Nos asedian los ladrones.

Errald acudió en la ayuda de Elektra, cortando aquelle planta sin pedir demasiadas explicaciones a la parvus. Una vez el tronco estuvo cortado, la pequeña comenzó a desenterrar como pudo parte de las raíces. Sabía algo sobre plantas, y aquella no era de las más extrañas, por lo que sabía que la raíz también podría resultarle útil.
Mientras Errald y Elektra se ocupaban de la planta, Narbe siguió a Ayne, que se habia puesto a recoger aquellas bolitas blancas. Cuando el flamma tomó una de ellas entre las manos se dio cuenta de que no eran otra cosa que pequeños hongos. Cada vez que uno era arrancado dejaba caer algunas esporas blancas que se quedaban flotando, livianas, mecidas por la suave brisa.
Si Narbe y Ayne alzaban la vista podrían ver que frente a ellos, al atravesar un hueco entre los árboles, se vislumbraban más de aquellas pequeñas setas, que parecían crecer de tamaño según se iban introduciendo en el bosque, siguiendo una especie de camino de hongos.



Todavía era temprano, pero en aquella zona del bosque los árboles estaban tan tupidos que se colaba mucha menos luz. Desde su privilegiada posición, Ayne y el flamma se percataron de que aquel camino que se introducía entre los árboles era la única entrada aparente a una especie de camino dentro del bosque, delimitado por troncos tan pegados unos a otros que no dejaban opción a atravesarlos por algún otro lugar.

Desde donde se encontraban Elektra y Errald no podía verse todo aquello, debido a que algunos y rocas árboles que se interponían entre ellos y las setas.

Los cuatro guerreros se introdujeron en aquella especie de galería arbórea, topándose a cada nuevo paso con hongos más altos. En aquella oscuridad los hongos brillaban con un extraño fulgor violáceo, como si estuvieran surcados por venas brillantes.

El aire se notaba más y más cargado a cada paso. Aquel polvo blanco que flotaba en el aire parecía salir de todas aquellas setas. Con cada inspiración, aquel polen introducía en los pulmones de los guerreros, que poco a poco se notaban más pesados. Elektra era la que más rezagada iba. Su poca resistencia le dificultaba el soportar aquella nube de esporas. Narbe, más entero, lograba llevar un buen ritmo. Ayne, por su parte, saltaba como si nada debido a su incansable energía.

A lo lejos, pudieron vislumbrar lo que parecía un claro, abriéndose entre los árboles. Con que caminasen apenas doscientos metros más, subiendo aquella leve cuesta llena de setas, llegarían a él.

De pronto, el silencio del bosque se rompió. Un gruñido profundo y viscoso emergió de algún lugar, haciendo eco en todos aquellos árboles. Luego calló.
Los guerreros lo habían escuchado cerca, pero no podían saber a ciencia cierta si eso era por el eco o porque lo que fuera que había proferido aquel grito estaba realmente cerca.

Por mucho que los guerreros se pusieron en guardia, nada sucedió en los segundos siguientes. Ni siquiera el grito de Ayne provocó más sonidos en aquel extraño lugar. Tras aquella especie de grito animal todo parecía haber vuelto a aquella calma absoluta.

Por fin el grupo retomó la marcha. Al final de la pendiente encontraron un claro que, al igual que el camino que habían atravesado, estaba delimitado por árboles muy pegados entre sí. Y allí los hongos eran mucho mayores, superando en tamaño incluso a Narbe. La hierba estaba muy corta, como si algo enorme la hubiese aplastado.
En el fondo del claro, sin embargo, no había árboles, sino un muro de piedra. Y, en aquel muro, se abría una cueva de aspecto oscuro. A excepción de esta nueva entrada y el camino que tenían a sus espaldas no parecía que hubiese otra salida posible.



Allí parecía concentrarse todavía más cantidad de esporas. Quizás se debiese al enorme tamaño de las setas de aquel lugar, o a que allí apenas corría viento.
Pese a todo, los fuertes guerreros todavía conseguían mantenerse en pie.

