Cordillera Astral.

Estamos de caminito. El chiquillo dice que llegamos pronto. Voy a ratos. A veces paramos para que vea un bicho. He cogido unos pocos tesoros. A veces voy delante del chiquillo. A veces voy justo detrás. A veces le cojo la mano. A veces tiro. A veces suelto.

-Ya casi, ¿eh? -digo a veces.

Y a veces entonces repito todo otra vez. Y de verdad ya casi. Eso dice el chiquillo.

Llevaban días de viaje, y poco a poco Zacharyas notaba más familiar todo lo que les rodeaba. El viaje era tranquilo, agradable, más que el de ida, y aunque fuese más lento que en solitario no le preocupaba. Se sentía cómodo, y aquello era suficiente.

Y finalmente en algún momento lo vio al frente, todavía como un rumor en el horizonte, claro en medio de la oscuridad. La primera silueta lo hizo detenerse y se volvió hacia ella, con una sonrisa extraña, oscura como Caligo.
Se encontraban junto al nacimiento de varias de las montañas de la cordillera, y el terreno por la zona era irregular, lleno de pendientes.

-Allí es –le señaló, aunque ella no podría verlo hasta que se acercasen debido a la penumbra-. Ya es muy cerca. ¿Puedes seguir?

El chiquillo se paró, y eso que yo no me había parado. El chiquillo solo se paraba cuando me paraba yo. Así que nos paramos todos y lo miré, y le sonreí cuando sonrió. Miré donde decía y estreché los ojos, pero solo había negro. El oscuro era muy oscuro.

Asentí, contenta.

-¡Vamos, vamos! -animé-. ¡Que allí es!

Tiré de él para que echase a andar de nuevo. Quedaba muy poquito. Menos que nunca.

Cuando Ayne exclamó el mago pareció salir del trance en que se había visto envuelto por un momento. No tardó en asentir, ofrecer de nuevo la mano a la parvus y dejar que ella lo arrastrase por los caminos, que lo acercaban cada vez más de vuelta a casa.

Tardaron un rato todavía en tener las construcciones lo suficientemente cerca como para que el perfil del pueblo fuese visible. Y cuando rebasaron la primera de las construcciones Zacharyas inspiró sonoramente, aunque sin detenerse aquella vez, acomodándose la capucha antes de continuar.

-Ya estamos –dijo, y parecía hablar solo, de alguna forma.

No había muchas personas en aquella zona, pero los extranjeros eran poco comunes en un lugar tan pequeño y distante de todo, por lo que las miradas perseguían a los forasteros con curiosidad y desconfianza, aunque nadie parecía dispuesto a iniciar la conversación.

Y llegamos. Pero yo no sabía dónde. Todo estaba en oscuras y había sombras y se veía poco, así que llevaba el farol para ver más. Había casas y había gente y nos miraban y yo sonreía y nadie venía y nosotros íbamos.

Miré al chiquillo.

-¿Y ahora dónde? -pregunté.

Y aún seguíamos caminito.

Zacharyas recorrió un momento con la mirada a varias de las figuras que los contemplaban, tirando de nuevo del extremo de la capucha, echándosela un poco más sobre la cara. Y aunque su rostro permanecía oculto pudo notar cierta reacción en algunos, como una desconfianza extraña. Y supo que aunque no lo habían reconocido necesariamente, al menos había una sospecha en ellos.

-Es por aquí –indicó sin embargo a la parvus, risueño, tranquilo, recorriendo calles estrechas adoquinadas con total normalidad, como si hubiese caminado por ellas apenas unos días atrás.

Pasaron varios minutos en los que se internaron en una zona más angosta, llena de callejones y cruces, y, cuando el caeruleus se detuvo, lo hizo frente a una construcción envejecida, amplia, que hacía esquina entre dos calles y parecía compuesta por dos zonas: a la derecha, una pequeña puerta daba a lo que parecía más una vivienda, de dos plantas, pero sin demasiada altura, y a la izquierda una zona más chata, pero también más ancha, de una sola, era coronada por una chimenea de forja.

-Es esta –declaró el mago con voz ronca, sin ningún matiz extraño en ella, perfectamente tranquilo, descendiendo la vista hacia Ayne para sonreírle.

