Habitación del pasillo

Observo a Rick mientras se desnuda, esperando, tranquila. Me yergo un poco cuando se gira, acercándome así para tomar lo que me tiende. Es un sobre abierto. Busco en el interior y doy con un retrato de una niña (no sé si está bien llamarla niña). Acabo por esbozar una sonrisa suave.

-Nadia, ¿no? -pregunto, esperando una confirmación-. Qué guapa. Se da un aire a ti, la verdad. Aunque no sé si un retrato es suficiente para asegurar algo así.

Lo miro un momento más antes de guardarlo y devolvérselo. Se me hace un poco extraño eso de mandar retratos. Creo que nunca lo he hecho. Aunque no es tan poco común, realmente. Es solo que no me gustan demasiado.

Asentí, esbozando yo mismo una sonrisa. Aquello sí me tranquilizaba.

-Nadia –repetí, frotándome la mejilla con el dorso de la mano un momento-. Claro que es guapa –añadí, ensanchando un poco la sonrisa-. Es la dama más guapa de todo Mithos-. Llegué a inclinarme un poco hacia ella para poder contemplar el retrato un instante, aunque fuese de refilón-. ¿Nos parecemos? –inquiricé-. Bueno, en el pelo y los ojos, quizás…

Recuperé el sobre cuando me lo devolvió y lo guardé de nuevo, antes de tumbarme finalmente en la cama. Me tapé con la sábana hasta el vientre, por decoro, y le dejé su espacio para que se moviese como quisiese, sin estirarme demasiado. Era su cama, al fin y al cabo, aunque fuese extraño porque no hacía tanto había sido mía.

-¿Y sabes qué más? –murmuré con tono de queja, volviendo el rostro hacia ella, frunciendo el ceño-. El médico me ha dado unas gafas porque dice que puede que vea un poco mal-. La miré un momento más, y noté cierto calor en la cara. Azorarme por aquello era casi más innoble que llevar cristales en los ojos…-. Qué sabrá…

Pero al menos podía sentir cómo la ira y frustración eran ya muy pequeñas.

Asiento, examinando un momento más el retrato, con el ceño levemente fruncido.

-Sí, bueno, en el pelo y en los ojos desde luego -concuerdo-. Pero no es solo en eso. Los rasgos, la forma de la cara... No sé, en general. ¿Nunca os lo han dicho?

Le devuelvo el retrato. Poco a poco se va deshaciendo de la incomodidad del encuentro con Gerald, por lo que parece, y procede a continuar con una conversación que no parece demasiado hilada. Yo escucho. Sigue siendo más agradable que hablar de Gerald, después de todo.

Lo miro con cierto aire de reproche. No me puedo creer que se ponga así por eso.

-¿Las has probado? -pregunto-. ¿No ves mejor con ellas?

Quizás sí. Quizás alguien hubiese dicho alguna vez que Nadia y yo nos parecíamos, aunque no mi padre, desde luego. Él era más de recordarme lo que nos diferenciaba, o de decir simplemente que debía mejorar por ella. Ser un buen ejemplo. Comportarme. Estudiar.
Muchas cosa…

-Puede ser –dije sin más, encogiéndome de hombros.

En cuanto a las gafas, lo había usado para liberar tensiones, pero ni siquiera la había hecho sonreír. Vaya un desastre. Tenía ganas de suspirar, pero no quería parecer un alma en pena.
Había cavado mi tumba, como solían decir…

-Un poco –terminé aceptando, girándome ligeramente hacia ella.

Cerré los ojos un momento para relajar la vista. Al final me sentía un poco aturdido por todo aquello.
Cuando los abrí de nuevo esbocé una sonrisa cansada. Bien pensado, ella estaba frente a mí, en el mismo cuarto, en la misma cama. Lo viese como lo viese, no había motivo alguno para pensar que las cosas iban mal.

Esbozo entonces una sonrisa algo incisiva, buscando picarlo.

-Entonces será que no te vienen mal -apostillo, mirándolo fijamente. Luego relajo el gesto, quitándole importancia-. [color:9e95=#ffxxff]No veo por qué ibas a rechazar algo que te ayuda. Cuanta más ventaja, mejor.

Acabo por abrir mi lado de la cama y me meto dentro, con un suspiro. Cuando me vuelvo a mirarlo, tiene los ojos cerrados, aunque no tarda en abrirlos. Es evidente que le ha sentado muy mal la vuelta de Gerald.

