Sala común

Entré en la sala común de guerreros, con varios bultos sobre mis manos. Tenía dos bolsas bandoleras, una en cada lado, que llevaban dentro todo lo que las chicas necesitarían. Me dirigí rápidamente a las escaleras, que subiría con cuidado de no tirar nada. Me gustaba hacer las cosas por mí misma sin el uso de la magia; para mí sólo debía usarse en dos ocasiones: para investigar y para defenderse.

El piso de arriba estaba vacío, como de costumbre; los líderes no solían frecuentar mucho esa sala, yo incluída. Ya había indicado a las chicas que estaría en la zona de arriba, ellas sabía dónde encontrarme. Me acerqué a la mesa central, con forma rectangular, y coloqué sobre ella, de forma equitativa, las bolsas y las cargas que llevaba en las manos, separándolas en dos montones que se disponían en frente de dos sillas. Después, rodeé la mesa para sentarme en frente de las dos sillas vacías; a partir de ese momento esperaría a que las chicas llegasen. En frente de mí, dos sobres.

*Se queda*

No hablamos mucho por el camino, manteniendo simplemente un ambiente distendido, pero nada más. Yo voy pendiente de Vilo, que sigue bastante alterado, aunque poco a poco se va calmando. Creo que no entiende muy bien por qué volvemos dentro cuando fuera hace tanto sol todavía, pero por hoy tendrá que aguantarse. No sé cuánto tardaremos; si aún es pronto cuando acabemos, quizá volvamos a salir un rato.

Ambas llegamos a la sala común y subimos al piso de arriba, tal y como la líder nos ha indicado. Tras llamar a la puerta, abrimos y nos presentamos ante ella. Hago una pequeña inclinación de cabeza, como una reverencia, como saludo.

-Buenas tardes -me limito a decir, esperando sus instrucciones.

Sabía de antemano quién era ella, pero la verdad es que es tan joven que resulta extraño que sea tan poderosa. Es evidente que las apariencias engañan. Me preocupo por mantener a Vilo quieto y formal.

Llegaron por fin Anna y Lea, entrando con un saludo al que yo respondí con una sonrisa y un gesto para que tomasen asiento en frente de mí. Me fijé en que Lea llevaba un lobito con ella, y no pude evitar quedarme mirándolo durante unos segundos con ternura, me encantaban los animales. Sin embargo, no era el mejor momento para ablandarse, tras un breve carraspeo -más decorativo que necesario- saludé a las chicas.

- Encantada, soy Jillian Campbell - miré hacia Lea, pues con Anna ya había hablado el día anterior -. Antes de nada, muchas gracias por haberos presentado a esta misión, ya que es muy importante para mí.

Escuché las palabras de Anna, y asentí con la sonrisa todavía en la cara.

- Así es, las he recibido en perfecto estado - comenté posando mis ojos en los suyos -. Y una vez más, he de felicitarte por tu trabajo.

Hice una pausa de varios segundo en la que mi mirada se posó en ambas jóvenes, siempre sonriente. Bajé la vista hacia los sobres que tenía ante mí y los deslicé cuidadosamente hacia las que serían mis espías para la misión.

- En estos informes está toda la información que necesitaréis para esta misión: los requisitos, las condiciones y el material, entre otras cosas - mi apariencia era seria pero sin dejar de lado el tono de agradecimiento que sentía hacia las chicas -. Me gustaría que le dedicaseis ahora unos minutos a su lectura, y en caso de tener alguna duda que me la preguntaseis.

Me eché hacia atrás para apoyar la espalda en la silla, esperando a que las jóvenes acabasen de leer el informe.

FdR: Se os enviará inmediatamente el informe en un mensaje privado, por favor, leedlo antes de responder a este post.

Ante la indicación de Jillian Campbell, tomo asiento frente a ella, seria, silenciosa, indicando a Vilo con un gesto que haga lo mismo. Él se sienta a mi lado, con las orejas en alto y dando coletazos al suelo de vez en cuando, curioso. Espero que no se ponga a hacer el loco ahora.

De nuevo, inclino la cabeza ante ella.

-Me siento muy agradecida por haber sido escogida. Espero que todo salga como es debido -respondo, sin más, con voz suave.

Tomo el sobre que me corresponde y lo abro, extendiendo las hojas y comenzando a leer. La verdad es que la información e instrucciones son detalladas. Tanto que no puedo evitar sentirme un poco agobiada, preguntándome si olvidaré algo. Supongo que lo ideal es memorizarlo, ya que sería absurdo llevarlo con nosotras al lugar adonde vamos. La posibilidad de que caiga en malas manos es demasiado alta.

Una vez he leído el informe y hojeado los archivos adjuntos, comprobando que todo está en orden según lo descrito, alzo la vista de nuevo, esperando. Tal vez tenga algo que añadir o, en su defecto, espere nuestras preguntas.

