Recolección por el bosque.

Kyoti Thorkild

En aquella misión Kyoti fue llevado a un pequeño lugar cercano a la frontera de Humus y Fulmen, pero que correspondía ya al continente de la tierra. Con aquel era ya el cuarto día de viaje, y había contado con solo un compañero, el conductor del carro, que tenía poco de hablador, pero que corría por los caminos con una seguridad que llegaba a resultar temeraria.
El tiempo se había mostrado inestable aquellos días: la mayor parte del día las nubes grises cubrían el cielo, dando algunas lluvias, amenazando con dejar caer mayores cargas, y en ocasiones llegaron a regalar algún rayo de sol, aunque nada muy llamativo.
Fue a media mañana que llegaron a la entrada de un bosque tupido. Allí el hombre, que se llamaba Kalim, le indicó un camino embarrado que seguir, y Kyoti no tardó mucho, desde que se puso en marcha, en llegar a la casucha vieja de la que hablaban tanto el informe sobre la misión que debía cumplir como el escueto conductor del carro en sus propias indicaciones. No era muy grande, y parecía formar parte del bosque: la piedra que la formaba estaba cubierta de musgo y plantas y del techo irregular, una roca plana colocada allí de cualquier forma, no nacía menos vegetación.

La puerta parecía de madera podrida, aunque al tacto resultaba ser sorprendentemente sólida. Del interior llegaban algunos sonidos escasos, lejanos, opacados por las gruesas paredes, que Kyoti no supo identificar.
Cuando el guerrero llamó a la puerta nadie respondió.

Mientras Kyoti esperaba alguna respuesta se encontró con que el lejano traqueteo del interior seguía sonando, tan lejano que podía dejar de escucharse si no se prestaba la suficiente atención.
Cuando llamó de nuevo, una vez más, nadie acudió a responder a los golpes. Fue entonces cuando el guerrero se fijó en que en la puerta no había ninguna clase de cerradura, ni nada que se le pareciese.

Alrededor de la casa sí hay algún movimientos: pequeñas ardillas y algunos pájaros lo observan desde los árboles, y si se fijaba en el suelo podría ver también cómo algunos matorrales se removían suavemente y a ellos asomaban curiosos reptiles que el flamma jamás había visto en ningún otro sitio.
Pese al mal tiempo, parecía evidente que el lugar estaba lleno de vida.

Kyoti empezaba a ponerse nervioso en aquella situación. Parecía evidente que nadie escuchaba los golpes o, que si lo hacía, aquellos eran completamente ignorados. Cuando hubo pasado un tiempo sin respuesta, decidió, finalmente, tratar de acceder él mismo a la vivienda.

La puerta cedió sin problema, y lo que vio fue una cocina muy sobria llena de cacharros usados, desordenada y algo sucia. Tuvo que agacharse un poco para pasar, y se encontró con que el techo del interior era de exactamente su altura, por lo que si avanzaba sin agacharse un poco iba arrastrando la cabeza por la madera.

En aquel cuarto había dos puertas. Una en la pared derecha y otra en la que estaba justo enfrente de la puerta de entrada, también a la derecha. De aquella segunda, cerrada pero sin llave tampoco, parecían venir aquellos sonidos tan extraños: golpes, topetazos, borboteos..., y un humo verdoso y hediondo se colaba por la rendija inferior, inundando parte de la cocina.

De nuevo, Kyoti se encontró llamando a una puerta, y una vez más la respuesta que recibió fue la misma que nada. Dubitativo, terminó por abrir aquella puerta, tras la que lo esperaban unas escaleras algo estrechas para el tamaño de sus pies. Allí sí que tuvo que encogerse para descender sin golpearse contra el techo, y el olor fétido lo envolvió un poco más, aunque no tardó en acostumbrarse.

No tardó en dar a una especie de sótano iluminado con unas piedras que emitían un extraño brillo amarillo. Allí había, en resumen, muchas cosas, y casi todas extrañas: las estanterías estaban llenas de cacharros de lo más extraños, y las mesas de sustancias de colores que borboteaban en calderos y probetas, recorriendo espirales y tubos y dando a otros lugares en los que se depositaban y mezclaban.
En concreto el humo llegaba de una de las esquinas, en la que un hombrecillo de apenas metro diez de rostro arrugado y barba blanca removía agitado un gran caldero. Estaba subido a un pequeño banco, pues el recipiente lo superaba en altura. Parecía tremendamente concentrado, y balbucía para sí palabras incomprensibles en voz muy baja y hablando con mucha prisa, lo que, mezclado con todo el ruido de los artefactos y las pócimas lo hacía incomprensible para Kyoti.

