Desaparición en las minas.

Zacharyas Blacksmith
Ayne Stalon

Se hallaban todavía en el pueblo natal de Zacharyas, al que habían ido a pasar un tiempo, cuando escucharon las noticias por su padre, que las comentaba como mera curiosidad durante uno de los almuerzos, sereno, serio, sombrío, pero sin darle más importancia de la que requería: varias personas habían desaparecido, según se decía, en los últimos días, y todo apuntaba a que había sido en las minas que se hallaban a no demasiados kilómetros de la pequeña población, en las que se extraía el metal con el que muchos de los vecinos trabajaban.

Al principio las noticias habían sido rumores, y el caeruleus y su acompañante habían llegado a notar ciertas miradas incisivas sobre ellos en algunos de los paseos por las calles. Y aunque la gente no quería decirlo, era evidente que muchos querían acusarlo a él, que había regresado hacía poco, como si hubiese traído con él la desgracia.
Cuál fue la sorpresa de todos aquellos cuando, al pedir ayuda a Brontë para que se encargase del problema, la que el palacio ofreciese fuese la de, precisamente, los dos invitados del pueblo.

No costó demasiado averiguar el nombre del último de los desaparecidos, el joven Jash Diarnerth, que trabajaba con su padre en una tienda de alimentación del pueblo, nada que ver con las minas, de alguna forma. Quizás, recomendó el señor Blacksmith a los dos guerreros, fuese un buen lugar por el que empezar.

Como Zacharyas informó, pronto encontraron el lugar que el señor Blacksmith les había indicado, la casa de los Diarnerth. En el bajo de la casa se encontraba la que era la tienda de alimentación que llevaba la familia, modesta y, en aquel momento, cerrada. Tendrían, pues, que rodear la casa para acceder a la parte trasera que contaba con unas escaleras de piedra que ascendían directamente a la segunda parte: la vivienda.

No tardaron mucho en hacer aquello. Algunos, por las calles, los miraban, pero nadie desde la casa, que tenía cerradas las cortinas, que la sumían, si era posible, en más penumbra de la habitual en Caligo a aquellas horas.

Cuando llamaron a la puerta, esta tardó en abrirse, pero finalmente lo hizo. Abrió un hombre alto, corpulento, que no llegaba a los treinta, de cabello oscuro y barba poco poblada.
Los miró a ambos, muy serio, con gesto grave. Impedía que entrasen o mirasen dentro de la casa con su cuerpo, que cubría buena parte del umbral.

-¿Qué queréis? -preguntó finalmente, con tono seco, desagradable.

Era evidente, de alguna forma, que no era la primera vez que tenía noticias de, al menos, Zacharyas.

El hombre se mantuvo en la puerta mientras ellos hablaban. No reaccionó demasiado a la extraña forma de comunicarse de Ayne, y tampoco hizo gesto alguno a la intervención de Zacharyas. Durante un momento pareció haberse quedado petrificado en la puerta, mirando a uno y luego al otro, calibrando lo que decían con poco convencimiento.

-Soy su hermano mayor -dijo al fin, seco-. Mandel-. Miró un momento hacia dentro. Desde la puerta no se veía nada, pero sí se escuchaban algunos murmullos que indicaban que había gente allí-. Jash no contaba demasiado de su vida. Lo normal en un chaval de diecinueve, supongo. No trabajaba en las minas, y no sé qué fue a hacer allí-. Apretó un momento la mandíbula-. Un amigo suyo nos dijo, sin embargo, que llevada días hablándole de una mina que lleva años tapiada-. Miró a Zacharyas-. Sabrás donde es. En la zona que ya no se usa. Al parecer estaba obsesionado con "volver" allí, o no sé qué...-. Parecía un poco incómodo, y no dejaba de mirar a ratos hacia el interior de la casa-. Ha desaparecido más gente. ¿Se sabe ya qué pasa?- les preguntó entonces, frunciendo el ceño-. Si no aparece poco iré yo mismo a comprobarlo. Mis padres están muy preocupados. Jash no era el hijo ideal, siempre se mete en líos..., pero quizás por eso mismo no ha hecho suficientes cosas buenas como para que le perdone que haga algo como esto a nuestra madre.