Con un dedo recorro el tabique de su nariz hacia abajo, y luego vuelvo a subir la mano hasta sus ojos y le bajo los párpados con suavidad. Tiene una cara graciosa.

-Te vendrá bien descansar -comento, sin más.

Visto de aquella forma era sencillo, también. Pero la imagen que daría a mis enemigos no acababa de convencerme. Y no quería imaginar, ya para colmo, que Gerald…
¡Qué demonios! Me daba igual. Había aprendido muchas cosas en aquellos últimos meses, o comprendido más bien, y no iba a avergonzarme por algo como aquello. Los hombres de verdad no se avergonzaban por cosas así.

-Es cierto…

De modo que asentí. Intentaría usarlas una vez al menos.

Ella entró en la cama. Cuando abrí los ojos de nuevo, me miraba. Seguí la trayectoria de su dedo hasta que no pude, y esbocé una sonrisa ante la inesperada caricia. Cuando rozó mis párpados, volví a cerrarlos, pero solo hasta que apartó la mano y habló.

Descansar, me vendría bien descansar. Lea tenía razón.
Sin embargo me acerqué, para besarla. Busqué su boca con una calma inusual. Aunque, por supuesto, al primer roce mi cuerpo ya quería acelerarse.

Y, por supuesto, da igual lo que le diga. Porque supongo que una cosa es que el motivo de su mudanza sea Gerald y otra cosa que vaya a desaprovechar la oportunidad. Después de todo, nos conocemos, ¿no? Tampoco es que me moleste. Realmente, me apetece.

Aún así, tras un primer roce aparto los labios, dejándolos fuera de su alcance, y lo miro un momento con una ceja alzada. Aunque aparentemente estoy seria, tengo un amago de sonrisa en la boca.

-Qué poca autoridad me das -recrimino, burlona.

No le doy tiempo a responder. Ya que nos conocemos, prefiero no correr riesgos. No me apetece aguantarlo hecho un ovillo en una esquina disculpándose por su propia osadía y todas esas cosas que le entran en la cabeza de vez en cuando. Tengo paciencia hasta cierto límite.

Arremeto, pues, con más energía, deslizándome sobre la cama, sin llegar a pegarme a él. Quiero verlo reaccionar.

Cuando se apartó me temí por un momento que aquello fuese un rechazo. No obstante, antes de que pudiese responder ocurrentemente a sus palabras ella se había lanzado de nuevo, así que se me olvidó lo que iba a decir, y enseguida respondí. Atrapé su boca, profundizando en ella, deslizando una mano hasta su cintura para introducirla bajo la tela, asirla, acariciarla. Por mi parte, para bien o para mal ya tenía poca ropa encima, por lo que la única barrera que tenía ante mí era su pijama, y sin embargo no era un hecho que de momento me importase. También disfrutaba deshaciéndome de las prendas, revelando el cuerpo.

Me aparté de sus labios por la comisura derecha, recorriendo la fina línea de su mandíbula hacia el cuello, mientras la mano libre se hundía entre mechones de su pelo, abriéndome camino con firmeza, rozándola con las yemas de los dedos en cuanto tenía ocasión. Accedí entonces a su yugular, aunque no mordí su cuello; fui ascendiendo por él, probándola, recorriéndola, estremeciéndome, hasta que alcancé el lóbulo de su oreja, que atrapé un momento entre los labios.
Aún me controlaba. Aún era dueño de mí mismo, aunque ella también lo fuese, de alguna forma.

La izquierda, para entonces, había alcanzado ya las costillas, y desde allí se deslizaba a su espalda, buscando seguir ascendiendo por su cuerpo en un tanteo, un reconocimiento. Porque aunque lo hubiese hecho antes deseaba continuamente repetir el recorrido por cada rincón de su cuerpo.

Pese a que parece dispuesto a tomárselo con calma, al mismo tiempo avanza con más firmeza de lo habitual. No da rodeos, no duda, no se lo piensa. Simplemente, sigue adelante. Es agradable, debo reconocer. Aunque sigo manteniendo el control y soy consciente de ello.

Con los ojos entrecerrados, me dejo recorrer el cuello, la mandíbula, entreabriendo la boca al sentirlo llegar junto a la oreja. Siento la mano en la espalda y la arqueo, formando una curva que recorrer.

