Cordillera Astral.

El alivio creció un poco más cuando ella correspondió al abrazo, y la estrechó un poco más, sintiendo los sollozos y los temblores contra su propio cuerpo. El caeruleus, sin darse demasiada cuenta, acabó dibujando una sonrisa cansada.

-Me diste bien fuerte -murmuró en respuesta-. En el costado... Fue un buen golpe-. Se apartó un poco de ella, del abrazo, para poder acceder a sus labios en un beso algo más largo. Podía sentir el sabor de la sal-. Vamos a casa... -dijo luego, con voz ronca, alzándose aún con ella pegada a él, alzándola del suelo sin dificultad-. Yo os llevo a los dos.

Se dispuso entonces a emprender la marcha de nuevo. Quedaba poco para llegar, y una vez allí podrían descansar. Era raro en él sentirse de aquel modo, cansado, pero no podía evitarlo. De alguna forma aquella vez había sido especialmente duro.
Pero ya estaba bien.

Ayne se dejó besar, correspondiendo suavito, notando la cara pegañosa y la respiración irregular. Después se abrazó de nuevo, bien fuerte para que no la apartarla, y el chiquillo la cogió y la puso en el aire con el bicho, y ella se agarró bien y se apoyó para ir cómoda. Suspiró un poquito, cansada, y asintió.

-Nos vamos a bañar -murmuraba con voz suave-. ¿Podemos los tres? Así estamos más juntos. Con agua calentita, que es la que le gusta más al bicho. Nos bañamos los tres y estamos juntos, y luego comemos un poquito y dormimos. Está oscuro, pero se puede dormir, ¿no? Yo quiero. El bicho tiene que descansar, que es pequeñito. Y mañana hacemos cosas. Le podemos dar la piedra roja al bicho, ¿no? Le pedimos al abuelo que haga algo para él y le ponga la piedra roja...

Ayne barbotaba sin parar, el voz muy suavita, medio adormecida.

Zacharyas asintió con suavidad, atrayéndola un poco más ya en el aire, llevándola y abrazándola a un tiempo.

-Nos bañamos juntos, que estamos sucios los dos, con agua calentita -accedió con voz ronca, acariciándole un poco el pelo sin dejar de avanzar-. Y cenamos lo que quieras. Y podemos dormir, claro-. Pasó de acariciarle el pelo a la cara, suave, en la frente y la nariz y los párpados-. Y mañana hacemos el regalo para...-. Calló de pronto, sellando los labios, llegando a detener sus pasos. La mano que la acariciaba bajó hasta su vientre y lo acarició un momento. Ya estaba grande-. No tenemos nombre aún. ¿No necesitamos un nombre? -le preguntó, mirándola curioso.

Ayne se dejaba arrullar por la voz rasposa del chiquillo, manteniendo los ojos cerrados y los brazos bien firmes en torno a él. De vez en cuando asentía, conforme, muy tranquila.

Cuando él se detuvo, acabó por abrir los ojos y alzar la vista, mirándolo con curiosidad, todavía con las mejillas cubiertas de chorretones. Sorbiendo con fuerza, se encogió de hombros y se frotó un momento la cara.

-No sé -respondió, con una voz que llegó a sonar sorprendida-. Es el bicho. Nada más. ¿Quieres ponerle un nombre?

La posibilidad no se le había ocurrido.

La vio alzar la vista y sonrió con suavidad, encogiéndose suavemente de hombros. No era algo en lo que él pensase habitualmente. Alguna vez su padre había llegado a preguntarlo levemente y él no le había dado importancia a aquello, pero tras pensarlo fríamente, resultaba, de alguna forma, lo evidente. Porque sería una persona. Necesitaría un nombre que recordar cuando muriese, como sucedía con todos los demás.

-Debería tener uno. Como tú o como yo, o como Amatista -le dijo, con cierto deje pensativo-. Aunque aún no sabemos qué será... -añadió luego, cavilante-. Y aún queda un poco para saberlo.

La miró frunciendo el ceño, interrogante.

