Claustro.

Lyam asintió, sin saber qué decir, al escuchar las palabras del piscis. Que fuese la segunda persona con la que hablaba no le sorprendía demasiado: él llevaba semanas sin hablar prácticamente con nadie (tampoco se molestaba en buscar a nadie, todo había que decirlo). Tal vez los guerreros estuviesen de misiones, ni lo sabía ni le importaba demasiado, pero eso explicaría los poco encuentros que el piscis había tenido desde su llegada.

—Bueno. Seguro que te encuentras con alguien pronto —respondió, encogiéndose un poco de hombros. Luego, al escuchar las palabras que hacían referencia al ave, el chrysos observó al animal, frunciendo un poco el ceño. No le gustaban los animales. Nunca le habían gustado y nunca le gustarían—. Encantado... Dardo —murmuró, de todas formas.

Apartó la vista entonces, y suspiró. Echó un rápido vistazo al cielo. Luego volvió a mirar al piscis, con gesto algo confuso. Lyam sabía pocas cosas de todo en general, pero no sabía hasta qué punto era realmente posible lo que decía el piscis. Concluyó que probablemente fuese una exageración, y durante un segundo se sintió estúpido por haber pensado lo contrario.

—Últimamente estoy teniendo bastante suerte con los resfriados, así que. —Se encogió de hombros—. A ver si continúa.

Suspiró de nuevo.

—En fin. Como ya dije, yo me iba a ir, así que. Buenas noches. Disfruta con la nieve y ya nos veremos.

No dijo mucho más, y pronto abandonó el claustro.

*se va*

Johan despide a Lyam con su ánimo normal, tranquilo, con una sonrisa pero sin entusiasmo. Tiende a ser apacible. Tras desearle que siga teniendo esa suerte con los resfriados, entonces, se queda solo. Y se da cuenta de lo útil que era el chrysos para darle luz. Porque, desde luego, puede decirse que Johan no tiene una gran visión nocturna, ni muchas formas de enfrentarse a la noche. Al menos la nieve es blanca, piensa, y le resulta fácil distinguirla con las luces que vienen desde dentro.

Se pone, pues, manos a la obra. Dardo, acomodada en su cabeza, se encuentra tranquila en un estado de duermevela, con las garras bien aferradas al pelo. Y Johan amontona más nieve para darle la característica forma de tres bolas apiladas al muñeco que planea hacer.
Trabaja afanado y concentrado, con el pitillo en la oreja y silbando una cancioncilla que se convierte en vaho.
Como tiene las manos desnudas, ya ni las siente. Y tampoco la nariz, que está enrojecida. O eso supone él, porque es lo que se dice, ya que él de rojo no le ha visto nada nunca.

Corbin iba descalzo. Tampoco llevaba una ropa especialmente abrigada, sino más bien ligera, una que le permitía movimientos cómodos. Y así salió al claustro, pisando la nieve como si no la sintiera. No era una mala práctica, pero descubrió que sentía más el frío de lo que esperaba. La comodidad de Brontë lo desacostumbraba a las situaciones a las que debía aprender a enfrentarse, y debía recordárselo a sí mismo todo el tiempo.

No tenía intención de hacer más que unos ejercicios, sobre y bajo la nieve. Un entrenamiento suave, empezando por un pequeño calentamiento que le hiciera olvidar el frío que lo rodeaba. O, quizás, más que olvidarlo, controlarlo.

Pero nada más salir al claustro reparó en la figura que allí estaba, apoyada contra el muro. Corbin la miró un momento, ralentizando sus movimientos y ejercicios, aunque sin detenerlos.

-Buenas noches -murmuró.

Corbin se la quedó mirando con gesto serio, mientras continuaba con sus movimientos, suaves, calculados, pero que en otras velocidades podrían ser más que dañinos. Al cabo de un rato, creyó comprender y asintió, pensativo.

-Todo está en orden -respondió, seguro-. ¿Y a ti?

Corbin pensaba ir a verla en algún momento, pero ese momento no había llegado todavía. Buscaba de ella nuevos elementos que añadir a su equipamiento, pero para eso debía dar antes con los materiales y decidir qué quería exactamente.