Vilo no se mueve de donde está, pero alza el morro hacia mí, como si pretendiera leer él los documentos.

Sonrío, aliviada, al escucharla, tras haber, como ha indicado, tomado asiento, al lado de mi compañera, frente a ella. Lo primero que hago es coger el sobre, abrirlo con delicadeza, y entonces acomodarme las gafas. Procedo a leer detenidamente, en silencio, seria. A veces vuelvo arriba, releyendo alguna parte. Cuando me doy cuenta de que Lea ha acabado apuro un poco el ritmo, y pronto también yo alzo la vista de los papeles, clavando los ojos en la señorita Campbell con una sonrisa suave y dispuesta.

-Tengo alguna pregunta, si me lo permite -comienzo, con cautela, esperando ver en su expresión algún gesto que indique que puedo hablar-. ¿Cómo podría darse un combate en una situación como esta? Sé que la intención es evitarla, y yo misma no quisiera que pasase, pero si estas personas podrían llegar a considerarse susceptibles de enfrentarse a nosotras... ¿Se tienen datos sobre lo poderosos que serían? -. Estoy algo nerviosa, pero sigo-. Yo no cuento con un arma, señorita Campbell. Y temo que podría no ser capaz de usarla si tuviese que atacar a alguien -añado, bajando un momento la vista. De nuevo, la miro-. Pero el no tener la intención de volver esto peligroso no significa, necesariamente, que no lo sea. ¿Podría tomar prestada un... un arma de palacio?

La inseguridad es patente.

Ambas jóvenes tomaron asiento en silencio como yo indiqué. La seriedad del momento me habría molestado hace un par de años, sin embargo, en el laboratorio me había acostumbrado a que todo el mundo me tratase con respetuosa frialdad, por lo que esos momentos me resultaban hasta agradables. Comenzaron a leer los informes que les había entregado, siempre con la misma expresión. Lea fue la primera en cavar de leer, y parecía que no tenía ninguna pregunta; eso, o estaba esperando a que su compañera acabase de leer el suyo.

Cuando Anna terminó de leer, posó las hojas sobre la mesa y se dirigió a formularme una pregunta. Se notaba que le gustaba tener las cosas muy claras; siempre que hacía una pregunta realmente formulaba tres o cuatro.

- Digamos que el Doctor Harvert es un hombre un poco violento – comenté recordando las palabras de mis compañeros de laboratorio respecto a él: un hombre muy extraño, y con la mano muy suelta -. Sin embargo, durante su horario de trabajo suele comportarse de forma más o menos seria – mis ojos se pasaban de una a la otra -. No deberías tener ningún problema – finalmente los posé en Anna -. Aún así, yo misma me encargaré de que recibas algún arma que te pueda ser útil en el remoto caso de que eso ocurra.

Me tomé una breve pausa para mirarlas fijamente a los ojos, con una actitud seria.

- Chicas, va a ser un trabajo duro, pero confío en vosotras. Las cosas pueden ponerse un poco feas, pero debéis mantener la calma y nunca sacar las armas a menos que no veáis otra salida – Hice una nueva pausa -. Mucha suerte, y recordad que Brontë estará velando por vosotras.

Les dirigí una última sonrisa, y si no tenían nada más que preguntar, me despediría para volver con los estudios a mi cuarto

Asiento lentamente ante la información que nos ofrece. Es bueno saber qué vamos a esperarnos. Por otra parte, la pregunta de Anna me resulta realmente interesante.

-Yo sí cuento con armas -explico-. Son dos látigos que adquirí en una misión. Causan el dolor que corresponde a sus golpes como un látigo normal, pero no dejan ninguna marca allá donde golpean. Pensaba que no serían muy adecuados, pero ya que nos conviene no dejar pistas, en el caso extremo de que debiéramos pelear, quizá sean útiles. Además, no proceden de Brontë, con lo que no habría forma de relacionarlos con el palacio más que a través de mí. Pueden enrollarse como un cinturón o esconderse bajo la ropa. Podría dejar uno a mi compañera. Aunque no estoy segura de si son las armas más adecuadas.

Miro fijamente a la líder, esperando que ella misma resuelva esa cuestión. Por el rabillo del ojo, miro un momento a Anna. Dudo que se vea siquiera capaz de empuñar uno, pero ambas deben saber que es una opción que está disponible.

-También querría saber cuánto tiempo estaremos "en prácticas" -añado-. ¿Debemos permanecer las dos jornadas completas con ellos o marcharnos en caso de que consigamos toda la información antes de ese plazo? ¿Pueden dar por hecho que seguiremos más tiempo con ellos de esos dos días, viajando con ellos?

