Balcones

Zacharyas se encontraba asomado a la baranda, con una expresión ensoñada, observando el vacío, claro para él, completamente ensimismado, concentrado. las pupilas, inmensas, desplegadas, ocupaban casi la totalidad de su ojo, acostumbradas a las sombras, pero la diferencia era poca, pues el color negro de estos apenas difería en un momento del otro, siendo su pupila siempre difícilmente diferenciable.

En aquel momento, en concreto, Zacharyas recordaba, con agrado, la vez que se había precipitado desde los tejados junto con Ayne. La sensación volvía a ser agradable, solo de pensar en ella, desde el comienzo de la caída hasta el impacto contra el pervatia que había conjurado. Estaba seguro de que había más formas de emular aquello y vivir luego para poder disfrutar de un nuevo intento. Si buscaba lo que más aterrorizase, la mejor forma de morir... Zacharyas tenía claro que aquello lo haría inmensamente feliz, por un instante.

*se queda, amos*

Zacharyas se quedó varios segundos, impresionado, contemplando al guerrero que se movía por las parees, saltando, como una sombra, sin preocuparse por la mata de pelo mojado que le caía sobre los ojos. Por desgracia, de alguna forma, aquel hombre no cayó, sino que llegó a posarse, sano y salvo, sobre la baranda de los balcones.

Zacharyas lo miró un instante, pensativo, dudoso, antes de carraspear y atreverse a hablar con una sonrisa extraña esculpida en su enfermizo y pálido rostro.

-¿Cómo logras hacerlo? -inquirió, estirando uno de sus mechones sobre los ojos, aunque, mojado como estaba, el resultado no varió demasiado.

Zacharyas lo contempló con extrañeza, disfrutando de la sola y peligrosa presencia de aquel hombre en los balcones. No podía dejar de sentir un impulso, constante, continuo: Zacharyas quería empujarlo y ver cómo descendía atravesando el aire, cayendo al vacío, hasta estrellarse contra el suelo, varios metros más abajo. Se preguntaba si moriría entonces, y aquello lo hacía mirar de nuevo hacia abajo, sonriéndose, seguro de que, por lo menos, sería tan dañado como para ser una presa sencilla para la muerte.

-Parece peligroso -respondió, sin más, con un deje de interés en la voz, ladeando suavemente la cabeza, entretenido. Con creciente interés, añadió-: Podrías morir.

El agua le resbalaba por el rostro como sangre helada. Zacharyas no podía quitarse aquella idea de la mente. Lo asaltaba.

-Soy Zacharyas -se presentó, con una reverencia leve, apenas perceptible, solo de cuello para arriba. Carraspeó, volviendo en sí de pronto, mirando al piscis a los ojos-. Zacharyas Blacksmith. ¿Cuál es el tuyo?

Zacharyas lo contempló, entretenido. Las palabras del piscis arrancaron un leve cosquilleo en él, haciéndolo contemplar un instante la baranda, concentrado, abstraído. Acarició la superficie con la derecha, con distracción , llevando pronto los ojos oscuros al guerrero de nuevo, con sumo deleite, y una sonrisa algo macabra rajada en su rostro.

-¿Qué destino? -inquirió, con voz ronca, presionando sobre la superficie con la palma de la mano, palpándola.

Cada vez que aquel piscis decía algo relacionado con la muerte de aquella forma tan fría, con su propia muerte, con la de ambos, un nuevo escalofrío recorría al caeruleus, que no dejaba de disfrutar la sonoridad de aquella palabra, el significado de aquel concepto. Y, de pronto, como guiado por un instinto extraño, por un deseo infantil, él mismo se encaramó a la baranda, como el otro guerrero lo hacía, sintiendo cómo el viento y la lluvia amenazaban con tirarlo, meciendo su cuerpo.
Y un solo paso bastaría para acabar con todo. O un error y una pérdida de equilibrio. Aquello resultaba muy estimulante para el mago, que notaba cómo la cabeza se le nublaba poco a poco.

-¿Crees que caer no te mataría también? -inquirió, mirándolo, risueño, con el pelo pegado a la cara.

Quizás aquel hombre hubiese hallado la inmortalidad, pensaba. ¿Sería, tal vez, un ser al que torturar por toda la eternidad?

