Observatorio.

Parecía que le pillaba rápido el ritmo, y en seguida se estaba manejando como si fuera la cosa más simple del mundo. A pesar de que parte del trabajo ya lo había hecho yo antes, me sorprendía su facilidad para captarlo y su habilidad con el telescopio. Empecé a preguntarme si de verdad nunca había usado uno o si, sencillamente, hacía mucho que no lo hacía y lo que me pedía era que se lo recordara. La facilidad con la que desplazaba el buscador de un lado a otro era lo que más me llamaba la atención.

No duró mucho, sin embargo, y en seguida lo dejó para girarse. Al principio pensé que se había cansado muy rápido, pero tras ver su expresión tuve que admitir que me equivocaba. Sus ojos claros brillaban de una forma inusual, y parecía estar a punto de ir a estallar de júbilo.

-No hay de qué -murmuré en su mismo tono.

Me quedé muy quieto, observándola en silencio, sin entender del todo el motivo de aquella ilusión que parecía envolverla. Me pareció sentir que mi temperatura corporal aumentaba un poco más de lo normal, pero intenté ignorarlo. El silencio empezaba a cernirse de nuevo, y era un silencio que me resultaba muy extraño.

La situación había tomado un cariz extraño, y el ambiente lo dejaba más que claro. Sin embargo, la chica resultaba desconcertante, y algo hacía que me sintiese incapaz de entenderla del todo. Además, su mirada estaba baja y apenas podía verle la cara. Un impulso empezaba a nacer en mi interior, pero me dije que debía controlarlo.

Recogió un mechón de pelo tras la oreja, dejando ver, por segunda vez, su forma puntiaguda, y recordé que su sangre no era totalmente aether, al igual que la mía. Me obligué a mí mismo a fijar la vista en esa zona, estudiando casi con pasión cada pliegue de su oreja y cada brillo de su pelo. Empezaba a sentir que el impulso crecía, que no servía de nada intentar controlarlo, que era tan fuerte y persistente como el dolor que me había acompañado desde siempre.

En el momento que alzó la vista para mirarme yo ya había cedido, por lo que cuando encontré sus ojos, conociendo la respuesta antes de completar mi acción, ya era tarde para echarme atrás. Por suerte, sus ojos no negaban, así que terminé el movimiento que ya estaba en marcha, avanzando un paso hacia ella y tomando su cara entre mis manos para besarla con un ímpetu que casi me hacía sentir que iba a romperla en pedazos.

Me dejé llevar entonces por completo, impidiéndole por un tiempo retroceder, mientras disfrutaba, por segunda vez, de aquel olor suave y fresco tan particular, de aquel tacto suave y cálido, sintiendo que me envolvía un aliento que no era el mío. Sentí un extraño escalofrío, la sensación de estar profanando algo que hasta el momento funcionaba armoniosamente, el ser la única pieza que no encajaba en aquel rompecabezas, pero ya no le di importancia.

Una vez descubierto aquel rincón perdido del palacio, había decidido que quería volver a inspeccionar con detalle. Aquella tarde había encontrado mi oportunidad, y nada más subir las escaleras me había dirigido al telescopio para estudiar con más detalle las diferencias entre éste y el que solía usar en casa. Lo primero que pude notar era que nadie lo había vuelto a usar desde la última vez. No me detuve mucho en ese detalle, sin embargo, y pronto me dediqué a probar las distintas opciones que ofrecía. Aunque al ser de día resultaba más dificil sacar partido a las diversas funciones, acabé por entender unas cuantas facilidades que añadía a la precisión de observación.

Sin embargo, no me limité a aquel aparato. Con una curiosidad a la que pocas veces daba rienda suelta, recorrí las estanterías en busca de distintos volúmenes, conocidos o no, sobre la materia. De vez en cuando, extraía alguno de su estante y lo ojeaba, por el simple hecho de saber qué era lo que describía.

*Se queda ojeando los libros*

Una voz me hizo alzar la vista del libro que tenía en las manos. Fier acababa de entrar por la puerta con un aire algo turbado que no me pasó desapercibido. Cerré de golpe el libro y lo devolví a su sitio, para ofrecerle luego una leve reverencia.