Abro entonces los ojos y alzo una mano hacia su pecho, apoyándola con firmeza y empujándolo suavemente, más invitándolo que obligándolo a recostarse. Realmente, no tengo la fuerza para obligarlo, aunque sí los medios, supongo. Cuando accede, me deslizo un poco más hacia él, llegando a subir una pierna sobre su cuerpo, rodeándolo así.

Me acomodo sobre su vientre, alzándome sobre él, mirándolo desde arriba. No puedo evitar sentirme poderosa. Desciendo, entonces, primero a su boca y después a su cuello.

Cuando sentí su mano contra mí, empujando un poco, me permití el atrapar un instante la piel de su cuello, con suavidad, dejando un último contacto antes de separarme y tumbarme, como ella pedía. Luego la contemplé, mientras se acercaba, mientas me rodeaba con sus piernas, y aproveché el momento para tragar saliva, para tomar aire, porque quizás luego no pudiese.
A poca distancia de ella, por otro lado, la rigidez empezaba a notarse, aunque aquello no sería ningún problema. Acababa de comenzar, y aguantar, en aquel momento, no era un reto.

Correspondí cuando vino, con más intensidad, atrapando su labio interior entre los dientes, recorriendo su boca, devorándola pese a que me sentía a su merced. Y luego, mientras descendía a mi cuello y me estremecía, sintiéndola avanzar con la respiración algo más acelerada, mis dos manos descendían por sus costados y cintura, pasando introducirse bajo el pantalón, acariciando el comienzo del muslo y ascendiendo luego al trasero.

En los encuentros que había tenido con ella había aprendido que la timidez y el recato no tenían cabida, tras varias llamadas de atención por su parte. Y habían sido varias las veces que Lea había terminado arrastrando mi cabeza a donde consideraba que llegaba muy despacio.
Y aquello era ridículo teniendo en cuenta que no había ningún punto de su cuerpo al que desease llegar despacio.
Aunque, por supuesto, mi nobleza seguía conteniéndome. Pero de manera diferente.

Me alzo ligeramente, con lo que el hecho de introducir las manos bajo mi ropa se hace más evidente y claro. Vuelvo a bajar luego, asentándome y dejando que me toque sin pudor alguno. Parece, pese a todo, que no se decide a desnudarme. Es una lástima. Aunque ofrece otras opciones.

Alejándome de él y dejando de recorrerlo, me yergo una vez más, observándolo con la mirada fija. Con calma, casi con pereza, aunque los gestos no dejan de ser sugerentes, desabrocho primero un botón, el más alto, con lo que único que ocurre es que aumenta el escote. El segundo ya declara. Con el tercero, considero que es suficiente. Lo hago despacio, mirándolo mientras tanto, vigilando cómo reacciona y qué hace. Después, lo dejo estar. Le daré el placer de deshacerse del resto por sí mismo.

Desciendo de nuevo sobre él, esta vez directamente al pecho, que recorro con los labios, con la lengua juguetona, tanteándolo en roces sutiles y ascendentes. Cuando llego a la unión del cuello con el hombro aplico la boca, atrapando un trozo de carne, llegando a utilizar los dientes de forma suave. Como si no fuera consciente de ello, dejo descender ligeramente la cadera, acercándome manifiestamente a la suya, aunque sin alcanzarla.

Lo que llegó a suceder después de aquello me dejó sin aliento. Cuando se apartó dejé ir un jadeo, y la seguí con la mirada algo turbia, tratando de pensar qué haría ella, o qué podría hacer yo. Y de pronto una visión me detuvo, obligándome a contemplarla con más interés, como si el mundo se hubiese paralizado.
El primero de los botones fue lo de menos. La lentitud, el gesto, los movimientos de su cuerpo que parecían ensayados mientras lo hacía… Aquello fue lo que me arrancó el aire de los pulmones por un momento.

Porque no era el no haberla visto. Me provocaba de una forma que no comprendía, pero que tampoco esperaba comprender. Me bastaba con contemplarla.
No.
No me bastaba con contemplarla.

Cuando descendió sobre mí y empezó a recorrerme me estremecí, pero en mi cabeza seguía la imagen de aquel tercer botón, tentador, llamándome. Pero no fue hasta que sentí su cadera descender, hasta que sentí que, de hecho, difícilmente podría encontrar más dureza en mí que en aquel momento, que reaccioné por completo.