Ayne se quedó callada un rato, pensado. Así que un nombre. Eso era difícil. Ayne no ponía nombres como los demás. Hasta Amatista tenía nombre porque se lo había puesto Sodeth. Pero ella no quería más Amatistas mi más Sodeths, y no sabía qué decir.

Se revolvió un poco, callada. Luego suspiró.

-Tiene que ser un chico -decidió, bastante segura-. Porque es "el bicho", y eso es de chico. Pero si necesita otro nombre, yo no sé. Hay que pensar. ¿Tú cuál quieres?

No era fácil. Pero no quedaba tanto para verle la cara. Ayne quería que llegara ya.

Un chico. Zacharyas no había pensado en aquello hasta aquel preciso momento. De nuevo, colocó la manos sobre el vientre, como si por hacerlo fuese a obtener una respuesta, y dio un par de caricias suaves por encima de la ropa, pensativo. La curva ya era evidente.

-No lo sé -terminó por reconocer, tras pensar un rato, reemprendiendo la marcha mientras lo hacía-. Yo no ponía nombre a nada, porque el nombre es para las cosas a las que quieres -murmuró-. Las cosas a las que yo quiero ya tenían nombre cuando llegaron-. Carraspeó, incómodo, pensando un poco más-. Me temo que no se me dan muy bien estas-. Carraspeó de nuevo- cosas -admitió, doblando una esquina con calma.

Ayne asintió, suavito. Las cosas que quería ya tenían nombre. A ella le pasaba igual. Pero se acordaba de Aren, que le había puesto nombre aunque ella ya tenía. Había gente que hacía esas cosas. Y entonces pensó en Anne Ayna, que tenía ese nombre porque se lo había puesto ella. Quizás sí supiera poner nombres, solo que no sabía que lo sabía.

Sonrío un poquito, frotándose la cara con cansancio.

-Hay que pensar -resolvió-. Tienes que buscar sonidos que te gusten. Aunque no sean nada. Les podemos preguntar a todos. Al abuelo. Al gigante rojo. A Anne Ayna. Hasta a la abuela, si quiere. Les podemos preguntar a todos y luego ver qué nos dicen. Y pensar nosotros. Lo mejor sería que lo escogiera el bicho, pero claro...

Zacharyas trató de pensar en aquello, en sonidos que le gustasen, pero los que se le venían a la cabeza acababan siendo demasiado siniestros, pensaba, como para ser el nombre de nadie. Aunque le gustasen.

-Podemos preguntar -aceptó con una sonrisa suave, asintiendo-. Aunque para preguntarles a ellos... Están muy lejos, en Brontë. ¿Cuándo quieres que volvamos? -atacó entonces, sustituyendo una pregunta por la otra. Aunque no tardó demasiado en volver a él-. No tenemos que pensarlo ahora. Solo empezar a hacerlo. Pensaré y te diré cuando se me-. Carraspea, tranquilo- lo haya pensado bien.

Era un problema menor, algo que podía hacerse, perfectamente, mientras se hacían otras cosas. Quizás incluso, llegó a pensar Zacharyas poco convencido, se le llegase a ocurrir algo que le gustase.

Pronto vio el tejado de la casa, al final de la calle, y subió algo el ritmo. En cuanto llegasen podría dejar que ella descansase un poco. Se sentía aliviado por verla, al menos, animada de nuevo.

Ayne asintió, todavía suavito. Siempre suavito.

-¿Escribimos? -preguntó-. Escribes tú. Yo te digo qué. Les escribimos y les preguntamos y... -Calló un momento, pensativa. Luego se agarró mejor al chiquillo-. Le dije al gigante rojo que volveríamos para enseñarle todo al bicho -recordó-. Pero el abuelo querrá conocerlo también. Tendremos que irnos luego. Así, el bicho podrá ver también el camino, y será mejor. Cuando estemos listos todos, volvemos.

Eso Ayne lo tenía bastante claro. Después de todo, el bicho estaría más cómodo así, y ellos también. Le dio un apretón a Zacharyas, nerviosa de pronto, aunque sin la energía habitual.