Corbin avanzaba un puño, un paso, un puño, un paso. Poco a poco, iba dejando tras de sí un rastro de nieve pisoteada de manera un tanto particular, como particulares eran sus movimientos. Se mantenía serio, concentrado en ellos.

Pero, aún así, accedió a conversar. Y asintió al comentario de Anna.

-Quizá eso mejore tu situación -apuntó-. Y quizás nos encontremos. Yo también espero ir a Aqua próximamente.

Aunque no sabía cuándo sucedería aquello. Corbin había ofrecido sus servicios y esperaba las órdenes pertinentes. Sabía que muchas veces era necesaria la paciencia.

Corbin se encogió de hombros, sin detenerse todavía. Cada vez le resultaba más sencillo moverse en la nieve, desde luego. Útil para su viaje a Aqua.

-En efecto, esto no es más que una muestra de lo que puede ser el invierno -coincidió, serio-. Pero no deja de ser una ayuda. Hay que estar preparados.

A su pregunta, negó. Corbin no era partidario de enfrentarse a la naturaleza. Era mejor adaptarse a ella y utilizarla a su favor. Y la nieve no le había hecho nada que mereciera su ira y su fuerza de combate, ni nadie le había encargado luchar contra ella.

-Es para enfrentarse al enemigo en la nieve -puntualizó-. Para volver el terreno a mi favor.

A ella tampoco le vendría mal ejercitarse. A Corbin no le daba la sensación de que fuera muy hábil.

Era curioso ver aquellos movimientos que eran a la vez tan firmes y tan delicados. Eran lentos, desde luego, pero Corbin no estaba entrenando su velocidad en aquel momento. Lo cual no quería decir que no debiera hacerlo, como se recordó a sí mismo una vez de tantas.

-Siempre hay que estar preparado -asintió, seguro.

Su compañera no tardó en retirarse, lo que singificaba que pronto tendría el claustro entero para él. Corbin la despidió con la misma actitud que había mantenido todo el tiempo.

-El descanso también es parte del entrenamiento -opinó, sin detener el suyo-. Igualmente. Buenas noches.

Una vez ella se hubo marchado, Corbin siguió dedicándose a su tarea. Los puños y las patadas eran firmes y precisos, pero no veloces. Corbin sabía que su precisión disminuía cuando aumentaba su velocidad. Por eso debía acostumbrar a su cuerpo a entender qué movimientos eran los correctos. Después podría añadir aquella velocidad que tanta falta le hacía.

Tras su tiempo de entrenamiento, se retiró al interior del palacio.

*Se va*

La nieve seguía, incansable. De todas formas, mientras uno se mantuviera cerca del pasillo, junto a la luz, no resultaba demasiado desagradable. Servía para despejarse un poco, y no llegaba al interior del palacio.

Habían sido dos días extraños, después de semejante encuentro. Al menos, parecía que todo estaba en orden. Era bueno saberlo. Personalmente, tenía mucho interés en encargarme de aquel tema también. Probablemente, los yetis hubieran llamado la atención lo suficiente para crear un buen número de voluntarios para encargarse de aquella organización. Yo, por mi parte, prefería seguir investigando mi pequeña organización de hombres metálicos.

Aunque todavía no había vuelto a tener noticias de las altas esferas.

*Se queda*

Dardo quiere estirar las alas, pese a la hora que es, por lo que Johan la lleva al claustro a que salga un poco. Una vez ahí, tras haberla dejado libre, se fija en la segunda figura, y no puede sino pensar en lo irónico que es que, de nuevo, se encuentren en un lugar como ese. Coincidencias hay siempre, claro.

Evitando acercarse al hombre en primer lugar baja a la zona nevada para, echando un vistazo al cielo, buscar sin éxito a su hermana, que lo sobrevuela. O al menos debería hacerlo.

Con tranquilidad saca el tabaco del bolsillo, y mira entonces al hombre, a varios metros de distancia, dirigiéndose a él por primera vez.

-¿Fumas? -le pregunta, ofreciéndole un cigarro.

Vi llegar a Drago con su pajarraco, pero al parecer, no me había visto. De todas formas parecía de lo más entretenido, así que mejor no molestar. Sí saludé, sin embargo, cuando se volvió hacia mí, con una inclinación de cabeza.