La tomé con suavidad, teniendo en cuenta el estado en el que me encontraba, y apoyándome en el codo derecho me las arreglé para darnos la vuelta, de forma que ella acabase con la espalda sobre la cama. Yo, apoyado sobre el costado, medio erguido, no la cargaba con mi peso, por supuesto.
¿Y a dónde habían ido las sábanas?

Descendí un instante a por su cuello, succionando, amagando mordiscos más fieros, pero aún controlados en algún punto, mientras la diestra, en su esternón descendía por ella, trazando una línea descendente. Y al llegar al primero de los botones abrochados procedió con algo de torpeza, tensa y agitada, deseando abarcarla por completo, pero obligada a ser precisa.
El primer botón fue difícil. Los otros no tanto.
Tras librarme del primero de ellos había ascendido, queriendo contemplar cómo su piel se liberaba, pero al segundo ya me había cansado de esperar, buscando la suave piel de su vientre, recorriéndola hacia arriba.
Cuando la zona comenzó a volverse más carnosa me estremecí. Desde allí traté de abarcar su piel, de probar cada centímetro que me fuese posible, dejando que la prenda abierta se deslizase por ella, me la mostrase. Pero, irremediablemente, acabé accediendo al pecho derecho, a su cima, ansioso.
Comencé con los labios, pero pronto la lengua le salió, también, al encuentro, probándolo.

La reacción llega a ser satisfactoria. Al principio se limita a tensiones, cuestión muy complaciente, pero luego llega incluso a la rebelión. Eso es menos habitual, pero no menos interesante. Incluso bajo él tengo poder, y lo sé.

Me mantengo seria, observando, expectante. Por supuesto, no puede evitar volver a los botones. Es fácil de leer, y por ello fácil de manejar. Me limito a esperar, sintiéndolo sobre mí, buscando mi piel bajo la ropa. Tengo la boca entreabierta, y aunque no llego a jadear, sí tengo la respiración algo más superficial.

Cuando veo que la tensión bulle hasta dominarlo es el momento en que, sin poder evitarlo, llega al punto deseado. A uno de ellos, al menos. Sin poder evitarlo, arqueo la espalda al sentirlo sobre mi pecho, ahogando un gemido y cerrando suavemente los ojos. Aprovecho ese momento para alzar una rodilla. Con el pie firmemente apoyado sobre la cama, puedo alzar mejor la cadera, de forma que aumento el contacto con la suya, sintiendo la dureza a través de la ropa. Dejo ir un jadeo suave.

Manteniendo la cadera ligeramente alzada contra él, llevo una mano a su cabeza, enredando los dedos en su pelo y alternando caricias y tirones al ritmo de su lengua sobre mi pecho. Poco a poco, la respiración se me acelera.

La sentía moverse, estremecerse, retorcerse, y aquello me hacía ansiarla más. Si aquello fuese posible.
La devoraba sin contenerme, atrapándola entre los labios, acariciándola con los dientes, succionando o simplemente repasando sus formas con la lengua. Me costaba ver lo que pasaba, y al mismo tiempo no veía otra cosa.
Y, por si la tensión de mi cuerpo no fuese suficiente, por si el calor no me consumiese ya, la sentí contra “mí”, incluso a través de la ropa, y no pude evitar un gemido aunque tuviese la boca ocupada en ella.

Comencé, pues, un suave movimiento, sin quererlo y ansiándolo, rozando ambos cuerpos. Y cómo sería hacerlo sin ropa si ya con ella aliviaba y a la vez tentaba tan sumamente mucho…
La derecha, bajo su cadera, la recorría y a la vez ayudaba aún más a alzarla, a facilitar aquel roce tan innoble que no quería contener.

De pronto me aparté de ella, jadeante, quedando de rodillas, contemplándola. Le di espacio para moverse ella misma, y en aquella posición más cómoda pude situar las manos en sus hombros para deslizar la camisa por ellos. Después, tras depositar un beso suave, húmedo, en su hombro izquierdo y dar una breve caricia con los labios y la nariz por el brazo en lo que bajaba, el objetivo eran sus pantalones, que deslicé aprovechando el descenso para acariciar sus piernas, para contemplarla.
Me estorbaba su ropa.
Podía seguir recorriéndola sin aquella barrera de por medio. Parecía, de hecho, una idea mucho más tentadora.

Comienza a moverse contra mí, de forma suave, un movimiento mínimo. Por el momento, no correspondo. Me limito a sentir el roce, manteniendo la cadera tensa, alzada, ayudada por la mano de él que me sostiene, pretendiendo, probablemente, acercarme más e incrementar el roce. Vuelvo a abrir los ojos, siguiendo sus movimientos.

