Prado.

Frunció el ceño. Al menos, pensó, la chrysos no lo había dejado del todo tirado. Al menos le preguntaba, con toda la frialdad del mundo, si quería que llamase a alguien para que fuese a buscarle. Evidentemente, no quería que avisase a alguien (¿para verle así? Ni muerto), pero... bueno, era un algo.

Todavía desde el suelo, donde pensaba que estaría un rato considerable, negó con la cabeza. Lo que realmente quería era que la chrysos se quedase un poco porque quería volver a explicarse. Aunque eso hiciese que se ganase otro golpe.

—Es... Espera... Espera un... Segundo... —murmuró.

Aprieto la mandíbula. Aunque asiento lentamente, mi mirada es cada vez más turbia y negra. Alzo un puño apretado y no puedo evitar tener una sonrisa forzada en la cara todo el rato.

-Uno -digo, y a la vez levanto un dedo, dando fin al tiempo de espera.

Hago una leve inclinación de cabeza a modo de despedida.

-Buenas tardes, Lyam -añado, dándome de nuevo la vuelta para proseguir con mi camino hacia palacio.

Nunca pensé en esto, pero ahora Rick es la prioridad.

*se van*

FdR- Que te den XD

Y la chrysos le hizo caso. De verdad que le hizo caso. Esperó exactamente un segundo, lo que él había pedido (aunque él un segundo no era la cantidad exacta que él tenía en mente), y se lo hizo saber levantando un dedo. Luego, se despidió y se fue, cargando con Dehnel.

El chrysos bajó la cabeza y volvió a parpadear. Todavía sentía ese horrible dolor. No recordaba cuándo fue la última vez, sin contar esta, que le dieron una patada en la entrepierna, pero esperaba no recibir ninguna nunca más. Aquello dolía un huevo.

Tras permanecer un buen rato ahí tirado, en mitad de ese floreado prado, bajo la lluvia, se levantó y comenzó a caminar hacia palacio. Sentía que había perdido buena parte de su dignidad, pero pese a todo esperaba conseguir arreglar las cosas con Alehyss. Aunque no ahora. Ahora no.

*se va*

Fdr. D8

Había una roca en el lugar, cubierta de musgo y tierra, que estaba enterrada entre unas olorosas flores. El viento rozó los pétalos de estas, y un fino polen voló hacia la roca, rozándo suavemente una de sus protuberancias.

-¡¡¡¡ATCHUÁAAAA!!!!

El estruendo hizo eco en el lugar, y mientras sonaba, como estallando, la roca se convirtió en Nagorr. El jefe se frotó la nariz con el dedo.

-Desde luego, sí que soy delicado. Me puede hasta una florr AJAJAJAJAJAJAJA.

Sacó un pañuelo de tela con un bordado violeta que ponía A. F. y se sonó la nariz sonoramente. Cuando acabó, suspiró. Se atusó la barba trenzada.

-En tiempos de guerrra, todo bujerro es trrincherrra ajaja. Juventud...

*desaparece*

El tiempo había mejorado notablemente, aunque las lluvias no habían acabado de remitir. Con una temperatura más alta, un cielo en el que destacaba el azul y no el gris y una lluvia fina y poco frecuente, salir a los terrenos del palacio parecía una idea mucho más atractiva. Con la llegada del sol, el campo se había llenado de pequeñas flores que parecían salidas de ninguna parte, y la hierba brillaba con fuerza.

Era la primera vez que paseaba por aquella zona, y el tiempo y el silencio acompañaban. Pasadas las horas de más calor, los pájaros e insectos se retiraban ya, dando paso al silencio. Por otra parte, todavía había luz, y la temperatura se mantenía alta. La primavera parecía querer dejar por fin atrás al invierno. A pesar de ello, cuando salí lo hice con una capa relativamente gruesa sobre los hombros, y las alas escondidas en ella.

No era simple capricho, como otras veces. Llevaba mucho tiempo sin ponerme al día con la magia, y lo que para otros de mi raza era una ayuda, para mí suponía un estorbo. Con gesto serio y apacible avancé hacia el centro del prado y me quedé quieto, en pie y con los ojos cerrados. Una leve brisilla mecía las flores y hierbas del lugar, acariciando a su paso también mi pelo y mi ropa. No era más que un suave céfiro, una señal más que indicaba la primavera. Me concentré en él.

Aún con los ojos cerrados, me centré en sentir el roce del viento en la piel y el sonido leve que producía en la hierba. Poco a poco, lo fui siguiendo, explorando, entendiendo. Y, a continuación, comencé a acompañarlo. El primer aethes fue muy suave, casi un suspiro, y se perdió rápidamente entre la brisa. El siguiente, un poco más fuerte, pasó de ser guiado por el viento a guiar al viento él mismo. Cada nuevo hechizo inflaba un momento mi capa, y se perdía en el aire marcando una corriente diferente a la brisa.