Zacharyas apenas se percataba de que la lluvia, la sangre en su cabeza, había cesado, y solo observaba al otro guerrero, con una sonrisa más escalofriante a cada paso, disfrutando enormemente de sus palabras, como si con cada una de ellas le regalase algo. Le regalaba algo. Zacharyas no dejaba de tener agradables visiones sobre la muerte de ambos, y más allí encaramado, donde era tan fácil resbalar, empujar, caer...
Tenía ganas de empujar al otro guerrero, de alzarlo por la garganta y hacerlo oscilar en sus manos, con solo el vacío debajo, pero todavía algo le impedía hacer aquello. Sin embargo, se aproximó más, aguantando el equilibrio en aquel espacio estrecho, con su largo cuerpo pareciendo inestable a cada paso. Y, pese a la intensa sensación de su estómago, la falta de miedo lo hacía avanzar sin miedo, aproximándose al piscis con aire macabro, siniestro, y una sonrisa curva que parecía una cicatriz en sus labios pálidos y agrietados.

-No hay nada más hermoso que la muerte... -murmuró, con voz ronca, y una mirada que, aunque clavada en Follow, parecía perforarlo e ir más allá de él, atravesándolo y clavándose en el interior de su cráneo-. Y no necesito nombres para hallarla -. Alzó las manos, acercándolas al cuello de Follow, lentas, amenazantes, como para ir a asirlo-. Esto me basta -explicó, con voz seca, ronca, sin llegar a agarrarlo.

Porque eran compañeros, o algo así decían, recordó de pronto, y a su padre diciendo cosas como aquella, explicando por qué no debía hacer ciertas cosas. Y, lento, como una especie de espectro, bajó primero las manos, contemplando al piscis con aquella intranquilizadora sonrisa, y luego descendió de la baranda, y sintió cómo se marchaba aquella agradable sensación de peligrosidad y lo dejaba solo flotando, pero sin haberse tirado, sin haber muerto.

Observó al piscis, borrando la sonrisa de pronto, algo tenso. El pelo, aún mojado, seguía pegado a su piel.

-No juegues con la muerte -dijo, sin más, ensombreciéndose.

Ni con él.

Y sin mediar más palabra, sin despedirse siquiera, Zacharyas se hundió en su capa y, algo encorvado, prácticamente arrastrando los pies, entró de nuevo en el palacio.

*se va*

Zacharyas contemplaba la noche con aspecto apacible, alternando a ratos sus ojos oscuros entre el paisaje, tan claro para él como si fuese de día para cualquier otro, y el cielo, poblado de nubes que tapaban la leve luz de la luna a ratos, privando de ella a las especies que habitaban el palacio.
Zacharyas sabía que, por algún motivo, los seres vivos necesitaban la luz para vivir. Incluso él, que ni siquiera la usaba para ver, podría seguir vivo de extinguirse el sol. Y, pese a todo, un mundo oscuro no se le antojaba interesante ni tenebroso. Al fin y al cabo, los caeruleus, como él, veían mejor en la noche. Y los niños, en su pueblo, siempre habían temido más a las luces que a las tinieblas.

El mago apoyó los antebrazos sobre la baranda, acomodándose, recordando, pensativo, con un extraño atisbo de sonrisa ausente en los labios.

*se queda*

Lo vi por la ventana. Y estaba allí. Y era él. Y estaba segura de que no era un falso chiquillo. Sentí un hormigueo en los dedos y un escalofrío y me palpé la ropa, con una repentina sonrisa y aire nervioso. Y cuando di con lo que quería, saqué la botella de morado y la miré y le di un beso, encantada.

Entré de golpe en el balcón, con zancadas grandotas y decididas y una sonrisa que se ampliaba y los labios que me temblaban. Le tiré de la capa y le abracé las piernas, y solté una risita y alcé la botella, mirándolo.

-¡Hola! -reí, cantarina-. ¡Tengo un regalito! ¡Un tesoro de chiquillo!

Froté la nariz contra su ropa, empujándolo un poquito.

Zacharyas estaba tan ensimismado en aquellos profundos y oscuros pensamientos que no se percató de la nueva presencia hasta que la tuvo, literalmente, encima. Sintió un ínfimo vértigo al verse zarandeado, por el abrazo, que le resultó de lo más estimulante, y no tardó en mirar hacia abajo, buscándola, sabiendo ya que era el origen de aquella repentina perturbación en los balcones. Se encorvó ligeramente hacia ella, risueño, aunque la diferencia de estaturas seguía haciéndolo mucho más alto, inalcanzable.