Cuando se aparta, me incorporo ligeramente, quedando frente a él. Aún siento la respiración superficial, mientras lo observo actuar. Alzo ligeramente los hombros, recibiendo su caricia, cuando desliza sobre ellos mi camisa, dejándola sobre la cama. No da muchos rodeos antes de proceder con el pantalón, y lo ayudo alzando la cadera para ello.

Y, cuando se libera de mi ropa, actúo. No es un gesto especialmente rápido, pero sí firme. Me acerco a él con el cuerpo por delante, situándome prácticamente sobre él. Mi pecho llega a rozar el suyo mientras me acerco a besarlo. Pero no lo hago. Cuando ya los labios están a punto de rozar los suyos, cuando ya puedo sentir su aliento claramente contra el mí, aparto ligeramente la cara hacia atrás, con un amago de sonrisa juguetona. Repito un par de veces el gesto antes de, finalmente, conceder y atrapar su boca. Y es cuando lo hago que termino de apoyarme sobre sus piernas, contra su cadera.

Con su ayuda, desnudarla fue breve, y pronto tenía su cuerpo desnudo frente a mí para poder mirar allí donde desease. Parecía incluso como si pudiese, estirando los dedos, recorrer cualquier parte que quisiese. No obstante, ella se movió primero.
En unos segundos que se hicieron incluso largos la vi acercarse. La sentí contra mi pecho, suave, y me dejé ir muy levemente hacia ella para aumentar más la caricia de su acercamiento. Y cuando fueron sus labios los que me buscaron, cuando noté aquella gravedad atrayente que me llamaba a su boca y me acerqué para tomarla, ella se apartó. Me aturdió por un momento, pero me recuperé enseguida, viendo que volvía. La tensión crecía a medida que se aproximaba y, de nuevo, aquella vez, cuando ya sentía el cosquilleo, casi el desahogo, volvía a irse sin permitirme siquiera el rozarla.
Entonces la miré, dejando ir una sonrisa. Cuando vino por tercera vez, sin embargo, por mucha tensión que generase mi cuerpo aguardé a que ella me alcanzase antes de liberarla y corresponder con especial interés en aquella ocasión.

Respondí a la presión de su cuerpo alzando la cadera suavemente, aumentándola. Teniéndola sin ropa habían cambiado las tuernas, y en aquel momento ya era yo el más vestido, aunque no por demasiado. Sentía la opresión, la contención de mi cuerpo, asegurado tras la tela. Y lo único que podía realizar eran aquellos innobles roces, imaginando sin quererlo que ninguno llevaba ropa y que lo que hacía era adentrarme finalmente en ella.

La mano izquierda ascendió a su pecho mientras la devoraba, abarcándolo, acariciándolo. Sentía su largo cabello acariciando algunas zonas de mi piel. Y quería sentir más cosas de ella, sin embargo en aquella posición mi movilidad no era perfecta.

Abandoné sus labios, jadeante a aquellas alturas, e incliné un poco mi cuerpo hacia ella, empujándola suavemente con mi torso para que se reclinase hacia atrás. Una de mis manos, con la palma abierta en el centro de su espalda, la sostenía, descendiendo también poco a poco a medida que mi torso la acompañaba, invitándola a tumbarse. La otra, sobre el colchón, ofrecía la resistencia necesaria para que yo no acabase sobre ella, aprisionándola bajo mi peso.
Contemplarla de aquel modo, alzado, con ella tumbada y desnuda y con mi cuerpo entre sus piernas resultaba, de alguna forma, tentador.

Me dejo, finalmente, atrapar, correspondiendo a su boca tanto como al gesto de su cadera. Mi propia humedad transmite el calor entre ambos, mientras yo me acomodo sobre él, presionando, obviando la ropa.

Parece que hoy no le apetece someterse, como es habitual. Supongo que puedo concedérselo por esta vez. Entre otras cosas, supone un cambio, lo cual nunca está de más. Así pues, me dejo reclinar de nuevo sobre la cama. No voy sola, claro. Mantengo una mano en su pecho y la otra en su nuca, llamándolo a reclinarse sobre mí a medida que yo desciendo.