-Buenas noches, señorita -correspondí a sus palabras, con voz muy suave.

No tardó en alejarse hacia el telescopio, ocupada en sus asuntos, y me pregunté si estaría molesta. Nuestro último encuentro no había terminado de una forma muy convencional, y aunque no había hecho ningún comentario al respecto entonces, tal vez la había ofendido. Aquella idea, que no me hacía la menor gracia, me impidió acercarme a ella. En su lugar, y con la intención de dejarle su espacio y libertad, me senté en uno de los sillones y me quedé allí en silencio. No me privé, sin embargo, de contemplar a mi gusto cómo trabajaba. Esperaba no sentir, como ella la última vez, la necesidad de sacar a relucir un tema que podía causar incomodidades. No podía seguir, en cualquier caso, el hilo de sus pensamientos.

A pesar de sus miradas de reojo, no me di cuenta hasta que habló de que mi actitud resultaba algo agresiva. Relajé el rostro de golpe, dándome cuenta de lo incómodo de la situación. Para variar, esta vez fui yo el que se vio obligado a desviar la mirada, algo avergonzado. Tenía la sensación de que la joven intentaba establecer nuevas distancias, y me sentí, aún sin saber el motivo, algo alarmado por aquella posibilidad.

-En absoluto. No hay nada a mi vista que no me agrade -respondí, asegurándome de mantener los ojos firmemente clavados en ella mientras lo decía.

No insistí en mi mirada más tiempo del necesario, pues no quería atacarla mientras ella trataba de defenderse. Me levanté de mi asiento en busca de algo con que distraerme, pues me sentía demasiado agresivo. Tuve que obligarme a mí mismo a calmar los ánimos antes de volver a hablar, aunque no pude contenerme a utilizar un tono más cercano que el suyo, con cierto miedo a perder la confianza obtenida en nuestras anteriores conversaciones.

-Me iré, de todas formas, si te resulto una molestia.

Paseé por la sala sin ningún objetivo concreto, mirando en todo momento hacia las estanterías y ventanas.

Di la vuelta completa a la estancia y me paré al pie de la escalera, dudando. Por primera vez en todo el paseo, volví la vista hacia el centro de la habitación, hacia la plataforma del telescopio. Miré a la joven un momento antes de volver la vista al aparato. Parecía dispuesta a usarlo al anochecer, o al menos era el primer motivo que se me ocurría para que se hubiera molestado en subir allí a estudiar. El segundo era que intentara guardar la distancia entre nosotros, pero no me permití darle muchas vueltas a esa opción.

Comprendí, pues, que probablemente ella no sabía que el telescopio estaba de nuevo sin regular, y que era probable que con mis escuetas indicaciones de la otra noche, si es que no sabía nada más sobre el tema, supiera acomodarlo a sus necesidades por sí sola. Con ese pensamiento en mente, y aún a riesgo de invadir su espacio, subí en silencio las escaleras y avancé hacia el telescopio para facilitarle las cosas -si es que efectivamente iba a usarlo. Decidí no regularlo para ella completamente, sino limitarme a los aspectos más complejos, para que ella misma tuviera la oportunidad de manejarlo.

Cuando consideré que era suficiente, me erguí y volví la vista a ella. Alcé una ceja al descubrir que había estado observando el proceso, y que tenía algunas notas en la mano. ¿Habría estado estudiando al respecto? Qué aplicada. Me pregunté si le molestaría que le facilitara el trabajo.

-Antes lo he estado usando y he desajustado un par de cosas -me excusé, sin saber si aquello mejoraba o empeoraba las cosas.

Alcé la vista al techo, para descubrir que estaba acabando ya de anochecer. No se veía ninguna estrella aún, y era difícil que fueran a verse muchas, porque el cielo estaba más nublado que la otra vez. Unas leves gotas que golpeaban el cristal de la cúpula llamaron mi atención. Para colmo, llovía.

Me guardé bien de hacer en voz alta cualquiera de esas afirmaciones. Lo último que quería, vista su predisposición a la materia, era desanimar a la chica.