-Jo, yo quiero verlo... -murmuró, quejicosa.

Ya estaban cerca. Pronto habría agua. Calentita. Y hasta jabón.

Zacharyas no era muy dado a aquellas cosas, no había pensado en ello de aquella forma, pero cuando ella lo dijo lo de escribir lo vio como una opción factible. Ya llevaban tiempo lejos de Brontë, aunque hubiesen hecho aquel trabajo para Palacio, no había visto a sus compañeros en un tiempo. Era cierto que Zacharyas no era muy sociable, y que de alguna forma no añoraba demasiado, pero sí que se le hacía extraña la soledad y tranquilidad del pueblo.

-Entonces escribimos. Son dos cartas, ¿verdad? ¿O alguna más?-. Trató de pensar un momento en alguien al que él quisiese escribir personalmente, pero, de nuevo, se encontró con que la persona que más interesante podría haberle resultado era aquel claritas al que se enfrentaba, y no podría hacerlo por carta-. Podemos quedarnos hasta que nazca-. Carraspeó. No pudo reprimir una sonrisa extraña, sombría-. Mi padre se alegrará mucho de conocerlo. Está muy ilusionado, aunque no hable mucho de ello -comentó, algo seco.

Zacharyas correspondió al repentino abrazo con uno propio, alzando las cejas. De alguna forma, aunque era evidente para él que aquella vez era cierto, aunque había sentido los golpes del vientre contra su mano alguna vez, una parte de él no acababa de hacerse por completo a aquella idea. No tenía claro hasta qué punto cambiaría todo tras aquellos, unos meses después.

-Ya quedan menos de cuatro -le dijo, tras carraspea. Le sonaba extraño-. Menos de cuatro...

Llegó, finalmente, hasta la puerta, y allí se detuvo.

-Tengo la llave en la capa.

Ayne lo pensó un momento, repasándose los labios con un dedo, y acabó por asentir.

-Dos. Son pocas. Querría más. ¿A quién más podemos? -Era decepcionante que, después de conocer a tanta gente, solo dos personas la inspirasen para mandar cartas. Pero, después de todo, eso era lo que parecía.

Sonrió un poquito. Le hacía ilusión.

-El abuelo lo verá pronto -prometió-. Casi casi el primero. Pero tú y yo antes. Jo, que venga ya...

Menos de cuatro meses seguía siendo mucho. Más de tres. Y Ayne no estaba dispuesta a esperar tanto. Quería que el bicho se diera prisa, o no podría jugar con él. Y crecía, ella lo notaba, crecía rápido y le tensaba la barriga, y le daba patadas, diciéndole que quería salir, pero seguía siendo lento, aunque a Ayne le parecía que crecía rapidísimo.

Cuando Zacharyas habló de la llave, Ayne comenzó a revolverse, revisándole toda la capa hasta dar con ella. Cuando la tuvo, se la enseñó y se la puso en la nariz, apretándola un poco contra la piel, y luego se estiró hacia la puerta para meterla en la cerradura y abrir. Por fin llegaban.

Zacharyas pensó un poco más. Al final, de todos modos, parecía que las personas con las que más se había relacionado eran... Rick Dehnel. Porque él había insistido.

-Si estuvieses allí te mandaría una a ti -comentó, con la voz algo seca. Carraspeó para aclararse la garganta-. Pero no sé. Esos... están bien. Mandaremos más si se nos ocurre luego.

De nuevo, aquella sensación extraña. Menos de cuatro meses. Y, por mucho que hablasen de ello, que lo tratasen, que buscasen un nombre o tocase un vientre cada vez más abultado, Zacharyas no tenía claro qué iba a salir de él. Porque Zacharyas, hasta entonces, no había creado.

-Vendrá ya -murmuró, casi hablando solo-. Antes de que te des cuenta.

Dejó que Ayne lo registrase y abriese la puerta, mientras él la sujetaba bien para que no se cayese, entretenido. Cuando entraros saludó, y la voz de su padre llegó desde el piso superior, en respuesta. Poco después estaba asomado a las escaleras, curioso, con gesto cansado.