Los miró serio, esperando.

Tras despedirse del hombre, Zacharyas y Ayne pusieron rumbo al lugar que este les había indicado. El caeruleus era el encargado de guiar, puesto que se había criado en aquel pueblo y conocía las minas.
Tuvieron que salir del pueblo primero, pues la que buscaban la encontrarían en la montaña que lo cercaba al noroeste. Llegaron a tardar una hora en llegar a las minas de aquella zona. La mayoría estaban menos explotadas que años atrás, pues la minería se había trasladado a una montaña más rica.

Cuando dieron con la zona tapiada, encontraron hasta cuatro cavernas juntas, a las cuales parecía no poder accederse. Zacharyas no sabía de ellas más que su localización, y por la información que tenían tampoco parecía que se contase ninguna historia extraña sobre alguno de los túneles en concreto de antes de que la gente comenzase a desaparecer, solo un par de semanas atrás.
Ya que no tenían información, solo quedaba investigar.

Tres de las minas estaban a la altura normal del suelo, con las bocas separadas unos trescientos metros. La cuarta, sin embargo, estaba en un nivel por encima, a unos treinta metros de altura, excavada en la pared, y para acceder a ella había que subir una ancha pendiente que subía desde el lado derecho, por la cual, seguramente, se bajaban los minerales cuando estaba en funcionamiento.

Zacharyas y Ayne no tuvieron que debatir demasiado para decidir qué rumbo tomarían. Pronto se dirigían a la ancha cuesta que los guiaba hacia la boca de la cueva, que tantas otras personas habrían recorrido otras veces en su trabajo
Ayne, más baja y cercana al suelo, pudo ver algunos signos de pisadas que tomaban la misma dirección que ellos, aunque no estaban demasiado claros debido a la dureza del suelo. Era evidente, teniendo en cuenta que aquellas minas estaban abandonadas y ya nadie trabajaba en ellas, que alguien había estado allí antes que ellos.

Cuando llegaron a la cima se encontraron con lo que ya era evidente desde abajo: rocas y tablas cubrían la entrada por completo, sin dejar siquiera un hueco por el que mirar dentro. El ambiente, frío, era silencioso, y no delataba tampoco presencias más allá de la de los grillos que sonaban continuamente en una noche casi perpetua.

Lo que habían visto de las otras cuevas, aunque no se hubiesen fijado más en profundidad, era semejante a aquello, por otro lado: las cuatro parecían selladas de la misma forma.

Cuando se encontraron frente al lugar, Ayne actuó pronto. Quizás su iniciativa no fue la más apropiada, pero de forma indirecta, surtió efecto.

Cuando su cuerpo cargó contra el muro, se encontró con una superficie dura, rígida, que no cedió, aunque algunas tablas sí crujieron. Quizás la madera hubiese podido ser atravesada de aquella forma, pero el hecho de que también rocas compusiesen la pared que no les dejaba paso dificultaba un poco que una incursión como aquella tuviese éxito. No obstante, para cuando Ayne se retiraba, con la zona de impacto algo magullada, ambos pudieron ver cómo a un metro de donde ella había golpeado se había separado una parte de la pared. Si se acercaban podían ver que una zona, que tenía el mismo aspecto que el resto, era una puerta perfectamente disimulada entre rocas y maderas, que también daba al interior de aquella gruta.

La cueva no era especialmente amplia. El techo llegaba a los dos metros y medio de alto, y la anchura era de unos cinco metros, llegando a siete en las zonas más amplias. Por el medio transcurría un raíl, aunque no había ningún carro que lo recorriese.

Hasta donde la vista alcanzaba, solo había una dirección y estaban solos.