Poco a poco, los hechizos se iban volviendo más fuertes, con leves matices entre unos y otros pero con una gran escala en conjunto. En un momento dado, uno de los ataques revolvió el aire con tal fuerza que la brisa natural quedó oculta por el repentino viento. Tras un tiempo haciendo inclinarse cada vez más la hierba y las flores, comencé a cortarlas. Al principio lo hacía al azar, pero luego abrí los ojos para percibir mejor mi entorno y precisar los cortes.

Por úlimo, me puse en movimiento, lanzando los hechizos en marcha, en todas direcciones y cada vez a mayor velocidad. La placidez del prado se convertía, poco a poco, en un campo de remolitos y vendaval.

*Se queda entrenando*

Con el tiempo, mis aethes fueron segando la hierba de forma irregular, aquí y allá cada vez con mayor energía. Alcé la vista al cielo, deteniéndome. La luna se elevaba ya. Era tarde. En silencio, tomé el camino al palacio.

*Se va*

Seguido de Telma, recorría el prado en busca de las más hermosas flores que allí se hallaban, que no eran pocas. Fui arrancando las más nuevas, las más vigorosas, las más perfumadas y haciendo con ellas el más variopinto y hermoso ramo que jamás hubiera tenido un mendigo en las manos.
Mientras tanta, mi fiel amiga bismonte me seguía, arrullándome con sus sonidos, acompañándome en la soledad y mordisqueando los rabitos que quedaban al quitar yo ciertas flores. Muchas veces me había preguntado cómo había sobrevivido sin tan fiel animal a mi lado.

-Telma -la llamé, y ella me miró-. ¿Le gustarán a Inger estas flores? Huélelas, mira qué maravilla.

En respuesta, la bismonte mordisqueó varios pétalos y aparté el ramo de ella, ceñudo, quitando las flores mordidas y dándoselas.

-Si a ti te gustan, ¿por qué no habían de gustarle a otra dama?

Y contento, silbando, seguí recogiendo flores un rato más. Luego me fui.

*se va*

FdR- Telma es pequeña, peluda, suave, tan blanda por fuera que se diría que es toda de algodón, que no lleva huesos... XD

Correteaba entusiasmada, abriéndome paso en aquel mar de verde, riendo, tirándome en la hierba y echando a rodar, abriéndome camino medio arrastrada por el suelo y recolectando flores de aquí y allá.

En un momento dado, me detuve, a gatas sobre la hierba, que aunque no me cubría sí me ocultaba bastante. Un poco más allá, sentada en el suelo, de espaldas a mí, Fier leía un libro. Contuve una risita y repasé las flores que tenía en la mano, hasta escoger una margarita blanca, no muy grande. Solté el resto y comencé a arrastrarme por la hierba como una culebrilla.

Una vez a su lado, pude comprobar que, por primera vez, yo podía ser la más alta. Con mi más radiante sonrisa, me levanté y me abalancé sobre ella por detrás, abrazando su cuello y dándole un besito en la mejilla. Después, coloqué la margarita junto a su oreja y eché a correr a toda velocidad por el prado, muerta de risa.

Di un par de saltitos cuando me llamó, y pequé un pequeño chillido, antes de aumentar la velocidad. Corrí y corrí alejándome de ella, hasta el límite del prado, y luego di media vuelta siguiendo los límites de aquel terreno, acercándome de nuevo a ella. Por último, comencé a correr en círculos concéntricos a su alrededor, acercándome cada vez más hasta detenerte frente a ella, frenándome apoyándome en sus hombros.

-¡Mira qué alta soy! -exclamé, poniéndome de puntillas en hinchando el pecho para dar mayor sensación de tamaño-. ¡Y tú qué pequeñita!

Intentando sofocar mi risa tapándome la boca con las manos, acabé por sentarme frente a ella, jadeante y sudorosa. Me froté los brazos, borrando cualquier rastro de suciedad en ellos, y luego busqué en mis bolsillos hasta dar con un pedazo de carbón, con el que comencé a dibujar líneas en ellos. Mientras, tarareaba una cancioncilla.

Negué enérgicamente con la cabeza, repasando la primera línea una vez tras otra. Si te descuidabas, la materia oscura desaparecía, y como Sodeth estaba conmigo, era mi obligación cuidar aquellos detalles. Piel blanca y marcas negras.

-Han vuelto todos los caeruleus, y mi amigo Aren me ha dado una piedra mágica -cogí el carbón entre los dientes y rebusqué hasta dar con la piedra dragón. La alcé frente a la chica, sin dejar que la cogiera-. Es como un corazón de dragón, solo que es para mí.