Seguimos caminito más, y el sitio era raro y oscuro y me gustaba. Parecía galerías sin techo. Galerías de gigantes. Y avanzaba delante del chiquillo, y a veces me giraba y lo miraba y preguntaba adónde, y él me decía y seguía.

Hasta que nos paramos donde la chimenea era enorme y más mejor que las demás. Y el chiquillo dijo allí y a mí me brillaban los ojos, y rodeé y pensé y me acerqué a la puerta y llamé a golpes, contenta.

-¡YA HEMOS LLEGADOOO!

Zacharyas se acercó a la puerta para llamar, pero Ayne se le adelantó, de modo que él se detuvo, con su perenne sonrisa, dejándola obrar. Tras el efusivo grito llegó el silencio. Luego unos pasos lentos se dejaron oír al otro lado de la puerta, sobre madera. Cuando se detuvieron frente a ella sonó el pestillo, y entonces la hoja crujió, al abrirse.
El hombre que apareció en la puerta había sido más alto en algún momento, pero entonces se mostraba ya un poco encorvado, consumido. Era evidente que superaba los sesenta, pero decir por cuánto se hacía complicado. Su cabello, de un gris apagado escaseaba un poco sobre la frente.

Los ojos oscuros miraron primero a la figura alta, más fácil de ver. Zacharyas ni se retiró la capucha, pero el padre lo había reconocido incluso con ella, y el caeruleus, mientras tanto, no podía evitar pensar que parecía más viejo.

-Zacharyas –llamó él primero, alzando las cejas, reflejando cierta sorpresa.

En respuesta el mago se retiró la capucha, revelando su semblante risueño, en completo silencio. Fue entonces cuando el hombre se percató de la segunda presencia, bajando la vista.

-Es Ayne –explicó Zacharyas entonces, hablando por primera vez. Bajó también la vista hacia ella, entonces, con tranquilidad-. Él es Edhjar Blacksmith –dijo entonces-. Mi padre.

Había calladito y luego pasos y se abrió la puerta y era un señor. Me aparté un poquito justo antes de que abriera, y luego miré arriba, curiosa. Era grande grande. Tuve que subir el farol para ver porque veía poco. Y sonreí. Era como un chiquillo mayor. Y me puse nerviosa y me acerqué al chiquillo pequeño y reí un poquito.

Luego avancé y le ofrecí la mano, pero muy rápido busqué la suya y le toqué los dedos y le apreté las yemas y lo miré otra vez sonriendo. Luego miré al chiquillo y luego lo miré otra vez.

-Hola, abuelito -saludé-. Ya hemos venido. Él quería venir mucho, pero no le digas que te lo he dicho yo, ¿eh?

El hombre alzó las cejas, curioso, ante la presentación, y la sonrisa que esbozó, cansada, recordaba a Zacharyas, como muchos otros de sus rasgos, semejantes a los del mago, aunque a primera vista pudiesen parecer diferentes.
Aceptó el extraño saludo de Ayne, apretándole la mano con sus dedos callosos.

-Hola… Es un placer-murmuró, algo aturdido. Alzó entonces la vista hacia su hijo-. ¿Ha pasado algo? No sabía que vendrías. Aunque… -. Y, de nuevo, sus ojos oscuros descendieron hacia Ayne. Se echó a un lado-. Pasad, por favor. Hace algo de frío fuera. ¿Tenéis hambre? Puedo preparar algo caliente.

-Yo estoy bien –comenzó Zacharyas. Su voz resultaba extrañamente más ronca que la de su padre, en aquel momento-. Comeré de todas formas –dijo luego. Era consciente de que las escasas veces que su cuerpo le pedía comida no implicaban que no la fuese a aceptar en otros momentos-. Puedes entrar –le dijo entonces con suavidad a Ayne, y sonaba más como una invitación a hacerlo-. Bienvenida.

El herrero, mientras tanto, observaba la escena con un gesto extraño, una evidente curiosidad en sus ojos envejecidos.

Reí otro poquito, divertida. Era muy igual al chiquillo, pero no era el chiquillo. Y yo volví con él y busqué su mano, que también era igual, y las capas, y me agarré bien y lo seguí por donde iba sonriendo y mirando arriba, porque el techo era para gigantes y todo era grande.