-Qué pronto -les dijo, con una sonrisa suave-. ¿Ha ido todo bien?

Ayne lo miró un momento, ladeando la cabeza. Y entonces, sin previo aviso, se apoyó en sus hombros con las manos y le dio un enorme lametón en la mejilla, sintiendo la barba rasposa bajo la lengua.

-Si estuvieras allí estaría contigo -lo corrigió, burlona.

Cuando entramos, el abuelo esperaba. Me froté la cara rápido, y cuando lo miré, tenía una sonrisa. Asentí.

-Pero hay que vigilar -dije-. Los tesoros son peligrosos. Voy a ir a romperlos todos para que no pase más.

Se escurrió de los brazos de Zacharyas, buscando el suelo bajo sus pies, y empezó a tirar de él en dirección al baño. Tenía prisa.

-Ahora nos vamos a limpiar -anunció.

FdR- pausa

Zacharyas entrecerró los ojos al sentir el lametón contra la piel. El frío de la calle hizo sintiese enseguida el tacto de la zona mucho más fresco, además de la evidente humedad de la saliva. No le resultaba, no obstante, una sensación desagradable.

-Entonces no podré escribirte una carta nunca -murmuró relajado, bromeando, dando ya el primer paso dentro de la casa.

Asintió a su padre, aunque fue Ayne la que contestó primero.

-De momento está todo... listo -dijo Zacharyas, mientras bajaba un poco a Ayne al suelo, viendo sus esfuerzos por descender.

-Muy bien -respondió el viejo herrero, asintiendo con tranquilidad-. Supongo que entonces querréis descansar. Muchas gracias por ayudar al pueblo...

El mago no tardó en asentir y, enseguida, era arrastrado por Ayne hacia el baño, dejando las otras habitaciones y a su padre atrás. Cerró la puerta tras entrar, detrás de él, y la miró con un amago de sonrisa en los labios, tan sombrío como lo era habitualmmente, aunque sin pretenderlo.

Ayne tuvo que pensarlo un momento. Tuvo que quedarse seria y tuvo que mirarlo fijamente, y tuvo que repasarse los labios con un dedo varias veces. Al final, ya resuelta, pudo responder.

-Puedes escribirme una mientras duermo -sugirió-. Pero yo no leo cartas. Es más bonito si se queman.

Ayne no perdió mucho tiempo el hablar con el abuelo. No era momento para hablar, porque estaba cansada y quería meterse en el agua. Y para eso tenía que poner el agua. Para cuando Zacharyas cerró la puerta del baño, ella ya tironeaba con su ropa, arrancándosela más que quitándosela, y dejándola en el suelo de cualquier manera, hecha un gurruño.

La bañera era una tina comparada con la de Brontë, pero a Ayne le gustaba mucho más, porque en aquella podía bañarse con el chiquillo, y él la lavaba. Era mucho más divertido enjabonarlo a él que enjabonarse ella, así que intentaba que siempre se bañaran juntos.

-Llevas mucha ropa -señaló-. Vas a tener que dejarla toda.

Y, mientras hablaba, ya desnuda, se dirigía a la bañera, dispuesta a llenarla.

Zacharyas no pudo evitar una risa seca, ronca, cuando Ayne dijo algo como aquello. Como ella, él pensaba, aunque no se lo había planteado muchas veces hasta haberla escuchado, que las cartas eran más bonitas quemándose, como solía suceder con todas las cosas. Incluso si lo apuraban podía llegar a decir que las personas también funcionaban de aquella forma. Mientras ardían podría oler su carne al calcinarse.

-Entonces no hacen falta cartas- murmuró, tranquilo-. Pero podemos quemar algunas cosas si... -. Carraspeó- te gusta.