Cuando mi espalda toca las sábanas, sirviéndome de apoyo, mis piernas terminan de rodearlo. No me alzo de nuevo, sin embargo, contra su cadera. En lugar de ello, reclamo su boca, explorándola, mientras la mano sobre su pecho desciende en una superficial y rápida caricia. No tan rápida como para que se haga el gesto evidente, aunque lo es de todas formas.

Cuando introduzco la mano bajo lo que queda de su ropa lo hago con seguridad, en un gesto fluido. Al momento lo tengo en mi mano, completamente enhiesto. Mi primer movimiento es recorrerlo con la mano abierta, en una caricia, presionando ligeramente. Lo sujeto entonces, bajando la piel hasta tensarla, sin demasiada velocidad, controlando perfectamente el movimiento y continuándolo de la forma que sé más adecuada. Voy a hacerle perder la cabeza. Voy a hacerlo jadear contra mi boca hasta que no pueda soportarlo más, hasta que se vuelva brusco y rápido, hasta que se retuerza por la urgencia.

No se opuso, y yo podía proceder, dejándome llevar por mis deseos, acercándome a su piel guiado por ella. El calor que emanaba mi cuerpo en aquella situación no hubiese sido desagradable ni en el día más caluroso de mi vida, cuánto menos en aquel momento. En aquel momento sentía que si de verdad no abarcaba su cuerpo por completo, si no me pegaba lo suficiente a ella, el frío sería insoportable.

Correspondí a sus labios con ansia, y a su lengua, buscando tener también espacio en su boca para recorrerla, liberando entonces la mano que la había acompañado desde la espalda para acariciar su cuerpo, su cadera, su cintura, su pecho, su…
Me detuve apenas un segundo al sentirla descender, cuando ya iba por el vientre. Atrapé su labio superior, aunque concentrando gran parte de mi atención en aquella mano, cada vez más cercana. Y cuando al fin lo tocó me estremecí, simplemente. No obstante, a medida que se movía, que aliviaba la presión, comencé, sin quererlo, a moverme de nuevo, con innobleza, en un vaivén suave, lento, sin abandonar sus labios, dejando ir algún jadeo grave, con la respiración acelerada.

Había pensado en recorrerla un poco más, y entonces lo había olvidado. Solo me quedaba, entonces, la diestra que, libre descendió como pudo también, no supe decidir si en un desafío o en mi ansia por llegar a donde no podía llegar.
Busqué acariciarla entre las piernas, encontrando poco espacio para moverme, pero el suficiente para alcanzarla. También su humedad me arrancó un jadeo, y pronto comencé con una estimulación suave, más lenta que la suya, más superficial. Reconocía la zona, la exploraba, y al llegar a la entrada la tanteé, amagando con el dedo central, llegando a introducir la punta y sacándola luego para seguir con el recorrido.

La izquierda todavía aguantaba el peso de mi cuerpo. La cadera todavía buscaba a su mano, todavía despacio, pero en movimientos cada vez más amplios. Y la boca, cada vez más ansiosa, comenzando a desesperarse, aumentaba en ferocidad, casi en angustia, lo que buscaba de ella.

Incapaz de soportar mi ritmo, aumenta las caricias con su propio movimiento, incrementando el roce. Siento su ansia creciente tensar cada nervio de su cuerpo, mientras trata de buscar la forma de corresponder. Lucha contra mi boca con la propia, y su mano me recorre, alcanzando la altura de la mía. Dejo espacio, incitando a que inicie un mayor contacto a base de tentarlo con mis propios movimientos.

Sin embargo, sigue siendo lento. Explora, acaricia, llega a amagar una entrada, pero todo parece un simple estímulo, una caricia que no pretende detenerse. Supongo que eso implica que tendré que proceder yo misma.

Mantengo sujeto su labio inferior entre mis dientes y me alzo ligeramente, arqueando la espalda y levantando la cadera. Termino por abrir paso para él con un tirón a su ropa interior y, sin esperar su reacción, lo introduzco en mi interior con un movimiento ondulante, suficientemente lento como para poder sentir el gesto plenamente, suficientemente rápido como para que resulte firme.

Echo la cabeza hacia atrás, dejando ir un jadeo, y mi mano rodea su cadera para acceder a su nalga, sujetándola con firmeza. Ataco entonces, al tiempo, con boca y pelvis.

