Pasillos

Zacharyas asintió condescendiente, aproximándose a la parvus como si sus palabras le hubiesen dado el permiso necesario para hacerlo. Lo cierto era que las temperaturas habían caído bastante en los últimos días.
El caeruleus carraspeó.

-Deberás abrigarte si no quieres ponerte enferma -dijo, con voz seca.

Por un instante, lo imaginó. La enfermedad, el olor a virus, el malestar, el dolor, la debilidad... Todo aquello que flotaba en hospitales y que hacía que la muerte pareciese más cerca de los presentes. Le había resultado siempre muy interesante... También bello, pero de una forma diferente a la sangre.

Al llegar junto a la pequeña, el mago alargó su mano de dedos pálidos y acarició su cabeza con calma.

-Hacía tiempo... -dijo, casi para sí mismo, con cierta nostalgia en la voz.

Fruncí los labios a un lado y me encogí de hombros, sin hacerle mucho caso. Estaba abrigado, pero yo no. Yo nunca. Me froté la nariz con el dorso de la mano y, de nuevo, me encogí de hombros, sin responder.

Cuando se acercó me quedé quieta, y a su segundo comentario bajé la vista a mis manos, extendidas con las palmas hacia arriba. Cerré el puño izquierdo y recogí dos dedos de la mano derecha. Tras pensármelo un momento, recogí un tercer dedo y extendí la mano hacia él, mostrándole los dos que quedaban, con gesto serio. De nuevo, bajé el brazo.

-Hacía tiempo -repetí, con tono más firme que el suyo, mirándolo a los ojos.

Parecía seria. El caeruleus no conocía con demasiada exactitud las reacciones de las personas, pero sí que tenía bastante claro que aquel comportamiento no se correspondía con el usual en la parvus. Se sintió algo nervioso, apurado, como si hubiese hecho algo negativo sin darse cuenta que la hubiese incomodado y ello fuera la causa de la nueva actitud de la chica.

-¿Cómo te encuentras? -inquirió, inseguro, notando cómo aquella sensación de culpabilidad crecía.

Quizás, pensó el mago, debía contarle lo de su viaje, su nuevo hechizo... Sin embargo, la borrosa visión de las alas de Cierzo poblaba sus sueños desde hacía ya muchas noches, y prefería no tratar aquel tema por el momento, asustado de lo que podría salir de ello.

Subí el labio inferior en una especie de puchero y, de nuevo, me encogí de hombros, esta vez con más fuerza. Encogí el cuello entre los mismos y miré hacia arriba, alzando las cejas. Luego, relajé el cuerpo e hice un par de gestos vagos con las manos, al tiempo que movía los labios confusamente sin emitir ningún sonido. Por último, negué con la cabeza y me volví hacia la ventana, apoyando en ella las manos y la cara.

-¿Se pondrá blanco? -pregunté.

Despegué la cara del cristal y miré al chiquillo, sonriendo.

La parvus evadió la pregunta del caeruleus, que terminó por suspirar, sonreír y relajarse un poco. Gentil, algo torpe, se agachó junto a ella, apoyando también una de sus manos en la fría superficie, junto a la diestra de Stalon, sin llegar a tocarla.

-Seguramente... Hará más frío, seguramente nevará.

Zacharyas la miró, sonriendo tranquilo. Seguramente Ayne disfrutaría de la nieve. Y él, por su parte, no podía evitar imaginar lo hermoso que sería ver un cuerpo congelado, blanco como la misma, conservándose infinitamente en ella. Era la forma de muerte más duradera y pura...

Tras una leve duda, tímidamente, Zacharyas abrió su capa más exterior con la izquierda, ofreciendo, si lo deseaba, un espacio algo más pálido para la pequeña. El frío, al fin y al cabo, no era agradable para todo el mundo.

Se acercó y, cuando habló, asentí con entusiasmo.

Terminé de separarme de la ventana y di un par de pasos rápidos hacia él, lanzándome más que abrazándolo. Le rodeé el cuello con los brazos y le di un fuerte beso en la mejilla. Luego lo solté y tomé un pliegue de capa, envolviéndome con ella.

-¿Ya te has ido? -pregunté.

Me puse un pedazo de la capa sobre la cara y aspiré con fuerza. Sonreír. Después, me froté la cara con ella, como si me estuviera secando con una toalla.

