, y tenía luz y yo miraba todo. Me acercaba mucho, mirando cómo trabajaban, y curioseaba y miraba las cosas. Casi nunca eran como Amatista. Casi nunca eran armas. Miré al chiquillo.

-¿Y si hacemos algo? -pregunté, sonriente-. Algo para nosotros. ¿Se puede?

Y seguí correteando, buscando la chimenea y el fuego y las luces.

Zacharyas la acompañaba. Era inevitable fijarse en que también los hombres que trabajaban allí los miraban de forma extraña, aunque no necesariamente negativa. Zacharyas incluso había charlado un rato con ellos.

-Si no sabemos hacerlo es peligroso –le explicó Zacharyas-. El metal así quema mucho, y yo no sé trabajar bien con él.

Siempre había pensado que quizás estuviese tan caliente que una perla incandescente del mismo traspasaría la carne y llegaría al hueso con suma facilidad.

-¿Pero qué quieres-. Carraspeó- hacer? –le preguntó entonces, con un brillo curioso en los ojos.

No dejaba de caminar por aquí y por allá, y mirarlo todo, y coger todo lo que podía. Luego lo dejaba, pero lo cogía. Miré al chiquillo.

-No sé -respondí-. Algo. Para nosotros. Para luchar. ¡O para el bicho! O para Amatista.

Había muchos brillos. Al final me senté cerca de la chimenea y me quedé mirando los líquidos, que eran muy bonitos.

Zacharyas miró a su alrededor con ella, tratando de pensar. Quizás ellos mismos no pudiesen fabricar nada, él apenas había ayudado en las labores más físicas, desinteresado, de joven. Y aunque sabía cómo pegar con el martillo, realmente necesitaba siempre unas indicaciones para trabajar.
Sin embargo la miró de nuevo y sonrió.

-A lo mejor podemos ayudar a hacer algo. Un regalo. Un recuerdo de la visita a Caligo –propuso, con voz áspera.

Aquello, pensaba, no sería difícil del todo. Un detalle. Algo sencillo. Y con ayuda se haría de forma sencilla.

FdR- Me cuesta horrores no tildar Caligo aún ahora XDDDDDD

Sonreí, contenta, mirando al chiquillo, y asentí mucho. Eso quería, sí. Eso estaba bien.

-¡Sí, sí, sí! -grité, entusiasta-. Ayudamos. Yo quiero hacer cosas. ¿Qué puedo hacer? Escoge tú.

Me acerqué a los fuelles, animada, pero solo toqué uno un momento con el dedo, acariciándolo, y lo dejé estar. Luego me volví otra vez hacia Zacharyas.

-¿Y si escoge el abuelo? -propuse.

Zacharyas se encorvó un poco más, aunque no tardó en ensanchar la sonrisa, visto el entusiasmo de Ayne frente a la propuesta. Aunque no dijo algo directamente, sino que se detuvo a pensar, cuando ella dijo que escogiese. Y entonces llegó una nueva propuesta.

-¿El abuelo? –repitió Zacharyas, buscando a su padre con la mirada. Estaba lejos, en una mesa, revisando un par de obras acabadas con aspecto concentrado-. ¿Quieres? ¿Le preguntamos?-. El mago ofreció la mano a la pequeña, como si le hiciese falta guía para recorrer la forja-. ¿No quieres nada especial?

Pensaba él mismo en algo que pudiese servir, que pudiese querer, que pudiese necesitar. Era extraño para Zacharyas querer cosas, y también, por ello, se le hacía raro pensar en las que podrían querer otros.

Lo miré, y luego otra vez a Zacharyas. Compuse una sonrisa traviesa. Luego asentí, riendo suavito.

-Le decimos -decidí-. Y que escoja él. Es un señor saaaabio saaabio, así que seguro que sabe decirnos qué es lo mejor de lo mejor. Y que nos enseñe un poquito. Que sea algo que brille.

Me levanté y eché a andar hacia él, riendo, decidida, y entonces, a medio camino, me detuve. Me di la vuelta hacia el chiquillo y lo miré.

-¡Que te me pierdes! -le dije, volviendo hacia él y cogiéndolo de la mano. Y eché a andar otra vez.

Cuando el guerrero la alcanzó, ambos fueron hasta la mesa que ocupaba su padre, que apartó la vista un momento de su trabajo para alzarla hacia ellos, con una sonrisa cansada. Se centró especialmente en Ayne, aunque la miró en segundo lugar.