-Ayne -llamó, como saludo, reforzando la sonrisa un instante, Enseguida alzó las cejas, sin embargo, que se perdieron bajo el espeso flequillo-. ¿Un regalo para mí? -inquirió extrañado, tomando un mechón de su pelo y estirándolo sobre los ojos, extrañado.

Terminó por acuclillarse, y rozó un instante el pómulo derecho de la parvus con los nudillos, relajado, mirándola curioso.

La sonrisa se hizo más grande. Reí un poco más y me alcé de puntillas, levantando la botella y ofreciéndosela.

-Es un regalo, sí -confirmé-. Para ti. Te gustará. Ya no está caliente, pero está bien. ¡Es morado! ¿Has visto? Creí que sería rojo, pero no...

Apuré el contacto con la mano y di un pasito, pegándome un poco más. Lo miraba fijamente, expectante, sin perder la sonrisa.

Zacharyas observó el bote que Ayne le tendía, tardando todavía un par de segundos en extender su propia mano para tomarlo él y contemplarlo, extrañado. Su color morado era poco común, pero su textura, dentro de la botella, así como la alusión de la guerrera al color rojo, lo hacían plantearse una procedencia concreta.

-¿Es sangre? -inquirió, por asegurarse, con un deje curioso en la voz, ensanchando un poco la sonrisa y acercándose el bote un poco más a los ojos, como si lo mirase a contraluz, aunque sin necesidad alguna-. ¿De quién? ¿De qué? -se corrigió, enseguida.

Porque aquel color tan hermoso no podía ser humano, sin duda. Las personas sangraban rojo, como el fuego, que resultaba más llamativo y agresivo, como si pidiesen dolor con sus muertes.

La sonrisa se hizo más gigante y se me vieron todos los dientes, y me reí. Me llevé una mano a la boca, tapándola, nerviosa y emocionada, y me encogí un poquito. Luego asentí mucho, abrazándolo otra vez.

-¡Sangre morada! De unos bichos. Los maté yo. Tenían morado. Eran grandes como tú. Algunos más. Y había ¡muchos! Y los maté y les quité la sangre. Y chillaban y se quemaban y se les salían las tripas -tenía los ojos tan abiertos que dolía-. Y el gigante rubito se desmayó como un bebé. Creí que se moría. Pobre. Y mira cuánta sangre. Y había más, ¿eh?

No podía parar de contarlo, y no dejaba de mirarle la cara, atenta.

Zacharyas trataba de imaginar unos insectos tan grandes, y toda la sangre que podría dar tan solo uno de ellos, y las imágenes que iban a su mente, seguramente terribles para muchos, para él no resultaban más amenazantes que un simple cachorro, aunque comprendía la diferencia de poderes y de peligros entre aquellos seres que habitaban en su mente y alguno inofensivo.
Agitó el bote, viendo moverse la sangre en su interior.

-¿A dónde fuisteis? -inquirió de pronto, bajando el rostro para mirarla, tensándose un instante, como preocupándose de pronto.

Sus ojos, oscuros, ojerosos, la escrutaban, tensos.

Lo miré, seria de pronto. Ladeé la cabeza y apreté el abrazo, echando la cabeza hacia atrás para mirarlo. Sonreí de nuevo.

-A las rocas -respondí-. A un pueblo pequeñito pequeñito pequeñito -. Me encogía a medida que hablaba, y luego me estiré de nuevo-. Había enanos enanísimos, ¿eh? Enanísimos. Así como yo, igualito, igualito.

Le tiré de las capas y me balanceé de un lado a otro, mirándolo.

-¿A que es bonita?

Al recibir aquella respuesta, la expresión de Zacharyas se suavizó de nuevo, y el caeruleus terminó por asentir despacio, risueño otra vez, acercándose a besar el flequillo de la parvus fugazmente, como si se disculpase por su actitud anterior, por su breve incomodidad.

-¿Se parecían a los de los brazos de pinchos? -inquirió, curioso, recordando el campo al que habían ido los dos juntos, donde también habían acabado con otro tipo de bestias.