Zacharyas tuvo que esforzarse por no perder el equilibro al recibir el salto de la muchacha, pues en su posición ya le era bastante incómodo mantenerse erguido sin caer hacia atrás. De todos modos, el caeruleus lo logró, y enterró la mano en el cabello de la parvus con calma, relajando un poco los hombros.

-Todavía no -comentó algo ausente, como si se hubiese pensado la pregunta durante horas y no hubiese llegado a conclusión alguna, aunque, de hecho, respondió casi al instante-. Aunque planeo hacerlo pronto... He estado de misión, y eso ha retrasado la toma de mi decisión.

Zacharyas sacudió la cabeza, como si quisiera borrar de nuevo de ella la imagen de las alas de Cierzo, que tanto había querido cortar desde el primer momento.

FdR- Le ha salido un pareado >.o

Aún con la capa tapándome la cara, negué con la cabeza con fuerza, sacudiendo el pelo a un lado y a otro. Luego bajé el pliegue y miré al chiquillo, ahora con gesto serio.

-Entonces sí te has ido -remarqué, ladeando la cabeza-. Solo que te vas a ir más.

De nuevo, tomé el pliegue y me froté la cara. Aunque la tela no era muy áspera, sí me rascaba un poco la cara, enrojeciéndome la piel.

Zacharyas se quedó un instante inmóvil, tomado por sorpresa, contemplando algún punto del aire, como si pudiese ver allí algo invisible. Una capa traslúcida de incomprensión cubrió sus ojos. Parecía haber perdido el sentido.

La mano derecha del caeruleus se cerró con fuerza, clavando sus cortas uñas en la carne sin llegar a escarbar en ella. Entonces, el mago asintió, haciendo botar su espeso cabello y regresando a la realidad.

-Supongo que -. Carraspeó- así es.

Zacharyas bajó la vista. Tembloroso, como si el frío que hacía lo congelase, o si la debilidad de cien días sin comer lo estuviese consumiendo, acercó sus labios, algo agrietados, a la frente de la parvus, depositando un beso en ella, frío al contacto. No obstante, su mirada se ausentó de nuevo.

-Te haré saber el día en cuanto lo sepa.

Asomé los ojos por encima de la capa, mirándolo. Asentí lentamente, ocultando una sonrisa tras la tela.

Lo contemplé en silencio un rato. Parecía que ya se hubiera ido. Busqué con la mirada el punto que parecía observar, pero no encontré nada en ningún sitio. Ladeé la cabeza e hice un par de guiños con los ojos, buscando llamar su atención, sin éxito. De nuevo busqué aquello que miraba, y de nuevo no encontré nada.

Me alcé entonces, acercándome a él lentamente, en silencio, hasta situar mi mejilla a milímetros de la suya. Entonces, rápidamente, abrí la boca y tomé el lóbulo de su oreja entre los dientes.

Los ojos del caeuleus se abrieron de pronto, viéndose sorprendido por el ataque. Localizaron enseguida a la parvus, que había decidido morderlo en un arranque de agresividad. Alterado, Zacharyas buscó sus ojos y la miró fijamente, inyectando sus pupilas en ella con un aire macabro en la mirada.

-El lóbulo apenas resulta doloroso -siseó con voz ronca, grave, como si proviniese de lo más profundo de su garganta.

Zacharyas contempló fijamente a la pequeña parvus unos segundos más, tenso, como si estuviese a punto de atacarla. De pronto, sin perder el gesto psicópata, frunció el ceño, escudriñándola.

-Hay algo raro en ti... -murmuró, extrañado.

Al momento, había vuelto. Sonreí, divertida. Al ver cómo miraba, fruncí un poco el ceño y le enseñé los dientes, como un mecña amenazante. Incluso solté un pequeño bufido. Luego se me escapó una carcajada, así que hundí otra vez la cara en la capa. No tardé en volver a alzar la cabeza.

-Pero está blandito -repuse-. Tiene sangre.

Entonces habló de nuevo, y abrí mucho los ojos. Sentí un leve rubor cubrirme las mejillas. Al momento, di una vuelta sobre mí misma, enrollándome en la capa hasta la nariz, y lo miré con los ojos muy abiertos.

-Pero es pequeñito y no se ve -murmuré apenas desde debajo de la capa.

Sangre...