Sus escuetas palabras hacían que cada vez me pareciera más evidente que estaba molesta, pero no quería entrar en una conversación a ese respecto, así que me mantuve en silencio. Al parecer, ella misma era consciente de que no era buena noche para observar el cielo. Volví la vista de nuevo al techo, preguntándome por qué se había molestado en volver allí en un día así. Aunque, pensándolo fríamente, a mí podía preguntárseme lo mismo.

Entonces noté un roce que me hizo volver la vista abajo, para encontrarme con su rostro apoyado contra mí. Sentí cómo se me erizaba la piel de la nuca, y me quedé contemplando, en silencio, el nacimiento de su elaborada trenza. Sentía sus manos palpando la mía, y la dejé hacer a su gusto, hipnotizado por los brillos de su pelo dorado. Llevé a su cabeza la mano que tenía libre, sin ser del todo consciente de lo que hacía, y acaricié lentamente su cabello desde la parte más alta hacia la trenza.

Un gesto repentino de ella detuvo mi mano. Me quedé un momento estático, y cuando me miró, comprendí. Retiré mi mano de su pelo, permitiéndome un último y ligerísimo roce, y retrocedí un paso, deteniéndome al sentir el telescopio tras de mí. Todavía seguía sintiendo su contacto a través de la otra mano, la que ella mantenía agarrada, pero la dejé inerte, para no impedirle separarse del todo si así lo quería, sin intentar tampoco dar a entender que yo quisiera retirarla.

Desvié la vista, sintiendo, por una vez, que yo enrojecía levemente, y maldije mi debilidad.

-Lo siento -murmuré entre dientes-. Me estoy tomando demasiadas confianzas.

Tragué saliva. No me atreví a volver a mirarla, y repasé con mis ojos de reptil las paredes y el techo de la habitación. Aquella joven me confundía, y sus continuos avances y retrocesos me desequilibraban el ánimo. Cada vez tenía más ganas de preguntar en voz alta qué era lo que le pasaba por la cabeza, el por qué de su extraña forma de actuar.

Me volví finalmente a mirarla cuando me habló, sorprendido por su tono. Parecía dudar sobre sus propias palabras, y buceé en sus ojos, con el ceño fruncido, buscando lo que quería. ¿Fiero? ¿Fiero yo? ¿En serio le parecía fiero?

-Y luego... ¿qué? -pregunté, confuso ante su silencio.

Sin embargo, mi pregunta pareció ofenderla, porque me dio la espalda y comenzó a recoger sus cosas, con cierta aura furibunda. De verdad no podía comprender nada, nada en absoluto. Sin embargo, no podía dejar la situación así por más tiempo. Con un suspiro, me acerqué a ella y me situé a su lado, mirándola fijamente, con expresión seria.

-Fier Galatea -pronuncié con claridad y firmeza, en un intento (algo desesperado, me parecía) de reclamar su atención-. Hace algún tiempo que dejé de entender nada. No entiendo lo que quieres, ni lo que haces, ni muchas veces lo que dices. No sé quién eres más allá de tu nombre. Puedo intuir ciertas cosas; que reflexionas más que la mayoría, que te gustan los libros, que no eres del todo aether. Son simples detalles, lo que he encontrado por mí mismo. Tampoco tú sabes quién soy. Y no sé qué has averiguado por ti misma, pero probablemente, no mucho más que yo de ti. ¿Es eso? ¿Me equivoco?

Mi propia lógica y mi voz, más segura de lo que yo estaba, me sorprenderon a mí mismo. Ni siquiera había pensado en absoluto en mis palabras antes de decirlas, y sin embargo parecían llevar aguardando el momento de salir muchísimo tiempo. Interiormente me preguntaba si mis propias palabras no acababan de resolver muchas de las dudas que llevaba un tiempo planteándome. No me permití a mí mismo desviar la mirada, tan seria y sincera como lo que había dicho.

Entonces empezó a hablar, y una pequeña parte de mí se sintió miserable, tan miserable como si acabara de robarle a un niño. No aparté los ojos de los suyos, sin embargo, y bebí de sus palabras, asimilando cada detalle como si fuera necesario para respirar. Únicamente su última frase, apenas un murmullo, me hizo sentir ganas de desviar la mirada, pero me obligué a no hacerlo. Permanecí un momento más en silencio cuando calló. Entonces me humedecí los labios y tragué saliva, preparándome para intervenir. Quería decirle que no tenía que sentirse obligada a cumplir todo aquello, que no era necesario en absoluto, pero decir algo así a una dama era de lo más mezquino. Al menos se confirmaba, por fin, su origen.