Volví a guardarla y, perezosa de pronto, me estiré y me tumbe sobre la hierba, para continuar trazando las líneas desde aquella enrevesada postura.

-Sí, sí -respondí, con voz levemente aflautada.

Tomé de nuevo el carbón entre mis dientes y repasé la línea dibujada con un dedo, pensativa. Tenía un torbellino dentro desde hacía algún tiempo, y no sabía por qué. Algo no encajaba, algo que tenía que ver con cosas oscuras y sangre. Observé mi dedo, manchado de negro, y fruncí el ceño. Escupí el carbón, hice un puchero y me abofeteé un par de veces las mejillas, resoplando.

Miré a la chica blanca, que estaba tumbada a mi lado, y por un momento casi no la reconocí. Recogí el carbón y tracé una nueva línea en mi brazo, casi sin darme cuenta de lo que hacía, sin dejar de mirarla.

Relajé por fin el gesto.

-¿Los caeruleus son buenos? -pregunté, muy seria.

Asentí muy lentamente al principio, pero al final empieza a hablar demasiado; el discurso me aburre, y vuelvo a mi pintura. Sí y no. Sí y no. ¿Por qué sí y no?

-Sodeth es bueno -aseguré, casi sin dejar que termine de hablar, mirándola con gesto algo compungido.

No tardé en bajar la vista de nuevo a mi brazo, con el ceño fruncido.

-Algún día, cuando yo sea caeruleus, seré buena como él -aseguré-. Y nadie, nadie podrá conmigo. Tampoco otro caeruleus.

Hundí la cabeza entre las manos, soltando aire de forma muy suave. El paso del tiempo me trastornaba. Yo no había vuelto a pensar en todo aquello nunca, jamás, y ahora volvía. Alcé la cabeza de nuevo, mordiéndome el antebrazo hasta hacerme sangre, pero sin notar el dolor. Saboreé la sangre, metálica, con cierto gusto.

-Creo que el chiquillo también es bueno. Y su sangre está rica.

Me relamí los labios, pensativa. Cuando me tomó las manos, le dediqué una sonrisa, con un brillo extraño en los ojos. Ladeé la cabeza, y luego negué, despacito pero con seguridad.

-No, no -dije-. No quiero. Son un secreto.

Escurrí las manos, soltándome de ella y, cortando una brizna de hierba, la mojé en la sangre y la alcé. La luna ya había salido, y con su leve luz se destacaba la mancha oscura en la hierba. Hice un pequeño mohín y roté los ojos en las cuencas, buscando una pregunta que se me escurría.

-¿A quién quieres tú?

Soltando una pequeña risita, rodé por el suelo hasta darme la vuelta. Alcé las manos hacia el cielo, abriéndolas y cerrándolas como si intentara atrapar algo en el aire.

-Son muchos.

Di un par de vueltas más, rodando y alejándome de ella, y luego tomé impulso en sentido contrario hasta volver a mi posición original, boca abajo sobre la hierba. Alcé los pies en el aire y comencé a moverlos adelante y atrás, mirándola con una sonrisa.

-Querer está bien. ¿Te gusta?

La contemplé, pensativa, con la vista algo desenfocada y escuchando sus palabras como una especie de eco en el aire. Cuando calló, empecé a tararear muy bajito y desvié la vista hacia ningún sitio en particular. Una brevísima risa, casi una réplica de las anteriores, se me escapó por entre los labios.

Terminé por ponerme en pie y acercarme a ella. Le di un fuerte abrazo y, aún tarareando, me senté en su regazo y me apoyé contra ella. Tomé sus manos y las puse alrededor de mi cuerpo, como arropándome con ellas.

-Así estoy más calentita -dije. Aunque pretendía sonar alegre, me salió la voz un poco temblorosa.

Cuando abrió las alas, solté un grito ahogado, mirándolas con emoción. Extendí la mano y me estiré para rozar una pluma, levantándome casi, y luego me dejé caer de nuevo, risueña.

-Pero no soy pequeña -repuse, mirando hacia arriba para poder verla, con una sonrisa-. Ahora ya soy mayor. Ya tengo muchos años.

Hice muecas con la cara, intentando remarcar arrugas que serían propias de un anciano, y reí al comprobar lo difícil que era. Me recoloqué en el sitio, suspirando, y saqué de nuevo la piedra de dragón. Tomé su mano y la guié para que posara los dedos sobre la roca.

-¿Ves? También es calentita.

Luego busqué y saqué un mechón de pelo oscuro y espeso, casi invisible en la noche, y le di un beso.

-Este tesoro es del chiquillo.