-Buenas noches.

A su ofrecimiento dudé un instante, pero acabé por aceptar. Si me lo ponía tan al alcance, ¿por qué no?

-Alguna vez -respondí, al tiempo que cogía el cigarro-. Pero no llevo fuego.

Aunque pudiera parecer lo contrario.

Cuando responde afirmativamente Johan sonríe y se acerca un poco para alcanzarle el cigarro. ¿No lleva fuego? Eso sí que es divertido. Acaba de confundirlo un poco.

-No pasa nada -le dice, sacando una caja de cerillas del bolsillo y mostrándosela con gesto triunfal, llevándose él mismo un cigarro a los labios. Enciende una cerilla y ofrece el fuego al otro antes de encargarse de su pitillo-. Uno tiene que estar preparado. El fuego no solo sirve para estas cosas. Una vez tuve que operar a un crío con una navaja y quemando el filo pudimos evitar la infección-. Se encoge de hombros-. Bueno, quizás no se hubiese infectado de todos modos, pero por prevención...

Da una honda calada y la mantiene un rato en los pulmones, echando un vistazo al paisaje antes de echarla.

Acepté el fuego de la cerilla para prender mi propio cigarro, aspirando el humo. Hacía mucho tiempo de la última vez, la verdad. Más del que parecía. No sentaba mal, aunque no fuera un tabaco maravilloso. No iba a poner pegas.

A mí me iba a explicar para qué servía el fuego. Una cosa era que pasara por alto mi aspecto, pero entendería por lo menos mi procedencia, imaginaba.

-¿Eres médico? -pregunté, por darle coba.

Mientras hablaba, dejé ir el humo, que se mezclaba con el vapor, haciéndose denso en el aire.

Johan alza las cejas cuando él le pregunta eso. No tarda en negar: no quiere meterse en problemas por mentiras tan excesivas.

-Enfermero -explica-, o algo parecido. No tengo estudios, pero qué mayor estudio hay que la vida. Me he tenido que enfrentar a muchas dolencias, propias y ajenas, y al final te queda la experiencia de un corte aquí, unas puntadas allá-. Se encoge de hombros y da una nueva calada, con una sonrisa divertida-. ¿Qué hacías tú antes de venir? No parece que fueses un artista ambulante -comenta, entretenido, mirándolo de reojo.

Vamos, un viva la vida. Me preguntaba entre qué puntada y corte habría encontrado al pajarraco. No parecía la clase de mascota de un enfermero entrenado por la experiencia. Lo que más claro tenía, en cualquiera de los casos, era que me convenía alejarme de sus habilidades curativas mientras tuviera oportunidad. Prefería un médico con estudios que uno que me abriera con una navaja quemada.

Negué. Pero qué tipo más espabilado, qué capaciad para calarme a la primera.

-Soy terrateniente -expliqué, sin dar mayores detalles-. Desde que se han puesto a mi nombre, me he dedicado a la administración de tierras. Es el negocio familiar.

Aunque si mi señora madre me oía expresarlo de aquella manera, estaba seguro de que se le pararía el corazón. Menuda ofensa.

Terrateniente.
Johan no puede evitar un silbido de admiración ante una confesión como esa. ¿Es siquiera una profesión? No lo tiene muy claro, pero él, en lo personal, diría que no lo es.

-"Negocio familiar"... -comenta, con tono entretenido, negando para sí un par de veces-. Suena a un buen negocio. Un negocio próspero-. Da una nueva calada, convencido de que lo es, pero pregunta de todas formas-. ¿Es un negocio próspero? Hacerlo mal podría significar la ruina, supongo. También es una gran responsabilidad, imagino.

Lo mira de reojo. A él no le gustaría hacer algo así, opina Johan. Es demasiado atado para alguien como él. Para empezar, no le gusta tener cosas "a su nombre".

No me gustaba demasiado el tono, aunque no habría sabido decir cuál era el motivo. De todas formas, asentí mientras me llevaba el cigarro a los labios, aspirando de nuevo. El humo era suave, y evidentemente el tabaco no era ignita. El tabaco ignita era mucho más fuerte. De todas formas, no me asqueaba.