-¿Qué te parece esto? ¿Te está gustando? –preguntó, con voz queda-. Quizás no sea tan divertido como esperabas, pero si necesitas cualquier cosa…

Zacharyas dio una pequeña caricia en el pelo de Ayne y miró a su padre.

-De hecho, tenía un favor que pedirte-. La miró-. ¿Verdad?

Y carraspeó.

El abuelito estaba ocupado, pero esperamos un momentito y ya nos hizo caso. Sonreí contenta, y me acerqué, apoyando las manos en su pierna.

-Es fantástico -respondí, ampliando la sonrisa-. Tiene luces y calor, y me gusta mucho. También brilla mucho todo. ¿Qué estás haciendo tú ahora?

Me puse de puntillas para curiosear. Y entonces habló Zacharyas y lo miré, y luego miré otra vez al abuelo y asentí muy rápido muchas veces.

-¡Ah, sí, sí! -corroboré-. Queremos hacer algo nosotros. El chiquillo dice que tiene que ser fácil y que solo podemos ayudar. Es para un recuerdo. Pero quiero que lo escojas tú.

El hombre se mostró un momento extrañado por la actitud de Ayne. Llegó incluso a mirar a Zacharyas un momento, que le dedicó una simple sonrisa, sombría, como solían serlo. Entonces volvió a la pequeña, a la que examinó a través de las gafas que llevaba. Le acercó entonces lo que llevaba en la mano: una herradura.

-Estoy comprobando unos fallos que parece haber habido en el molde -le explicó-. Parece que tendremos que volver a fundir varias de nuevo -le dijo.

Entonces Ayne habló de nuevo. Zacharyas corroboraba sus palabras con un leve asentimiento, sin dejar de apartar la mirada de su padre. En silencio, a su manera, le pedía de aquella forma que la escuchase.
Y él, algo abrumado, alzó las cejas.

-¿Que escoja? ¿Qué escojo?

-Lo que quieras.

-¿Y qué te gusta? -preguntó entonces Edhjar, mirando a Ayne, algo aturdido.

Miré la pieza y luego a él, y luego otra vez la pieza. La repasé con un dedo, sonriente. Qué nuevecita. Alcé las cejas y la vista de nuevo.

-¿No sirve? -pregunté-. Es bonita. ¿No la vais a usar? Qué pena. ¿Puedo quedármela yo? Es para mi colección de tesoros.

Miré al chiquillo y al abuelo mientras hablaban. Luego él me preguntó a mí. Yo parpadeé. Eso era trampa. Mucha, mucha trampa.

Me encogí de hombros y miré a Zacharyas.

-No sé. ¿Qué me gusta?

El hombro negó un momento, volviendo a llevar los ojos cansados a la herradura.

-Han quedado como algo onduladas y...-. La miró de nuevo, extrañado-. ¿Colección de tesoros? -repitió. Y luego, tras observar un momento más la pieza que tenía entre las manos, se la tendió con una sonrisa-. Por supuesto. Ten. Quédatela -le dijo, depositándola en sus pequeñas manos-. Dicen que dan suerte.

Zacharyas la contempló cuando le preguntó. No pudo evitar una leve risa, extraña, seca. Zacharyas no solía reír, solo sonreír.

-Amatista -le dijo-. Y los minerales -añadió. Pensó un momento más, y entonces miró a su padre. Carraspeó-. Le gustará si es un regalo -le explicó.

A Ayne le gustaba aquello, suponía. Algo que se le daba especialmente para ella.

-Entonces... pensaré algo -murmuró el hombre, aturdido-. Algo que puedas ayudar a hacer-. La miró-. ¿Así estará bien?

Tomé la herradura, soltando una risita alegre. La examiné a fondo, acercándomela mucho a la cara, y luego lo miré con una sonrisa.

-Entonces la cuidaré -prometí-. Así guardaré tu suerte.

Y metí una mano por ella, subiéndola por el brazo hasta que quedó enganchada. Luego miré al chiquillo, que hablaba. Asentí una vez. Asentí otra. Luego miré al abuelo. Y asentí otra vez más.

-Así estará fantástico -confirmé-. Me gusta mucho tu sala de la chimenea.

El hombre rió un momento. Fue un gesto extraño, cansado, seco, pero cierto.

-Ahora es tuya -le explicó, negando por un instante-. Ahora es tu suerte.

Zacharyas la observó mientras se la acomodaba, como si fuese un brazal. Recordaba haber hecho cosas como aquella de pequeño, hacía mucho. Jugaba a que eran como cuchillas que segarían sus miembros de lado a lado. Había intentado, incluso, afilar la cara interior de algunas, pero con una edad tan corta no lo había logrado, finalmente.