Todo parecía llevar a un punto. Y, sin embargo, cuando aquel llegó no me lo esperaba. Abrí los ojos, cerrados en aquel momento, y me aparté de sus labios para inspirar, hinchando el pecho, dejando ir un leve gemido. Mi mano, inservible ya en aquel lugar, se deslizó por su piel, ayudándola una vez más a mantener la cadera alzada, sosteniéndola. Y para cuando su boca me atrapó de nuevo mi cuerpo ya se movía sobre ella, a una velocidad considerable, en penetraciones amplias e intensas, que mi respiración irregular acompañaba, agitada.

Terminé por abandonar de nuevo su boca, a mi pesar, desviando la cabeza para apoyar la frente sobre la cama, accediendo a su cuello a ratos, mordiendo, succionando, y soltándolo otros, concentrándome en moverme, en tener aire, en controlar sus reacciones, que me impulsaban, y en seguirla, en aguantar, en prolongar al máximo las sensaciones que sentía en aquel momento.
Me guiaba por ella, al mismo tiempo, prestando atención a cada una de sus reacciones como podía, acomodando la postura, buscando la velocidad a la que mejor respondiese, aunque incapaz de bajarla demasiado.

Cuando hube recuperado algo de aliento me descubrí a mí mismo alzándome un poco para contemplarla. Aunque no era tan extraño: una mujer era bella en todas sus formas, y tener a Lea en una situación como aquella hacía que quisiese memorizar sus gestos y no olvidarlos nunca. Ni mil fantasías hubiesen igualado la visión de la realidad.
Aún a veces una parte de mí, en aquellos momentos, quería pedirle que, por favor, me pellizcase.

Por supuesto, en el momento en que tomo definitivamente las riendas, poniéndome finalmente en serio, reacciona rápidamente, tratando de aprovechar lo máximo posible la situación. Pronto me queda clara su urgencia, evidente en el ánimo de sus gestos, y lo rodeo con mi propio cuerpo, regalándole en cada embestida un jadeo que, por su posición, acaricia directamente su oído.

Cuando se alza, lo miro fijamente. Imagino mi aspecto en este momento. Desnuda, despeinada, con las mejillas enrojecidas y los labios entreabiertos, secándose por el aire, mientras el pecho sube y baja por los jadeos y el cuerpo se ondula con cada embestida. Me imagino también el efecto de todo esto en él. O, más bien, puedo verlo. Mantengo la cadera alzada, tensándola para recibirlo cada vez, siguiendo su ritmo. Acabo por cerrar los ojos, apretando las sábanas en un puño, respondiendo cada vez, de forma más y más profunda.

Pese a todo, una parte de mí lamenta que no haya ropa con la que sujetarlo. Llego, pese a todo, a alzar un brazo, reclamando que baje de nuevo. Me gusta más sentir el calor que le provoco.

Su aspecto resultaba… No sabía expresarlo, de alguna forma. Quizás la mejor forma de explicarlo era pensar que cuando quisiese denominar alguna situación como magnífica me remitiría a aquella en mi pensamiento. Si aquello que veía, si su cuerpo, si su expresión, si ella…, si todo aquello hubiese sido una palabra, entonces aquella hubiese sido, sin duda, mi palabra favorita.

Jadeante, no me detuve, llegando a apretar los dientes un instante. Cuando percibí su movimiento bajé a ella, entonces, besándola de nuevo, apartándome un par de centímetros con su labio inferior entre los dientes, clavando los ojos en los suyos a aquella distancia.
Que por cierto, sí veía algo borrosos… Pero eran preciosos de todas formas.

Las embestidas se hacían algo más cortas, ganando velocidad, ímpetu. Notaba el fino sudor ya en el pecho, en el cuello, en la nuca. A veces, sin poder evitarlo, dejaba ir un jadeo con algo de voz, con un rastro grave de gemido, y el vientre se mantenía tenso, aguantando el esfuerzo de mi cuerpo, que parecía insuficiente.

-Jod…-. Apreté los dientes, conteniendo el final de la miserable palabra.

¿Acaso había llegado a un nivel tan innoble que se me olvidaba el decoro? ¿Dónde estaba mi educación?
Pero solo con sentir el aire que exhalaba contra mis labios me daba cuenta de que incluso con aquello seguía mereciendo la pena.

Cuando vuelve a bajar me aferro a él con fuerza, sintiendo la tensión en todo mi cuerpo, a base del esfuerzo de lidiar con las oleadas de placer. Dejo ir la voz cada vez más claramente, hasta el punto de llegar a pensar si no se me estará escapando. Siento su urgencia en el aumento de ritmo, en la tensión de su cuerpo sobre el mío, embistiendo cada vez, arrastrándome.