En cuanto estuvieron en el baño Ayne comenzó a desvestirse. Zacharyas se acercó un poco a los grifos, mientras tanto, para que el agua fría diese paso a la caliente y que la bañera estuviese templada y medida para cuando ella terminase. Ayne no tardó en meterle prisa, y con un gesto desabrochó la capa. Se quitó las mangas y la dejó caer al suelo. Procedió entonces a desabotonarse la camisa con calma, y al quitársela se detuvo un momento a comprobar el cardenal que emergía de las costillas, allí donde Ayne lo había golpeado. Palpó un momento la zona inflamada. Tenía una forma extraña, agradable.

Ella se encargó de taponar el sumidero cuando el agua ya humeaba, y él continuó dejando la ropa a un lado, de forma pulcra y ordenada. Luego la siguió hasta la bañera y entró como pudo en un espacio algo reducido para él.

-¿Qué vais a querer comer luego? -le preguntó, ofreciéndole un hueco en el que meterse, entre una de las paredes y su cuerpo.

Ayne hizo sitio al chiquillo antes de acomodarse en el agua, pegándose a él, arrullada por el silencio que venía tras los grifos a borbotones y dejándose acariciar por el vaho que emergía del agua. Una vez se hubo acomodado, sentada, cerró los ojos y se dejó estar un momento, aprovechando la calma. De verdad notaba el cuerpo pesado, y se sentía muy cansada. Sin embargo, el simple gesto de llevarse las manos mojadas a la cara resultaba un alivio, así que se la limpió un poco, dejando ir los chorretones que se le habían formado en las mejillas, siguiendo la forma de los ojos hinchados, limpiando los mocos que empezaban a resecarse bajo la nariz.

Sus movimientos revolvían el agua en un suavísimo chapoteo, y Ayne exageraba un poco los gestos para que el agua sonara más, llegando a desbordar la bañera un par de veces. Cuando por fin se quedó quieta, lo hizo de espaldas al chiquillo, apoyada contra él y cogiendo sus manazas enormes para ponérselas en la barriga, dando suaves caricias con ellas, mientras la miraba con el labio levantado. Se le había puesto la barriga fea, pero no le importaba si era cosa del bicho.

Tardó un rato bien largo en hablar, ignorando la pregunta de Zacharyas.

-¿Estará dormido? Seguro que estaba cansado -comentó.

El momento que siguió resultó bastante relajante. El agua caliente liberaba los músculos de la presión y la tensión del día, de la larga caminata y de los esfuerzos realizados durante la misión. Además, el sonido del agua al removerse, el vapor caliente y el contacto con la piel de Ayne también se sumaban a aquella sensación agradable de descanso.

Cuando ella atrajo sus manos, propició el contacto, acariciando suavemente el vientre hinchado que sobresalía de forma más notable cada vez. Cerró los ojos un momento, concentrado en aquello: en la piel tensa y suave, que parecía tan fácil de quebrar; en la carne estirada o en el ombligo que sobresalía ligeramente.

-Puede ser -murmuró el caeruleus con la voz algo gastada-. Ha sido un día difícil y...-. Ladeó un poco la cabeza, recorriendo la barriga de nuevo con los dedos, pensativo-. ¿De qué será? ¿De noche o de día? -le preguntó, como si ella, por llevarlo dentro, fuese a poder saberlo.

La idea, de pronto, se extendió por la cabeza de Ayne, ocupando todos los rincones, y abrió mucho los ojos para mirar al chiquillo, casi con cara de susto. Parecía incluso preocupada.

-¡Pero si es de noche me verá por dentro! -exclamó, sorprendida por sus propias palabras-. ¿Cómo es ver por dentro? Tú lo sabes.

Se dio un par de toques con el dedo en la barriga, y luego se dio la vuelta para abrazar a su chiquillo, pegando la cara de lleno contra el pecho de él. Se quedó así un momento, muy quieta.

-Si es de día no verá nada, pobre -dijo, con voz ahogada.

Zacharyas sonrió ante lo que Ayne decía, acariciando su mejilla con el dorso de la mano, negando levemente. Su pelo, aún seco, enredado, siguió el leve vaivén de la cabeza en ese gesto.