Tiré un poco del chiquillo.

-¿Y la chimenea? -pregunté-. ¿Qué se come?

Estaba nerviosa y quería moverme, y a la vez no, y solo me reía.

Zacharyas llevaba a Ayne tomada de la mano, con suavidad, guiándola al interior de la vivienda. Su padre cerró la puerta tras ellos, siguiéndolos, sin borrar aquella expresión curiosa de sus ojos.

-La chimenea es de la forja –explicó el mago, oprimiendo la mano de la pequeña un instante-. Sirve para fundir el metal, ahí no se cocina.

El herrero los adelantó cuando entraron en la cocina. Iba rodeado de un halo extraño, una mezcla entre incomodidad y una tranquilidad que parecía la heredada por su hijo.

-Eres Ayne… Era así, ¿verdad?¿También vienes de Brontë?

Zacharyas se mantenía callado, mientras tanto, observando la cocina. Sentía la extraña sensación de que aquel lugar era muy distinto a como lo recordaba, pero no acababa de encontrar la diferencia.

Miraba a ratos al chiquillo y a ratos todo lo demás, y avanzaba con él por la casa hasta la cocina. Me cogía a él y a ratos miraba al abuelito, y reía un poco.

-¿Y no se ve? -pregunté-. ¿Me la enseñas?

Pero íbamos a la cocina y fuimos a la cocina. Las sillas eran para gigantes, como las de Brontë, y me subí a una y me senté con los pies colgando.

-Sí, sí -respondí al chiquillo mayor-. Vengo de allí y de las galerías antes. Hemos viajado mucho para venir al oscuro. Pero me gusta.

Miré al chiquillo y otra vez al mayor.

-Es verdad que eres su papá -le dije-. Se te nota bien.

Zacharyas alzó las cejas ante la pregunta, volviendo involuntariamente la vista hacia su padre, repentinamente interrogante.

-¿Quieres ver la forja? –inquirió en señor Blacksmith, con una sonrisa afable-. Claro. Ahora mismo está cerrada, pero podemos ir de todas formas. Mañana podrías enseñársela en funcionamiento, Zacharyas –propuso, mirándolos a ambos, todavía con un rastro desorientado en la mirada.

Zacharyas esbozó una sonrisa, manteniéndose de pie junto al asiento de Ayne, y llegó a asentir.

-Yo ayudaba en algunas tareas cuando vivía aquí –le dijo entonces a la parvus.

Carraspeó.
Mientras tanto el hombre se había puesto a calentar algo de agua. Río levemente al comentario de la parvus.

-¿Nos parecemos, entonces?-. Trasteó un poco más con algunos cacharros antes de preguntar. Se movía de forma ligeramente nerviosa, como inquieto-. ¿Y  qué queréis? ¿Algo de café? ¿Algo de té?

-¿Cómo está mamá?

El herrero se detuvo un momento, aunque no tardó en echar algo más de leña a la cocina de hierro, volviendo a ponerse en marcha.

-Como siempre. ¿Quieres ir a verla? Aunque ahora duerme.

-Quiero que Ayne la conozca –declaró Zacharyas con total tranquilidad-. También a ella.

El gesto del mago no variaba en absoluto. La sonrisa era la de siempre. También la mirada.
Quizás lo único que variaba era su mano izquierda, que asía el respaldo de la silla en la que Ayne se encontraba sentada con especial fuerza.

Sonreí, contenta, y miré al chiquillo y luego al no tan chiquillo. Asentí.

-Pero vamos mañana entonces -pedí-. Quiero verla con calor.

Le cogí al chiquillo una manga, y le daba tironcitos y jugaba. Y miré arriba y estaba él, y sonreí.

-Es que eres muy listo -expliqué.

Y miré al no chiquillo y sonreí más y moví la cabeza muy rápido.

-Claro -respondí-. Es tu niño.

Y le iba a pedir pan, porque quería pan, y un poquito de queso, y todo calentito, pero no pude porque hablaban ellos, y yo miraba a uno, y miraba a otro, y miraba a uno, y miraba a otro. Y me callaba.