-¿Quieres seguir aquí? -preguntó Zacharyas, tras un rato-. ¿O vamos a ver otro sitio? Dejaremos que él piense en qué te puede dar, que ahora está ocupado -le dijo, con una sonrisa, oprimiendo su mano un instante.

Miré la herradura un momento. Luego lo miré a él otra vez.

-Pero es suerte que me has dado tú -expliqué-. Así que también es tuya.

Miré al chiquillo entonces. Luego miré toda la sala de la chimenea, dando vueltas sobre mí misma. Al final, me fijé en el abuelo primero, y luego en Zacharyas otra vez. Ladeé la cabeza.

-¿Qué más me enseñas? -pregunté, curiosa.

Zacharyas se lo pensó un instante cuando ella preguntó, aunque pronto recuperó la sonrisa habitual, pálida, de labios cuarteados, extraña. Tiró de uno de sus mechones rizos, cubriéndose con él los ojos antes de hablar.

-No has visto la plaza -le dijo-. A estas horas venden cosas, y cosas de comer -le dijo-. Podemos ir y te compro algo -le propuso.

Se sentía extraño. No estaba acostumbrado a guiar. Aunque la situación no era desagradable. Solo diferente.

Cuando Ayne accedió Zacharyas la guió hacia la puerta, le acomodó un poco la ropa, abrigándola, y ambos abandonaron la forja.

*fin de escena*

Ayne aceptó sin especial entusiasmo el regalo de la mujer, y cuando todos se hubieron ido, se lo guardó en el bolsillo con un suspiro. Después, se quedó donde estaba, seria y con aspecto algo alicaído, casi cansado.

Al final, echó a andar, sin mirar siquiera al chiquillo. A aquellas alturas, conocía el camino. La casa del herrero no era tan difícil de encontrar, y Ayne llevaba sus cosas. Cargando con todo lo que llevaba, y con paso bien firme y seguro, echó a andar hacia la casa. Quería llegar y tumbarse y hacerse bolita con su bicho. Quizás hasta dormir.

Tras terminar con todo aquello Zacharyas no sintió ningún alivio en especial. Recibió algunas indicaciones del médico y luego se volvió hacia Ayne, serio, callado, pero esta no tardó en echar a andar y el caeruleus, tras un momento inmóvil, la siguió en silencio. El camino pasó de aquella forma durante varios minutos hasta que finalmente habló, con aquella voz rasposa y cansada que lo caracterizaba, aunque quizás algo más rasposa y algo más cansada aquella vez.

-Yo no quería atacaros -le dijo-. Se metió en mi cabeza y luché contra ello todo lo que pude.

Sentía una frustración extraña, y Zacharyas pocas veces sentía frustración.

Cuando Zacharyas habló, Ayne dejó de andar y se quedó quieta, con el labio inferior tembloroso, tratando de evitar un puchero. Acabó por volverse, con los ojos brillantes, y parpadeó. Se abrazó la barriga con ambas manos, bien fuerte, mirando al chiquillos con las aletas de la nariz dilatadas y los labios ladeados y fruncidos.

-Te fuiste -lo acusó con voz triste-. Querías más a la luz que a nosotros. Y eran muchos y nos iban a hacer daño, y tú también.

Avanzó un par de pasos hacia él, con el ceño algo fruncido, y se detuvo de nuevo. Sacudió la cabeza, cerrando los ojos bien fuerte, y luego lo miró con el ceño más fruncido.

-Tenéis enemigos en las rocas. Y las rocas son amigas. No se puede estar así -declaró, firme.

Luego bajó la vista.

Zacharyas sintió la necesidad de bajar la mirada cuando encontró los ojos de Ayne brillantes por la humedad. Pese a todo, logró mantenerla erguida, aunque los párpados decayeron un momento, amagando la bajada que no llegó.

-Lo siento -murmuró, dejando caer un poco, sin embargo, los hombros-. Se metió dentro de mi cabeza y...-. Carraspeó incómodo- la nubló.

Cuando ella se acercó un poco, el caeruleus amagó un paso, pero no llegó a darlo al verla detenerse.