-No recuerdo haber visto a mi madre por dentro. Quizás tenga los ojos cerrados -murmuró-. Pero si puede ver por dentro entonces seguro que está deseando salir para ver por fuera -añadió, terminando con una caricia descendente de nudillos en la nariz de la parvus.

De día o de noche. Pequeño o grande. Niño o niña. Nombre. Cada vez eran más las preguntas que Zacharyas no había pensado muy profundamente hasta aquel momento porque, de nuevo, parecía distante, incierto todavía.

-Y si es de día y no ve nada ni siquiera sabrá que hay luz -le dijo entonces. Carraspeando, la atrajo hacia sí, en un abrazo suave-. Entonces cuando salga se la enseñas también. Y los colores. Todo.

Ayne se mantuvo un momento callada, pensativa, y luego alzó los brazos a su cuello para rodearlo y hacerle bajar la cabeza. Cuando consiguió tenerlo a una altura adecuada, le frotó la nariz con la propia, despacito.

-Y tú también le enseñas -añadió, sin opción a réplica. Luego se apartó un poco-. Cuánto trabajo...

Se acercó de nuevo, buscando aquella vez los labios, más suavemente de lo que solía. Las manos, en cambio, estaban tensas, casi clavadas a la nuca. Se apartó otra vez, lo justo para hablar, apoyando la frente en la suya.

-Pero primero el regalo del abuelo. Eso será mañana. El primer tesoro del bicho. Y preguntar el nombre.

A aquella distancia tan corta Zacharyas la veía borrosa, con los dos ojos fusionados en uno solo más grande y formando dos montañas y las pupilas casi unidas.
Carraspeó con suavidad.

-Va a ser un buen trabajo, ya verás. Aunque sea difícil...

Cuando lo besó, Zacharyas entornó los ojos, respondiendo con una suavidad y velocidad similares. Incluso cuando ella ya se había separado prolongó el contacto con una leve caricia de nariz contra su mejilla.

-Ese será un buen regalo de bienvenida. Con algo como eso, seguro que querrá quedarse enseguida.

Un cristal rojo como la sangre, y recuerdo de un momento grato y doloroso al mismo tiempo. A Zacharyas se le ocurrían pocos símbolos mejor que aquel.
Retomó el contacto con los labios de Ayne un momento, en apenas un roce.

-¿Me echas jabón? -le preguntó a escasa distancia, bajando algo el tono.

Ayne no respondió. Estaba ocupada. Tenía cogido el labio de su chiquillo, y daba besos a sus besos, y mordisquitos, y también tironeaba un poco, con él bien cogido. Hacía calor, y eso la adormecía, y quería quedarse allí, pegada al chiquillo, mientras se le cerraban los ojos.

Sin separarse, manoteó alrededor, buscando el jabón, empujando al chiquillo hacia atrás para alcanzarlo, porque le quedaba lejos. Cuando por fin consiguió cogerlo, se llenó las manos de él y se las pegó a la espalda, frotando sin ton ni son, sin importarle si lo extendía por piel seca o por piel húmeda, o incluso debajo del agua. Lo importante era tener cogida la boca, y dar besos a los besos, y mordisquitos.

A partir de aquel momento, la conversación murió. Solo quedaba el calor del agua, del vapor que emanaba de ella y llenaba la estancia, y el propio de los cuerpos vivos al entrar en contacto.
El caeruleus había cerrado los ojos definitivamente, y correspondía a los gestos de Ayne, o generaba los suyos propios, acariciándola con las manos bajo el agua, con cuidado, y probando los labios allí donde estaban sanos o donde habían recibido el golpe en las minas y quedaba el rastro del sabor a metal de la herida.

Con el tiempo, por extraño que hubiese sido todo aquello al principio, Zacharyas había ido hallando la tranquilidad del contacto, la satisfacción. Y lo disfrutaba. Porque aunque la muerte y el sufrimiento le pareciesen algo hermoso, se había decidido a preservar aquello para la vida. Quizás por ser distinto.
Quizás, había llegado a pensar, no era, de alguna forma, tan distinto como siempre se había visto. Solo un poco, en algunas cosas.