El hombrecillo pareció ser consciente de la presencia de Kyoti cuando este ya levaba la mitad de su discurso. Dejó lo que hacía sin prestarle mucha atención y se bajó del banco de madera para acercarse definitivamente a él, dedicándole una mirada interesada, como si se hallase frente a un interesante espécimen.
Pero debió decidir que no era así muy pronto, porque enseguida rebuscaba entre su ropa y le tendía una nota escrita en papel amarillento.

-Ahíestá -le dijo, a increíble velocidad-. Loantesposible, porfavor. Nopuedopermitirmeestaresperando.

Enseguida se daba la vuelta para dirigirse de nuevo hacia el caldero.
En la nota Kyoti pudo leer lo siguiente, escrito sin cuidado, pero perfectamente comprensible.

Código:

-5 flores de duradurra (Claro).
-2 caracoles de la roca (Mina).
-10 huevas frescas de batracus (Agua).
-300 gramos de talco verde(Mina).
-1 wilro rojo(?).

El hombrecillo terminó por volverse hacia Kyoti, examinándolo sin mucha atención. Parecía más metido en sus pensamientos aunque se dirigiese hacia él, y de nuevo pronunciaba veloces palabras, o al menos parecían palabras, sin mucho sentido para el guerrero.

-Averaver -le dijo, frotándose la frente con los dedos-. Nopuedoexplicarlotodo. Notengotiempo-. Y como si aquello fuese a demostrarlo, se subió de nuevo al banco y echó unos polvos al caldero que volvieron el humo violeta-. Lashuevassonviscosas. Comoderana. Yvetealaminaqueestáalnorte-. Lo miró frunciendo el ceño-. ¡Venga, rápido! Sisalesprontovolveráspronto. ¡Ollamoaotro! ¡Vamos, saldeunavez! -le ordenó con gestos apurados.

Tras aquello, volvió al caldero, y ya no levantó la vista. Parecía haber olvidado que Kyoti estaba allí.

Finalmente Kyoti decidió no volver a preguntar al hombre, y al cabo de dos segundos este parecía haber olvidado su presencia en la habitación. Por tanto, al flamma no le quedó otra que, con su nota y unas pocas indicaciones imprecisas, salir de la casa y ponerse en marcha.
El cielo seguía aguantando, aunque no se había despejado ni un poco.

Una vez en el exterior a Kyoti no le fue difícil encontrar, y se puso en marcha por el terreno húmedo. A su alrededor varios sonidos indicaban presencia animal, aunque al buscar entre los árboles no acertaba a ver más que pájaros o ardillas, pero nada que resultase extraño para él. También se encontró por el camino con unas plantas de grandes bayas azules algo extrañas, rugosas, como con pequeñas púas, pero nada más que no supiese reconocer.

Al cabo de un rato caminando Kyoti se dio de frente, al pasar unos matorrales, con lo que parecía ser, efectivamente, la mina. La boca de esta, excavada directamente en una pared de piedra sólida, era poco más alta que él, y el descenso resultaba tan abrupto que cualquier traspiés podría hacer que se precipitase hacia abajo. Y no veía el fondo desde aquel punto.

Al dar el primer paso en la gruta Kyoti se encontró con que no solo era empinada, sino que, además, el suelo de piedra estaba resbaladizo por las lluvia, y a cada dos pasos que daba uno amenazaba con llevarlo al fondo de la cueva, pero de una forma mucho menos ortodoxa que caminando. No obstante, consiguió mantenerse en pie, pese a los resbalones, y la pendiente acabó dando paso a una recta, un pasillo largo y estrecho que lo guiaba hacia adelante. Quizás para alguien de su tamaño pudiese llegar a resultar algo asfixiante, pero lo cierto era que cabía perfectamente.

No llevaba mucho camino recorrido cuando la llama que llevaba en la mano iluminó la primera veta verde en las paredes. Al seguir avanzando la cantidad de verdor en estas iba aumentando, y al doblar una esquina hacia la izquierda se dio de frente con una zona en la que la roca oscura casi parecía haber desaparecido en favor de aquel material de tacto suave que llegaba a deshacerse en las manos si se apretaba con la suficiente fuerza.

Kyoti pronto se puso manos a la obra y pronto tenía un buen trozo de talco verde que, a falta de medio, podía llegar a pesar el kilo entero. Tras haberlo hecho, se dio media vuelta y comenzó a desandar la zona verde de la cueva, y allí lo vio: en el suelo, caminando con toda la tranquilidad, sin que hubiese nada más en el pasillo de roca, un caracol que parecía labrado sobre la misma. Tenía el tamaño de un gato pequeño, y se movía con suma pereza, dejando detrás de sí un rastro de arena.