-No sé qué era aquello. Preguntaré a Brontë si debemos hacer algo más al respecto, pero...-. Desvió la vista a un lado, alterado. Zacharyas no sabía si era buena idea que él fuese de nuevo, al fin y al cabo. Quizás era mejor que enviasen a otro guerrero en su lugar-. Lo siento -repitió entonces-. No quería haceros daño. Yo-. La miró, arrugando el ceño bajo el desordenado flequillo que oscurecía sus ojos-. Os quiero. Fue un accidente.

Ayne lo miraba, con una seriedad que no le era habitual. Pero lo creía. Se veía bien que lo creía. Aún así, no podía evitar sentirse dolida. Apretó un poco más la barriga, sintiendo movimientos dentro. Tenía hambre.

-Iré yo -dijo, resuelta-. Voy a quitar todas esas luces que no se ven. No voy a dejar nada. Ni una. Ni nada.

Se echó de nuevo el farol al hombro, recolocándoselo, y miró al chiquillo, muy resuelta, muy, muy seria. A ella no le quitaban las cosas así porque sí. Nunca. Jamás.

Zacharyas asintió vagamente, y aquella vez sí bajó la vista, con pesar y gesto cansado. Era, de alguna forma, lo que esperaba. De verse obligado a volver él, la situación podría repetirse, y no querría que algo como aquello sucediese. Ya habían tenido bastantes problemas al respecto.

-De acuerdo -accedió, conteniendo un pesado suspiro-. Eso debería arreglar los futuros problemas por aquí.

Zacharyas seguía invadido por aquella pesadez tan desagradable. Terminó por inspirar fuertemente por la nariz y reiniciar la marcha, alterado, aunque se detuvo tras haberla rebasado apenas un metro. Algo sombrío, le ofreció la mano derecha, mirándola.

Aquello era algo con lo que el guerrero no estaba acostumbrado a lidiar.

FdR- Pause

Ayne asintió, algo sombría. Cuando Zacharyas pasó de largo junto a ella se encogió un poco, dolida. Después, por el rabillo del ojo, lo vio pararse. Lo miró un momento, como pensándoselo. Al final, casi con desgana y aún con ceño, echó a andar hacia él y le cogió la mano, caminando a su altura.

-Tenemos hambre -se quejó-. Y estamos sucios. Y el bicho se me mueve dentro.

Y se quedó en silencio de nuevo. Hasta que, sin saber muy bien por qué, empezó a tener que sorber por la nariz, primero un poco y luego más, hasta que se le empezaron a caer goterones de los ojos. Los limpió rápidamente, pero detrás venían más.

Zacharyas dejó ir algo de aire con alivio cuando ella accedió a tomar su mano y la apretó con suavidad. Caminaba despacio, para que ella no tuviese que darse mucha prisa si quería ir a su altura.

-Cuando lleguemos a casa comeremos algo todos y luego podemos bañarnos. Lo que quieras primero -respondió con suavidad, y luego llegó el silencio para los dos.

Se paró cuando escuchó el primer sonido. Un mareo extraño le llenó el estómago, y Zacharyas tuvo ganas de encogerse un poco, pero era demasiado grande como para desaparecer. No tenía modo de desaparecer.
Se volvió hacia ella, entonces, soltando su mano para acuclillarse a su lado y atraerla hacia sí para abrazarla con fuerza. Por una parte, sentía como si debiese sostenerla contra sí, como si fuese a romperse si no lo hacía. Al mismo tiempo, de alguna forma, quería ahogar su propia e incómoda sensación de malestar, de arrepentimiento.

El caeruleus no podía evitar recordar, en momentos como aquel, la dura mirada de su madre al reprenderlo por hacer aquello que no debía y, después, el gesto de su padre, que aunque no mostraba furia, sí tenía un rastro triste de decepción.

Ayne asintió, calladita. Cuando el chiquillo se agachó a por ella, lo dejó hacer y le rodeó el cuello con fuerza con los brazos, ahogando allí los lloros. Hacía fuerza para que no salieran, pero de vez en cuando se escapaban, y Ayne estaba muy cansada. Muy, muy cansada.

-Quiero ir a casa -murmuró, bajito, y luego sorbió y dejó escapar un buen montón de aire, sin que se supiera bien si era en un sollozo o en una risa-. Te di con Amatista. La próxima vez el bicho me ayudará. Necesita una Amatista para él. Así que no puede haber próxima vez, ¿eh?

Y se quedó allí puesta, con los brazos bien puestos en torno al cuello de él, apretando con tanta fuerza que se clavaba las uñas. De vez en cuando alternaba los sorbidos con besos pegajosos y húmedos, que dejaba, flojitos, en el hombro, sobre la ropa o en el pelo, cerca del cuello.