Y luego sonreí.

-Claro, mamá -me dije bajito.

Zacharyas asintió a la petición de Ayne, tranquilo. Recordaba la forja, pero el volver a ella no le provocaba ningún tipo de reacción especial. Aunque sí el mostrársela, de alguna forma, por el tiempo que había pasado en su interior.
Al día siguiente se la enseñaría mientras los aprendices trabajaban. Estaba de acuerdo con aquello.

Al hablar de la madre, sin embargo, la situación parecía haberse tensado. Y pese a todo el caeruleus mantenía la sonrisa, aunque la circulación de la mano se había cortado levemente debido a la presión involuntaria que hacía contra la madera.
No llegó a escuchar bien el comentario de Ayne, pero sí la oyó, lo que lo despertó un momento del extraño trance en el que parecía haberse metido.

-Cuando despierte mañana –le propuso, suavizando la sonrisa-. Entonces te la presentaré.

El padre los contemplaba. Se llegó a ver una sonrisa algo nostálgica en su rostro, y podría haber parecido que se pondría a hablar; sin embargo no lo hizo.

-Después de comer descansaremos –propuso el mago-. El viaje ha sido largo.

El señor Blacksmith asintió. Aunque era más corpulento que su hijo, también parecía más frágil, de alguna forma. Las manos le templaban ligeramente al tomar las cosas.

-Me alegra tenerte… teneros de visita –comentó, apartando el agua del fuego, pues ya hervía-. Ha sido, francamente, una sorpresa.

El herrero, al fin y al cabo, apenas había recibido solo una carta del hijo desde que se había marchado a Palacio.

Miré al chiquillo un momento, y luego asentí. Había que ver a mamá. Claro.

-¿Y dónde descansamos? -pregunté, curiosa-. ¿Tienes camita?

Luego miré al no chiquillo. Rebusqué el los bolsillos y saqué una piedra de sílex que puse sobre la mesa. Un tesoro para él. Luego me recoloqué en la silla.

-¿Hay pan? -pregunté, bajito, mirando al chiquillo-. El bicho quiere.

Miré al no chiquillo otra vez. Sonreí.

-Pero hemos venido. Tenemos que volver porque se lo hemos dicho al gigante rojo, pero ahora hemos venido -expliqué.

Zacharyas asintió con suavidad, mirándola un momento, con el rastro de sonrisa habitual curvándole las comisuras. Su pelo crespo siguió el movimiento, botando un instante.

-Tengo una habitación, claro –explicó, carraspeando al acabar.

Cuando Ayne colocó la piedra en la mesa el herrero la contempló algo extrañado. Fue su hijo el que le hizo un gesto para que la tomase, y entonces alargó la mano hacia ella, atrapándola y observándola, entre curioso y extrañado.

-Muchas gracias. Claro… Claro, pan. Sí, hay pan. Espera un momento –dijo entonces, acercándose a una alacena, de la que sacó un semicírculo de pan oscuro, que le acercó a Ayne.

-El bicho… -. Zacharyas carraspeó. Parecía repentinamente tenso-. Vamos a… -comenzó, dejando las palabras en el aire, rehuyendo los ojos de su padre con cierta incomodidad. Se llevó entonces una mano al flequillo, tirando de uno de los mechones rizos para hacer amago de cubrirse los ojos con él, y dejó caer la vista hasta Ayne, con cierto apremio, nerviosismo.

No eran aquellas cosas que Zacharyas supiese hacer demasiado bien.

Asentí, contenta. Una habitación del chiquillo. Entonces yo quería verla. Después de comer íbamos allí. Sí.

Cogí el pan con una sonrisa.

-Gracias -canturreé.

Y mientras mordía un poquito de pan, miré al chiquillo, que se hacía pequeño aunque fuera un gigante. Sonreí. Le quería dar un beso, pero yo estaba sentada y él era un gigante. Le apreté una muñeca con la mano y busqué al no chiquillo.

Cerré fuerte los ojos y luego los abrí de golpe.

-Edhjar -dije muy rápido-. AhoramehequedadoconZacharyasparamíytenemosunniñopequeñito -. Lo miré con las cejas altísimas y los ojos muy abiertos, y le di un golpecito al bicho con la mano-. Aquí.