-No tienes que alejarte -hablé al fin, intentando ser claro, aunque la voz me salía muy baja. Carraspeé-. No... molestas en absoluto. Y menos, aburres. No es la primera vez que dices que parezco hostil, y tienes toda la razón. Puedo disculparme por ello las veces que haga falta, pero no dejará de ser cierto. Podría explicarte por qué, pero creo que es absurdo tapar con excusas un rasgo del carácter. Puedes preguntar sin reparo, no tengo nada que ocultar a nadie. Soy el segundo hijo de la alianza entre los Cogo de Ignis y los Aërd de Ventus, y podría decirse que también soy el motivo de ruptura de esa alianza. Tengo alas y nunca he despegado los pies del suelo. Me he criado entre dos continentes sin pertenecer a ninguno de ellos. Tengo un hermano mayor y dos hermanas menores. Mi padre se llama Roniä y mi madre se llama Fienne. ¿Qué puedo decir? ¿Dónde está el misterio? No tengo ninguno.

Me quedé mirándola en silencio, sintiendo un remolino de dolor interno al revolver tanta información de golpe. Sin embargo, eso era lo que ella había hecho, y tenía toda la razón en cuanto a mí. Lo último que pensaba hacer era esconderme. Eso ya había tenido mucho tiempo de hacerlo a lo largo de los años.

Me quedé mirándola, absorbiendo más y más información. Empezaba a sentirme incómodo por aquella clase de presentaciones que parecían lanzadas casi como estocadas de un duelo. Seguía sin entender qué era lo que buscaba, que pretendía encontrar, cuál era ese misterio que me envolvía. Su nueva presentación me dejó algo sorprendido, pero al mismo tiempo sentí que todo aquello encajaba perfectamente. El puzzle de Fier Galatea, que se había desmontado, parecía componerse de nuevo, aunque esta vez incluía piezas nuevas. Sin embargo, ella no parecía conforme con el nuevo puzzle, un detalle más que yo no alcanzaba a comprender.

Ya no añadí nada más, pues no sabía qué más podía añadir. Me permití alzar la mano para rozar su mejilla en una suave caricia, ladeando la cabeza. No solo su mente era incomprensible y perfectamente visible a la vez. También era así por fuera. Recorrí con mi mano aquella mejilla de adentro hacia afuera, en dirección a la oreja, para finalmente atrapar un mechón de pelo que escapaba de su trenza entre mis dedos. Evoqué de nuevo su perfume, tan característico y efímero, sintiendo una repentina oleada de calor por dentro.

Vino hacia mí, y aunque en cierto lo esperaba, o más bien confiaba en ello, me sentí algo torpe al acogerla en mis brazos. Inspiré ondamente, aún sin entenderlo del todo, mientras acariciaba aquel pelo suave y sentía su olor arroparme. Posé mis labios sobre su cabellera y cerré un momento los ojos. Daba igual cuál fuera la situación, en mi cabeza solo martilleaban preguntas, preguntas molestas que tenía ganas de espantar como a insectos, pero que volvían una y otra vez sin descanso.

Su voz me sorprendió un poco y detuve un momento mis manos. Por un instante esa propuesta me chocó casi tanto como si me hubiera pedido que la desnudase, pero finalmente me dije a mí mismo que no había comparación, que era una simple trenza, quizá un capricho, y que no había motivo para alterarse por algo así. Con gestos algo valcilantes al principio, acabé por deshacer su peinado, y el cabello volvió a caer suelto y libre por su espalda, tan sedoso como cabría esperar.

Acariciando su pelo llegué hasta sus alas, y con un enorme respeto y una repentina e inusual delicadeza, me atreví a acariciarlas un instante, maravillado. De pronto, no sabía cómo había llegado a ese punto, pero poco importaba el proceso. Por algún motivo sentí el impulso de estrecharla con fuerza, quizá simplemente por desahogarme, pero me parecía tan frágil que tenía miedo de romperla si lo hacía. Así que me limité a permanecer en silencio, esperando el tiempo que ella considerara necesario.