Al ver el fuego pasaron un par de segundos antes de que detuviese por completo. Era una criatura extraña, tremendamente lenta y, desde luego, más grande que ningún caracol que Kyoti hubiese visto antes.

Lentamente el animal volvió hacia atrás sus antenas, centrando los ojos, que parecían hechos de barro como el resto de su cuerpo blando, en el guerrero.

Cuando Kyoti echó la mano al animal este se retrajo dentro de la concha. Estaba bien agarrado al suelo y le costó un poco arrancarlo, y nada más haberlo hecho se dio cuenta de que parte de la dificultad de levantarlo del suelo había sido el peso: el animal llegaría a superar los cinco kilos, pese a que su tamaño y aspecto generaban unas menores expectativas.
De momento el flamma no tenía problema para cargarlo, pero parecía que llevar tantas cosas se le iba a hacer complicado. Quizás tuviese que plantearse alguna forma cómoda de llevar todo lo que el hombre le había pedido.

Kyoti tiene que buscar un buen rato para dar con otro caracol. La angosta mina permite que alumbrando con su flagrare pueda ver en todas direcciones sin mucha dificultad, de modo que apenas hay zonas que queden en sombra.
El segundo que ve está en el techo, encogido, pasando desapercibido al primer vistazo, pareciendo un saliente más. Se encuentra a unos dos metros de altura. El flamma, con la suya, no debería tener mucho problema para alcanzar la rugosa concha adherida al techo.

Aquella vez Kyoti tuvo que tirar con fuerza para despegar al caracol del techo, ya que parecía agarrarse con especial esmero en una posición como aquella, y cuando su único y fuerte pie cedió el guerrero se golpeó con la concha en la cabeza y estuvo a punto de caerse por el retroceso. No obstante, aunque un poco dolorido por el golpe, no le fue difícil reemprender la marcha.
No al principio, al menos. Cuando llegó de nuevo a la pendiente que daba a la entada de la caverna, sin embargo, se encontró con que subir era una tarea todavía más compleja que bajar, y tuvo que hacer varios intentos fallidos, resbalando en el suelo húmedo y volviendo al fondo antes de poder asirse a ningún saliente. Al final, no obstante, logró encontrar la forma de salir al gris exterior, con las manos resecas de agarrarse a la roca, y desandó sus pasos para volver a la casa sin encontrar nada sorprendente por el camino, volviendo a cruzarse con aquel sospechoso árbol de bayas azules.

La casa estaba donde la primera vez, y la puerta, como en aquella ocasión, abierta si empujaba. no obstante no había, para entonces, sonidos viniendo del fondo ni ninguna otra señal de vida.

Kyoti no tardó en encontrarse con que no había nadie en casa, o al menos eso parecía, y con que estaba hablando solo. Tras esperar un par de minutos, sin tener bien claro cómo actuar, dio con unas jaulas en el sótano, en medio de los trastos, que tenían marcas de barro que coincidían un poco con la baba que desprendían los caracoles, y acabó por dejarlos allí y poner el talco en una mesa.

Si no había nadie allí, nadie que respondiese a sus preguntas, no tenía muchas formas de conseguir respuestas. Quizás la mejor idea era, entonces, marcharse de la casa a seguir con el encargo. Aunque, por otro lado, siempre podía dedicarse a, dado que parecía que estaba completamente vacía, echar un ojo al lugar.

Tras dejar allí todas las cosas Kyoti rebuscó un poco en busca de algún plano. Dio con un documento que representaba una versión simplificada del bosque, como el dibujo de un niño, que situaba algunas zonas, por lo que lo tomó y lo llevó con él. No indicaba caminos, pero sí direcciones, de alguna forma. Lo más cercano según aquello era el claro, en línea recta desde la casa, según el dibujo.

Tuvo que caminar más de diez minutos entre la vegetación antes de que los árboles empezasen a separarse, y para entonces las nubes comenzaban a descargar, haciendo su avance más húmedo y desagradable.
Cuando entró en el claro, finalmente, se encontró con una pared de frente. Era un lugar amplio, con escasez de hierba, como si algo hubiese aplanado el terreno. Por más que miró no halló las flores hasta que recorrió la pared: estaban en un saliente, a más de diez metros de altura, y la roca escarpada y la lluvia no facilitaban el acceso a ellas.