Zacharyas tomó también un pequeño trozo de pan, que se llevó a los labios, buscando quizás algo que masticar para liberar la tensión que sentía, de alguna forma. Le resultó insípido, pues tenía la lengua seca.
Ayne fue la que dio la respuesta en su lugar. El pequeño apretón también lo calmó, de alguna forma.

Edhjar estaba preparando unas tazas cuando ella habló. Y lo hizo de forma tan rápida que todavía tardó un momento en separar adecuadamente las palabras, y cuando las comprendió dejó las tazas sobre la mesa en un gesto involuntario, soltándolas, y se volvió por completo hacia ellos.

Carraspeó. Parecía algo perdido, más frágil todavía.

-¿Un niño? –inquirió, casi con desconfianza.

Zacharyas asintió, incómodo. El hombre se alejó de lo que hacía, entonces, tomando asiento cerca de ellos.
Su piel era muy blanca, pero sin duda había palidecido.
Apoyó la cabeza entre las manos.

-Un niño… -repitió. Y cuando los miró sonreía-. ¿Eso es que voy a ser abuelo? –preguntó, no se sabía bien si al aire o a ellos.

Quizás, pensaba Zacharyas, su padre hacía mucho tiempo que había perdido aquellas expectativas. Cuando vio a su hijo convertido en lo que era, por ejemplo, seguro que dejó de imaginar que aquello podría terminar pasando.

El no chiquillo se asustó. ¡Claro! Miré al chiquillo, sin saber qué hacer, y luego miré otra vez al no chiquillo. Y sonreía, así que yo también le sonreí. Me bajé de la silla y me acerqué, poniéndome a su lado y enseñándole al bicho.

-Mira, ¿ves? -le expliqué-. Ya se ha puesto gordito. Pero aún hay que esperar... Siempre hay que esperar mucho.

Miré al chiquillo y luego lo miré otra vez a él. Le puse las manos en las rodillas.

-¿Está bien así?

Zacharyas miraba la escena con su gesto habitual, quizás algo más tenso de lo acostumbrado. Se mantuvo en el sitio cuando Ayne se movió, acercándose a su padre, mostrándole su figura, que había comenzado a experimentar leves cambios en las últimas semanas.
Todavía no era nada acusado. Si uno lo sabía podía darse cuenta, o si comparaba, sin embargo.

El herrero la miró a ella. Luego llevó de nuevo la vista a su hijo, que se mantenía de pie.
Le temblaban las manos.
A Zacharyas le pareció que su padre parecía, de pronto, más anciano. Como si hubiese envejecido todavía varios años más en aquel preciso momento.

-Entonces… -terminó diciendo, volviendo a mirarla a ella-. Entonces era Ayne, ¿verdad? –inquirió.

Su voz tenía un rastro de nerviosismo, otro de confusión y, además, un deje de ilusión evidente al final.

Asentí, contenta.

-Claro.

Lo miré un ratito más, y a veces al chiquillo, y acabé por reír. Al final volví a la silla y me subí y agarré al chiquillo de la ropa. Luego miré al no chiquillo otra vez, y al chiquillo.

-¿Pero está bien así? -le pregunté.

-Claro… -murmuró el herrero, todavía pálido-. Disculpad. Es inesperado.

El hombre parecía nervioso.
Zacharyas, hasta entonces inmóvil, dio una suave caricia a Ayne en el pelo y luego se apartó un poco de ella, yendo a terminar el trabajo que su padre había dejado a medias, llevando las tazas a la mesa y luego el agua hirviendo, que dejó sobre un trozo de madera, un bote con té en polvo y otro con azúcar.
Sirvió tras tazas, y aproximó cada una a sus dos acompañantes, dejando la tercera en el medio.

-Hemos venido de visita. Y quería que supieras eso. Porque –. El caeruleus carraspeó- sí que es inesperado. Pero es verdad –terminó, con una leve nota de orgullo al final.

Aquella vez era cierto. Y aunque no fuese lo buscado o lo esperado, no por aquello era malo. Ni mucho menos.
Pocas cosas parecían malas al mago, de alguna forma.