Lago

El lago, ese lugar donde correr mucho en terreno blando.

Me acerco a la orilla y suelto las correas de mi pecho para dejar caer la katana al suelo. Menos mal que la funda es dura, porque con el cuidado que tengo se me va a partir un día de estos y verás que risa.

El extraño sueño que he tenido me ha puesto un poco irascible, así que tengo que relajarme un rato, distraerme.

Muevo el cuello a un lado y otro mientras doy saltos soltando todo el cuerpo. Espabila, espabila, espabila... Me bajo los tirantes y me saco la camisa para dejarla al lado de la katana. Necesitaba otra como esa, tsk. Miro a los lados para ver que no hay señoritas vergonzosas cerca y me saco los pantalones para luego sacarme los calzoncillos y dejarlos junto a la camisa. Si las botas fuesen más sencillas de desatar tardaría menos... Vuelvo a ponerme los pantalones dejando caer los tirantes y me calzo. Luego libero la funda de la katana de las correas y cuelgo estas en un árbol cercano. Extiendo la camisa y los gallumbos en la hierba y voy en busca de piedras de un buen tamaño para ponerlas sobre ambas prendas.
Una vez las veo suficientemente cargadas, las cierro como puedo en un par de hatillos y los uno a los extremos de la katana enfundada, dejándolo todo en el suelo por el momento.

Acabo de levantarme, así que será mejor que espabile el cuerpo o no podré sacarme partido.

Comienzo a hacer sentadillas. Primero con las piernas bastante abiertas, levantando los brazos al subir y bajándolos cuando me acuclillo para tocar el suelo con las puntas de los dedos. Hago treinta o cuarenta y cierro un poco más las piernas. Así hasta que acabo haciendo sentadillas con las piernas juntas y la espalda siempre lo más recta posible. Cuando empiezo a notar tirones en los cuádriceps sé que es suficiente.

Ahora los brazos. Para eso prefiero pasar ahora de memeces y me tiro al suelo para hacer flexiones al ritmo de los gritos del sargento en mi cabeza. Uno, dos, tres... Cuando llevo treinta empiezo a dar una palmada en medio de cada flexión. Cuando empiezo a notar el sudor por la espalda intento impulsarme de forma que mi tronco vaya lo más arriba posible haciendo que pueda dar dos palmadas. En cuanto creo que es suficiente me detengo y me mantengo sobre los brazos durante unos segundos. Finalmente me dejo caer al suelo, tomo aire, ruedo para ponerme boca arriba y me levanto de un salto, retrayendo las piernas hasta la altura de la cabeza e impulsándome para ponerme en pie con la fuerza de los abdominales bajos y los muslos. Ya estoy listo.

Me toca centrarme en la resistencia, pues Vatra ha puesto de manifiesto que es mi punto débil y tiene razón. Me llevo a los hombros el hatillo y lo cargo hasta el margen del lago, donde llega lo suficiente el agua como para mantener la tierra tierna.

Comienzo a caminar con pasos firmes, notando cómo las piernas van luchando por moverse al ser enterradas por el peso y por la tierra blanda. Cuando llevo un rato acostumbrándome, empieza lo bueno.

Miro con una sonrisa irritada cómo el fin del margen del lago apenas se aprecia a lo lejos. Ida y vuelta, como poco. Echo a correr todo lo que mi cuerpo me permite en tales circunstancias, luchando contra la resistencia que la gravedad del peso y el suelo blando oponen a mis movimientos. Noto el sudor por todo el cuerpo, pero ahora no es ni cálido ni agradable, sino que viene acompañado de calor abrasador, dolor muscular y fatiga. Así debe ser. Con los ojos encendidos y fijos en el camino que tengo delante, continúo corriendo hasta que no me quede el más mínimo aliento.

[...]

Tras llegar al margen del lago y volver al punto donde había empezado, mis músculos estaban bastante doloridos. Sin embargo, todavía continúo hasta el margen opuesto del lago, donde el río comienza. Noto cómo el sueño podría darme en cualquier momento, pero trato de controlar la respiración para oxigenarme. Un entrenamiento militar no trata solo de pegarte con tus compañeros. Los trucos de respiración me alivian parcialmente y mi cabezonería me impide detenerme hasta acabar reventado.