En cuanto Errald cubrió su boca y sus fosas nasales con el trozo de tela de su pantalón y comenzó a respirar se notó algo mejor. Si bien no todas las esporas se filtraban, muchas de ellas no pasaban a través de los poros del jirón de tela, de forma que el aire que inspiraba era mucho más puro. Narbe, imitando al parvus, pronto comenzó a notar los mismos síntomas de mejora.
Ayne, por su parte, mientras sus compañeros se hacían con improvisadas antorchas y se acercaban a la cueva, jugaba tratando de escalar el muro sin demasiado éxito, pues pronto se quedaba sin salientes por los que poder trepar para ascender.

Los tres penetraron en la oscura cueva. El aire de allí no contenía tantas esporas, pero no por ello parecía más limpio. En su lugar, parecía tomado, cálido, pegajoso, y sin demasiado buen olor.
En el silencio de la cueva pudieron escuchar un murmullo, como una especie de quejido humano, que provenía del interior de la misma. Avanzaron un poco más y, sin poder evitarlo, Narbe resbaló en un extraño moco que había en el suelo. Más de esa misma sustancia, transparente y viscosa, goteó del suelo, cayendo sobre las cabezas de Elektra y Errald. Resultaba tan asquerosa como apestosa, aunque no parecía tener ningún efecto nocivo sobre ellos por el momento.

Un nuevo sonido los interrumpió. Esta vez, un temblor. Las paredes de la cueva empezaron a vibrar, y también el suelo. El temblor iba creciendo, lentamente, y con él el estruendo. Algo se acercaba hacia ellos desde lo más profundo de la cueva.
Los guerreros tuvieron tiempo de salir al exterior, pues allí dentro apenas tenían espacio para moverse. Narbe, el último por ser el más lento, podía percibir a su espalda aquella hedionda respiración mezclada con gruñidos y sonidos guturales.

Cuando estuvieron fuera aquella cosa no tardó demasiado en mostrarse también.



Un gigantesco gusano de más de diez metros de largo cubierto por una apestosa baba transparente apareció en aquel claro, dejando ir un gruñido amenazante por su peligrosa boca llena de dientes. Una bola de babas más blancas que las que cubrían su cuerpo goteó al suelo, haciendo que la hierba que se encontraba en aquella zona comenzase a humear.

El gusano terminó de salir de la cueva, pero se mantuvo inmóvil, sin dirigirse hacia ninguno de los guerreros ni producir ningún sonido más. Esto dio a los de Brontë la oportunidad de armarse y alejarse un poco de aquella bestia para evitar las corrosivas babas que goteaban de su boca.



Solo dos de los guerreros atacaron, pues Errald prefirió evaluar la situación antes de ponerse en marcha y Elektra necesitaba recobrarse de su malestar, aunque sí adoptó una posición agresiva, agarrando su tridente con decisión.

Ayne, que ya se encontraba fuera cuando el gusano comenzó a salir, fue la primera en reaccionar. El pervatia que invocó le sirvió de apoyo para propulsarse hacia el enorme cuerpo de la bestia viscosa, permitiéndole atacar con la guadaña, que hendió su cuerpo, traspasando la coraza que la recubría, y se deslizó algunos centímetros, quedando finalmente encajada en su prieta carne.
El gusano chilló y se movió con violencia, tratando de librarse de aquella garra que se le clavaba, pero se encontraba bien sujeta y no pudo librarse de la guadaña. Por desgracia para la parvus, que sujeta al mango, estaba también colgada de aquel ser asqueroso.

Narbe no tardó en reaccionar también, invocando un flagrare. Con un blanco tan grande no le fue difícil acertar. La llama golpeó el blanco abdomen del gusano, que soltó un nuevo chillido y, violentamente bajó el cuerpo al suelo, ocultando el blanco vientre. Embistió contra el flamma con la boca por delante, cubierta de aquella baba blanca, y moviendo continuamente aquellos dientes enormes y amenazantes que superaban en tamaño al antebrazo del flamma. Parecía que la baba que recubría su cuerpo lo ayudaba a deslizarse por el terreno, permitiéndole una mayor velocidad de la que en un principio podría aparentar. Por desgracia para Narbe, aquella saliva no parecía inflamable.
La guadaña seguía en su sitio, clavada, hiriéndolo.