Contempló de nuevo la sangre, aquella vez con más abstracción, como pretendiendo ver a través de ella. De nuevo, un asentimiento meció su pelo.

-Es bonita... Parece veneno -murmuró, algo ausente. Recuperó la noción de la realidad poco después, mostrándose repentinamente preocupado-. Y yo no tengo nada -comprendió de pronto, recordando el funcionamiento que tenía para muchos el sistema de regalos.

Fruncí el ceño, negando con fuerza.

-¡Nooóo! -exclamé con voz grave-. Eran churros de coraza. Gusanos enormes enormes. Y chillaban y se retorcían. ¡Y algunos volaban! -Hice un mohín-. Pero esos iban muy alto y no los cogí.

Parpadeé un momento y ladeé la cabeza.

-¿Nada de qué? -pregunté, curiosa-. Tienes morado. ¿Qué te falta?

Zacharyas se estremeció un instante, risueño, acariciando con las yemas de los dedos el cabello de la parvus, con un aire ausente, pero entretenido.

-¿Y cómo los matabas y hacías chillar si tenían coraza? -pregunto, notablemente interesado-. ¿La cortabas?

Una vez más, a la mención de la sangre, los oscuros ojos del caeruleus descendieron hasta la misma, con morboso interés. Deseaba abrirla y olerla, probarla incluso, pero al mismo tiempo temía que se evaporase el agua y no quedasen más que sedimentos.

-Algo para ti -explicó, tras un breve silencio, dejándose caer sentado, finalmente. Carraspeó, aclarando la voz-. A cambio.

Asentí, entusiasta.

-¡Sí! -exclamé. Alcé un dedo hacia su costado y lo repasé de arriba a abajo, como cortando con la uña-. Así, con Amatista. Y con una espadaza. Zas, zas. Y cortados, chillando y girando así -. Comencé a imitarlos retorciéndose- y saliendo morado por todas partes.

Tiré de las capas, negando, contenta.

-Es gratis.

Zacharyas estrechó muy ligeramente los ojos, al sonreír, tratando de recrear todo aquello en su mente, consciente de que, pese a todo, seguro que la imagen que él creaba llegaba a ser más macabra y sangrienta que la realidad. Y pese a todo, no sentía aquel usual pinchazo de envidia, ni violencia, al escuchar todo aquello.

-Parece -. Carraspeó -que fue interesante. Cuando haga yo algo, te contaré -propuso, estirando uno de sus mechones, pensativo pero risueño.

Gratis. Aquello arrancó al caeruleus un amago de risa, mudo, que solo sonó cuando el aire abandonó la nariz mientras los labios se curvaban.

-Un regalo -concluyó, asintiendo-. Gracias -dijo entonces, acercándose a ella tras un par de segundos, alcanzando sus labios con los propios en un suave beso superficial.

Asentí, contenta, balanceándome de un lado a otro.

-Fue muy divertido -declaré, convencida.

Abrí mucho los ojos entonces, dando un par de saltitos y ampliando la sonrisa.

-¡Sí, sí! ¡Cuéntame!

Y, cuando bajó, aproveché rápido para soltar la ropa y cogerle de las orejas, tirando suave hacia mí, aún sonriendo. Y le di un beso bien grande, uno de querer. Luego me separé y lo miré.

-Yo también soy gratis -informé, divertida, tirándole un poco más de las orejas.

Ayne se mostraba contenta, animada, satisfecha. Zacharyas, por su parte, llevaba un tiempo sintiéndose de forma similar, a su manera, y le resultaba extraño, porque poco a poco se familiarizaba con sensaciones que jamás había imaginado que podrían satisfacerlo.

Dejó ir una nueva sonrisa con el comentario de la parvus, y la atrajo hacia sí un momento. Luego, tras mirar el bote de sangre una vez más, se lo guardó entre las capas, con cuidado. Solo una vez se hubo asegurado de que lo tenía a buen recaudo se atrevió a despreocuparse de ello y tomó una de las manos de Ayne con la suya, mucho mayor, más áspera y huesuda.
Besó un momento su nariz, tentado a morderla, antes de alzarse.

Estaba cansado, a su manera, de estar en los balcones, de modo que optó por ir dentro con ella. Podrían seguir hablando en otro lugar.

*se van*