[...]

No sé cuánto tiempo llevo haciendo esto, pero a medida que el tiempo pasa mis pasos son cada vez más lentos, aunque continúo, continúo sin fin. Un militar que se precie cómo no iba a hacer algo tan sencillo... No tengo ni idea de qué hora es, pero da igual, hace ya rato que he apagado los ojos a causa del cansancio. Cuando las piernas me tiemblan tanto que acabo por estamparme la cara contra la tierna tierra del lago asumo, al fin, que no puedo más. Giro la cabeza, con los ojos cerrados, para tomar aire mientras el agua del lago me enfría por completo. Creo que no me moveré en un rato, los brazos también los tengo temblorosos y doloridos por mantenerlos tanto tiempo en la misma posición. La katana me pesa sobre las cervicales, pero no tengo fuerzas ni ganas para sacarla de ahí.

Al cabo de un rato consigo recuperarme lo suficiente como para apartar la katana y deshacer los hatillos y me quedo arrodillado en la orilla del lago, mojándome más los pantalones mientras miro al cielo tratando de respirar con más calma. Creo que volvería a dormirme aquí mismo.
Miro la luna llena como si esperase que me dedicara unas palabras o algo. Qué oportuna, me pregunto si será casualidad.

Me planteo un momento mi situación y recalco que este tipo de cosas no son demasiado sanas pero al final, ¿qué más da lo sano? Estoy tan cansado que ahora nada me importa demasiado. Al final eso es lo que hay aquí dentro, ¿no? Una total indiferencia. Eso hubo y eso habrá.

Me levanto al rato, moviéndome de forma lenta y patosa. Recojo mis cosas y me voy.

Cuando ambos llegaron al lago, Barthemius realizó un conjuro con el que un par de bolas de luz comenzaron a rodearlos, permitiéndoles ver el espacio a su alrededor. Miró al piscis un momento para indicarle que lo siguiese y echó a caminar hacia la orilla.

Una vez frente al lago, ambos permanecieron en silencio y entonces Barthemius sacó de su bolsillo una pequeña ocarina que apenas ocupaba la palma de su mano. Se la mostró al piscis y luego comenzó a tocar una canción dulce y melodiosa que parecía no tener ninguna repercusión sobre el ambiente.

Sin embargo, en cuanto el hombre dejó de tocar, se generaron unos segundos de silencio y tensión y fue entonces cuando una enorme carpa salió del lago dando un gran salto, iluminada parcialmente por la luz que brotaba del conjuro. El claritas señaló al animal y luego miró a Silvanus, mostrando una levísima sonrisa apenas perceptible. Entonces volvió a tocar y a cada pausa de su música el animal volvía a dejarse ver sobre el agua en un compás de reclamo-respuesta.

Barthemius no hizo ningún otro gesto al respecto de la sorpresa e ilusión del chico. No obstante, algo en él brilló un poco más que de costumbre. Se quedó mirando a la carpa mientras continuaba tocando y vio en ella una libertad innata, a pesar de estar gobernada por las órdenes de un instrumento. Había cuidado de aquel animal desde que su amo se lo había cedido el día que el piscis se lo regaló y ahora era una enorme carpa que vivía en el lago de Brontë.

Al poco detuvo la música y dejó que su amigo descansara, pero antes de que pudiese guardar la pequeña ocarina, el piscis saltó sobre él de nuevo, abrazándolo como antes. Barthemius abrió ligeramente los ojos esta vez, pero dejó que hiciera de nuevo para al fin acabar por guardar su pequeño instrumento.


Luego agarró la mano del piscis y la llevó hasta el agua, de modo que, sobre la superficie del lago, pudo verse un ligero movimiento que indicaba la presencia del animal. Miró a Silvanus y finalmente lo soltó para recuperar su posición erguida. Había cumplido su cometido.

Ahora había completado sus tareas pendientes así que solo quedaba devolver al muchacho a su lugar de encuentro o donde él le pidiese. Esperó frente a él, tendiéndole el brazo como indicador de partida.