Creo que llego a ser perfectamente audible. Tampoco me importa, si es lo que el cuerpo me pide. Mi garganta libera la tensión que mi cuerpo acumula, aunque no llega a ser suficiente. Mi cadera, en un intento por acompañarla, lo recibe también en embestidas.

El hecho de apoyarme en él me da una mayor movilidad. Tiene más fuerza que yo, y su tensión actual le da una buena base de equilibrio. Me aprovecho de ella para alzarme, atacando su cuello en gestos algo agresivos, alzándome hasta alcanzar su oído. Reúno, entonces, tanto aire como puedo para hablar, aunque mi voz sigue sonando entrecortada.

-¿Cuánto vas a poder aguantar todo ese placer en tu cuerpo?

Escucharla. Aquel no era más que uno de los muchos placeres que se juntaban en mi cabeza y en mi cuerpo en aquel momento. Verla era increíble, y también lo era escucharla, y sentir su calor contra mí. Su sabor me invitaba a probarla de nuevo cada vez que podía, entre jadeo y jadeo, e incluso su olor resultaba dulce y estimulante. Ninguno de mis sentidos se quejaba, pues, de la joven.
Y como para hacerlo.

Me movía con una decisión primaria, estremeciéndome al sentirla en mi cuello, ascendiendo, cerrando los ojos un instante para ser capaz de contener la presión que cada vez era más insistente, alzando algo el mentón para permitirle avanzar con mayor facilidad.
Entreabrí los ojos, sin embargo, al sentirla junto a mi oído. Sus palabras me parecieron sumamente lentas. Poco a poco se ordenaban, cobraban un sentido, y cuando terminó aquella frase sentí  como una especie de excitante latigazo recorriéndome, un estremecimiento innoble, al tiempo que los ojos se me abrían y apretaba la mandíbula. Dejé ir un jadeo, se me escapó un gemido, y apuré un poco más la marcha, al máximo de pronto, notando cómo el cuerpo dejaba de escucharme y me desobedecía. Intenté recuperar el control, pero no me fue posible. Apreté su nalga con la mano, en un intento por no frenar las últimas embestidas, por darles toda la intensidad posible, sintiendo cómo cada vez me era más complicado controlar los movimientos.
Terminé con varios movimientos de cadera más secos, más profundos, acompañados de una respiración irregular. Cuando finalmente, pegado a ella, conseguí recuperar algo de aliento, la miré.
Me tomé un par de segundos para respirar, para contemplarla, para volver a la realidad en la que me encontraba.

-Me desconcentré… -murmuré entonces, con la voz algo tomada, no como queja o disculpa, sino como explicación entrecortada de lo que había pasado.

Decir algo como aquello en un momento crucial… Toda mi contención se había ido innoblemente abajo con aquellas simples palabras.
Y para nada simples… No cualquier mujer pronunciaba encantamientos como aquel al oído de un hombre.

Esperaba algún efecto, desde luego, pero la repentina firmeza me toma en cierto modo por sorpresa. Me tenso aún más, de golpe, al sentir los golpes repentinamente rápidos de su cuerpo contra el mío, el ritmo ya no creciente por no poder acelerarse más. Siento su mano sujetarme con fuerza, bloqueándome contra él, y me oigo jadear de forma especialmente significativa.

Ya no me muevo. Me he quedado completamente quieta, dejando todo en sus manos, limitándome a mantenerme aferrada a él, manteniéndolo dentro de mí. Antes de que pueda ser consciente de ello del todo, me deshago en oleadas, quizá debería decir en convulsiones, con el cuerpo en máxima tensión y los dedos clavados en su espalda sin cuidado.

Y, prácticamente al momento siguiente, o quizás incluso en el mismo momento, siento sus embestidas llegar a su fin, en movimientos que me hacen estremecerme por la repentina sensibilidad de mi cuerpo, que hasta entonces se contenía.

Para cuando todo ha finalizado, mi respiración sigue siendo sonora, con la voz escapando con cada espiración. Siento un escalofrío recorrerme mientras me dejo caer en la cama, con los ojos cerrados y el gesto serio.

Niego a sus palabras.

-Eso querrías -replico, aún con la voz entrecortada-. Yo te desconcentré.

Lo obligo a bajar sobre mí de nuevo. Necesito sentir algo de calor o me quedaré helada.