De nuevo, el consenso fue rápido, y pronto los dos guerreros recorrían aquella gruta sin detenerse demasiado en unos detalles que, por otro lado, no había. A medida que avanzaban, la gruta se ampliaba un poco, y las señales de que allí hubiese habido trabajo sobre la piedra se ampliaban, aunque las paredes no estaban demasiado ensanchadas. A primera vista era fácil notar que la cantidad de mineral de hierro que sobresalía de las paredes no resultaba suficiente como para que aquella zona resultase interesante, pero de todos modos la mina seguía hacia adelante.

Ayne podía notar que el olor humano crecía un poco, a medida que avanzaba, aunque mostrándose todavía lejos. Seguía, por otro laso, sin haber sonidos que trajese el eco, a excepción de los chillidos ocasionales de algunos murciélagos que se juntaban en algunos puntos del techo, ocasionalmente.
De no ser por aquel leve aroma, de no haber estado allí Ayne, cualquiera hubiese podido pensar, tras haber recorrido un buen tramo de las minas, que allí no había nadie más que ellos dos, y que no lo había habido en un buen tiempo.

Al cabo de una larga caminata, dieron con el fondo. En aquella zona ya tenían unos quince metros de lado a lado para moverse, y las pareces mostraban más mineral que al principio de la cueva, pero todavía no tanto como para invertir en ello, en apariencia.
Salvando aquello, no había nada que a primera vista pareciese interesante.

Zacharyas y Ayne parecían haberse topado con un punto muerto. Salvo las indicaciones de la parvus, que no señalaban ningún punto que pareciese diferente al resto, no había señal alguna de que por allí hubiese un camino. O aquello parecía, pues en una de sus búsquedas palpando suelo y paredes, Zacharyas dio con una especie de palanca que cedió con facilidad. Y al hacerlo, una especie de mecanismo se activó: en aquella zona que Ayne señalaba se descorrió una roca, dejando un hueco por el cual pasaba un hombre perfectamente. Si se asomaban podrían ver una escalerilla metálica incrustada directamente en la pared, que ascendía más de ocho metros, dando a un túnel más oscuro y angosto y de más olor a cerrado. Una vez allí solo había una dirección posible: adentrarse más todavía, siguiendo la que habían llevado hasta entonces. Y el túnel parecía descender, en una pendiente tan ligera que parecía difícil darse cuenta.

Zacharyas era capaz de ver una especie de halo de luz malva que Ayne no podía diferenciar, pero que a él le resultaba incluso nítida, marcando un camino. Ella podía seguir un aroma cada vez más notable en la misma dirección.

Algunas ratas correteaban, deteniéndose a mirarlos de vez en cuando, y bichos extraños reptaban por el suelo húmedo, resbaladizo debido a una especie de planta color verde muy oscuro, como un tipo de musgo, que brotaba directamente de las rocas.

De nuevo, el avance era sencillo. Aquella caverna, si bien más estrecha, era fácil de seguir, sin obstáculos, con el suelo liso y pulido. Además, el suave descenso ayudaba a mantener un buen ritmo, haciendo la marcha cómoda y descansada.

A medida que caminaban, los indicios crecían para ambos: para Ayne, el olor humano iba siendo más evidente, más reciente; para Zacharyas, aquel fulgor que para la parvus parecía ser invisible iba creciendo, haciéndose más potente, marcando cada vez más el camino que seguían como si se tratase del rastro brillante dejado por algo, flotando en el aire con más aspecto de gas que de luz.

Al cabo de quince minutos de descenso, finalmente, dieron con la primera variación evidente de todo el trayecto: una puerta de piedra de una única hoja cortaba el paso, gruesa y aparentemente pesada. Del otro lado surgía aquella luz que Zacharyas podía ver, colándose por cualquier rendija que se presentase en la piedra en la que se encajaba la puerta, formando pequeños hilos que se alzaban y unían en un punto del que nacía el rayo principal que llevaba acompañándolos buena parte del camino.

Para Ayne, por otro lado, era obvio que siguiese a quien siguiese, había cruzado aquella puerta alguna vez.