Zacharyas notó un latido especialmente potente en su pulso.
Sangre. Aquello le gustaba. Todavía tenía la costra de la herida que se había hecho en el bosque. Pensó que, quizás, si se la arrancaba volvería a sangrar. Aquello sería satisfactorio, pensó, imaginando la cascada carmesí descendiendo por su brazo.

La reacción de Ayne, sin embargo, extrañó lo suficiente al caeruleus como para que dejase a un lado sus pensamientos durante un instante. Puso una mano sobre su cabeza, abarcándola por completo, y acercó su rostro a ella, hasta pegar casi su nariz a la pequeña nariz de la parvus, intrigado, todavía con gestos agresivos y depredadores.

-¿Qué es? -preguntó con voz ronca.

Con su mano sobre mi cabeza y su cara a escasa distancia de la mía, no tenía muchas vías de escape. Además, yo misma me había aprisionado en la capa, con lo que tampoco podía escurrirme hacia atrás.

El rubor crecía. Parpadeé un par de veces, nerviosa y desvié la vista a los lados. Al final, la fijé de nuevo en el chiquillo, y entonces sentí un débil miedo que empezaba a invadirme.

-E-es una cosita pequeña que llevo -respondí con un hilo de voz-. Está escondido.

Zacharyas ladeó la cabeza, intrigado. De pronto su comportamiento se asemejaba a ratos al de un animal y a ratos al de una persona. No hubiese resultado extraño que la olfatease como si buscase algo en ella de ese modo, y en vez de a través de la vista o del tacto.

-¿Escondido? ¿Duele? -inquirió, con cierto morbo.

Zacharyas sonrió ampliamente. Quizás se trataba de un insecto que hurgaba en su oído para atravesar el tímpano y, finalmente, llegar al cerebro, en el que anidaría. Una vez puestos allí sus huevos, el invierno lo volvería todo normal, pero con la primavera eclosionarían finalmente y, entonces, la devorarían desde dentro, abandonando su cuerpo a través de los orificios de su rostro: ojos, nariz, oídos...

Fruncí el ceño, un poco extrañada por la pregunta. Negué lentamente con la cabeza y, por debajo de la capa, me llevé una mano a la tripa.

-No duele -respondí-. Por ahora, no. Dolió antes y dolerá después. Creo. Y luego se irá.

Lo miré fijamente a los ojos, tratando de descifrar a través de ellos sus pensamientos.

Zacharyas dejó ir una risa profunda, como si la contuviese tras haber escuchado un chiste de su agrado, pero la situación no fuese propicia para reír. No podía creer, al fin y al cabo, que aquello que ella decía pudiese, realmente, parecerse tanto a los síntomas que él imaginaba para aquel extraño parásito cerebral. Quizás, pensó, incluso era cierto, y no una fantasía de su mente, aunque continuaba sin sonarle demasiado convincente. Al fin y al cabo la gente, cuando había muerte de por medio, solía perder los nervios con mayor exageración.

-Dolerá... -repitió, como si la palabra tuviese un sabor agradable y la paladease-. ¿Cuándo dolió?

Quizás estaba enferma, o herida. Hacía tiempo que no la veía, y era probable que le hubiese pasado algo.

Fruncí el ceño y miré al techo, pensativa. No sabía decirlo muy bien. Hacía ya mucho. Me encogí de hombros y volví a mirarlo.

-No lo sé -respondí-. Hace tiempo. Al principio no me dejaba comer. Ahora estoy cansada, pero ya no duele.

Se reía. Yo no me quería reír, pero acabé por bajar un poco la capa y sonreír un poquito. Era una sonrisa extraña, no demasiado alegre.

Zacharyas extendió su mano enorme y acarició con lentitud el cabello de la parvus, como si acariciase la cabeza de un niño, pero con más calma.

-¿Cómo te hiciste eso? -inquirió, aunque realmente no sabía si ella se "había hecho" algo o simplemente había sido herida o caído enferma. De todos modos, Zacharyas pensó que la pregunta serviría igual para obtener cualquiera de las tres respuestas.

Aunque el caeruleus parecía repentinamente tranquilo, algo en su interior bullía agresivo. Desde que había regresado de la misión, Zacharyas se sentía extraño.

Abrí los ojos como platos ante su pregunta, ofendida, y había un claro brillo de acusación en ellos. Luego fruncí el ceño con algo de enfado. ¡Pero bueno!