-Ha sido más próspero en otros tiempos -reconocí. No me importaba hablar de mis ganancias, aunque no veía dónde estaba su derecho a preguntar por ellas-. De todas formas, al tratarse de un negocio familiar y no personal tiene una estructura muy asentada. Sería difícil que nos llevase a la ruina, incluso en malos tiempos.

Me encogí de hombros de esa manera particular que tenía. Por más que me hubiera librado de las alas, había gestos que todavía hablaban de que las había llevado a la espalda.

-Todo trabajo requiere una gran responsabilidad -repliqué-. A mí me parece que encargarse de la vida de un niño a golpe de navaja, desinfectada o no, es una responsabilidad mayor.

Diciéndolo como lo dice, parece que tiene las espaldas cubiertas. Johan no ha dudado de ello nunca, claro. La pregunta legítima es, entonces, qué hace ese hombre en Brontë, luchando, en vez de encargarse de un trabajo como ese que nunca lo dejará sin un medio de vida.

-Es una suerte entonces -admite con un leve cabeceo.

Exhala una última bocanada de humo antes de tirar la colilla al suelo y pisarla. Le gusta el sonido de la brasa al apagarse contra la nieve.

-Para cada uno las cosas importantes son distintas-. Se encoge de hombros, con una sonrisa calmada-. Hay muchos que preferirían salvar su fortuna que a ese niño insignificante. Ni siquiera sé su nombre, pero quizás esté robando carteras ahora mismo. No me arrepiento, de todas formas, de haberlo salvado.

Lo mira, como si lo que hubiese lanzado al aire hubiese sido una pregunta.

Dardo aparece de pronto, bajando en picado y aleteando antes de llegar al suelo para ir a posarse en el brazo de Johan alza. Tras acariciarla un momento le ofrece un trozo de carne.

Desde luego, era poco sutil. Y un evidente defensor del pueblo. No iba a impresionarme con eso. Quizá me hubiera confundido con mi señora madre. Podía imaginarme su respuesta digna a semejante comentario. Yo, por mi parte, repetí mi encogimiento de hombros, aún disfrutando del cigarro, que consumía más despacio que él.

-Mientras esté vivo, poco importa lo que esté haciendo -repuse, quitándole importancia.

Le mantuve aquella mirada inquisitiva sin inmutarme. Pronto nos vimos interrumpidos por el pajarraco, de todas formas, que había vuelto a aparecer. O quizás debería llamarlo pollo. Para ser un ave de presa, dudaba que pudiera cazar piezas de tamaño valorable. Parecía más bien un ratonero.

No podía decir que las aves tuvieran un gran interés para mí. Implicaban detalles un tanto escabrosos.

Johan sonríe con la tranquilidad de siempre. Se permite asentir.

-Así lo veo yo. No hay que dar a las cosas más importancia de la que tienen -le dice, encogiéndose de hombros con sencillez.

Dardo se pasea por su brazo con tranquilidad. En un momento se le sube a la cabeza, con un aleteo, y a ratos mira a Cierzo, aunque con menos interés del que Johan suele poner en las cosas, que ya no es demasiado.

-Parece que ya ha estirado las alas -le dice, aunque sea evidente-. Ya nos veremos en otra ocasión. Un placer haber intercambiado palabras contigo.

Un gesto de despedida y se da la vuelta para entrar sin volverse otra vez. Tampoco tiene motivos para prolongar una despedida así mucho más de lo necesario. Aún le quedan cosas entretenidas que hacer antes de acabar el día.
Algunas.

Parecía que no me había entendido, pero a mí no me apetecía corregirlo. Después de todo, ni yo tenía el interés ni él parecía tenerlo tampoco. Así que me limité a asentir, dejando estar el tema, limitándome al cigarro.

Por lo visto, lo importante era tener contento al emplumado, así que no tardó en despedirse. Volví a hacer una inclinación de cabeza cuando se alejó.

-Ya nos veremos -respondí.

Permanecí un rato más en el claustro, terminando el cigarro. Después, lo apagué contra el muro de piedra y entré al palacio por otro pasillo.

*Se va*