-Hala -. Mi tono, sin embargo, seguía tranquilo y relajado-. Hala, hala. Pero bueno.

Solté la capa para acercarme un poco más, dejándola caer, y subí ambas manos a mi cabeza para tomar la suya. Luego di un paso, pegándome a él.

-Eso me lo hiciste tú -declaré, aún mirándolo con ceño.

Zacharyas se quedó inmóvil, mirándola, como si se hubiese congelado. Su rostro dibujó enseguida una honda confusión, haciendo que sus cejas se frunciesen bajo su flequillo oscuro. Los ojos del caeruleus, clavados en Ayne, se entrecerraron, como si buscasen en ella un conocimiento que no tuviesen y no lograsen hallarlo.

-¿Yo? -preguntó finalmente, ronco, seco, confuso-. ¿Qué he hecho?

¿La había herido? El caeruleus no recordaba haberle hecho nada grave... No, al menos, la última vez que se habían visto. Y su labio parecía estar curado por completo.

-¿Te he herido...? -inquirió, vacilante, mientras repasaba escenas pasadas mentalmente, buscando una pista que le diese la solución.

Levanté el labio inferior, pensativa. Me rasqué una oreja, mirando a un lado, con el ceño aún fruncido, pero ahora expresión pensativa. Me volví de nuevo a él y respiré hondo.

-No es herida -negué.

Fruncí el ceño con más fuerza, mirándolo fijamente a los ojos. Tomé la mano que tenía en mi cabeza entre las mías y la hice descender hasta la altura de mi vientre. La miré un momento, y luego volví a subir los ojos a la cara de el chiquillo.

-Es aquí.

Zacharyas observó cómo la chica guiaba su mano, más húmeda de lo normal, hasta su vientre. Pasaron varios segundos en los que él barajó infinitas posibilidades: heridas, enfermedades, parásitos estomacales, virus, inflamación... Luego, su labio inferior se entreabrió. Las cejas del caeruleus se elevaron, abriéndose también algo más sus ojos oscuros. El sudor comenzó a salir de los poros de sus sienes.

El cerebro de Zacharyas no funcionaba como el del resto de las personas. Para él, muchas veces, un suceso doloroso era hermoso. La sangre, atractiva, le resultaba excitante. Además, sentir el dolor en sus propias carnes le hacía segregar unas sustancias muy similares a las que se tenían cuando se sentía placer. Y, en aquel mismo momento, su cerebro colapsó, como su hubiese sido golpeado desde dentro, haciendo que Zacharyas se llevase una mano a la frente para contener aquel extraño revoltijo de pensamientos.

-¿Bebé? -inquirió cuando consiguió hablar, con su peculiar tono gris.

Aquella no era la imagen que el mago había visto nunca de sí mismo con un bebé. Nunca se había visto con uno, de hecho. Quizás un bebé muerto. Pero él no gustaba a los niños.

Finalmente, Zacharyas perdió el equilibrio, cayendo sentado. Y temblaba. Sus ojos lo reflejaban: miedo.

FdR- Pausado

Me quedé un buen rato quieta, sin hacer nada. Cuando cayó de espaldas, simplemente, solté su mano, dejándolo ir. Ladeé la cabeza, seria. Por último, me senté cruzando las piernas frente a él y apoyé las manos en las rodillas. Apreté los labios, en un gesto entre triste y preocupado, mirándolo con algo de miedo.

-No importa -murmuré. Bajé la mano a la tripa y me la palpé. En realidad, no sentía nada. Solo un bulto, pero no era nada. A lo mejor era mentira.

Como si no hubiese escuchado nada más de lo que ella decía, Zacharyas, todavía perplejo, contemplaba el vientre de la parvus que estaba frente a él. No era tan pronunciado como para que se hubiese dado cuenta por sí mismo, pero al fijarse sí podía notar la leve curvatura de la que había oído hablar muchas veces.
Su mano, larga y pálida, recorrió un instante la superficie, indecisa, como si buscase hallar que aquello no era más que aire. Apretó la otra, al mismo tiempo, casi con frustración.

-¿De verdad aquí hay... -inquirió, con un hilo de temerosa voz- una persona?

¿Cómo podía saber ella aquello? ¿Cómo podía saberlo nadie? ¿Acaso, se preguntaba el mago, podía hurgar y mirar en su interior?