Escuché atentamente a las palabras de Lea, la verdad es que su sugerencia no era una mala idea. Asentí al mismo tiempo que sonreía.

- ¡Brillante idea! - Exclamé sin levantar la voz apenas -. Sin embargo, reitero que este temas no os debería preocupar lo más mínimo, en caso de que ocurriese algo, seríais socorridas.

Miré a Anna un momento, para luego volver a posar mis ojos en Lea y continuar la respuesta.

- Eso dependerá del Doctor Harvert, os recomendaría sin embargo dormir en un lugar alejado de donde pueda dormir él - mi tono se volvió de nuevo serio -. Intentad limitar vuestro trato con su grupo a un trato profesional.

Anna había formulado otra pregunta, y mi cabeza se giró hacia ella.

- No seréis castigadas por hablar de ello - respondí volviendo a curvar mis boca hacia arriba -. Pero preferiría que nadie lo supiera, al menos por ahora...

Con los ojos evalué a ambas guerreras, esperando alguna cuestión más.

Parece que el asunto de los látigos queda aprobado. Lo tendré en cuenta, pues. Puedo darle a Anna... Amanda el que le corresponda en cualquier momento. De hecho, quizá convendría que le enseñase a usarlo. No es que yo sea una experta, pero al menos los he usado alguna vez, aunque sea escasamente y solo en la sala de entrenamiento.

Asiento a Jillian Campbell, muy seria.

-Haremos lo que esté en nuestras manos -afirmo, dispuesta.

No soy una guerrera destacada. Lo sé, soy consciente de ello. Pero si puedo ser útil, lo seré. No me gustaría volver a tener un encuentro como lo tuve con el líder parvus. Prefiero cumplir con mi trabajo y evitar problemas. Y más ahora, que todo parece en un estado crítico.

Tras vagar un poco por los pasillos, sin cruzarse más que con algunos boros que limpiaban y un par de muchachos del servicio enfrascados en una conversación, que callaron al verlo, reservados de pronto, Zacharyas entró en la sala común. Aún tenía el pelo húmedo, lo que lo hacía tenerlo más lacio de lo normal, y el frío le provocaba una especie de dolor agudo en los oídos, agradable.

En vez de buscar el sofá, tomó asiento ante el ajedrez. Alguna vez había ido allí ya, y le gustaban sus figuras hábilmente talladas en piedra, de superficie suave y helada.

Zacharyas tomó asiento del lado de las negras, y entonces, extendiendo una mano hacia las blancas, movió un peón dos casillas hacia sí, comenzando una partida contra sí mismo.
Al caeruleus le gustaba incluso aquello, aunque estuviese solo.

*se queda*

Corbin había pasado un intenso día de entrenamiento bajo ya lluvia, y tras ello, había decidido que una buena forma de acabar el día sería con un libro en las manos. Por una vez, quería permitirse el acostarse a una hora razonable (pese a que seguía pendiente de no romper los horarios con Caligo). Después de todo, nada le convenía más que alternar días y noches de actividad.

Sin embargo, pese a que estaba perfectamente relajado ya, Corbin no pudo evitar frenar en seco ante la puerta cuando vio quién estaba en la sala. Ni siquiera se esforzó por ser sigiloso, aunque al momento se dijo que debería cuidarse y serlo siempre. Observó, desde la puerta, al caeruleus. A su enemigo. Parecía entretenido en una solitaria partida de ajedrez. Corbin se planteó si aquello pretendería ser una estrategia de combate; eso era el ajedrez, por lo que sabía, después de todo.

Viéndolo con detalle, el caeruleus parecía enfermo y débil; pero Corbin sabía que no era así. Aquel hombre era una prueba perfecta de cómo uno debía cuidarse de aceptar las apariencias.

Cuando la puerta se abrió, Zacharyas todavía esperó a comer un alfil con una de las fichas blancas antes de volver el rostro. Era solo una pieza de mármol, pero no podía evitar imaginar a la persona a la que representaba, y su dolorosa muerte a manos de un mero peón.
La sonrisa suave que solía vestir se afianzó, no obstante, al encontrar sus ojos oscuros al recién llegado. Ladeó suavemente la cabeza, con satisfacción.

-Buenas tardes -saludó con su habitual voz ronca, sin separar los ojos del claritas-. ¿Deseas jugar una partida? -inquirió entonces, con el mismo tono anodino, rasposo, sin mover más músculos que los que usaba para hablar y mirarlo.

Corbin lo observó en silencio, sin responder. Por un momento, se había planteado si estaría bien dar rienda suelta a un nuevo combate, aquella vez con más obstáculos de por medio y un espacio muy reducido. Podría ser interesante, pensaba. Por suerte, recordó a tiempo que estaba prohibido luchar en aquel lugar. O por desgracia. De verdad hubiera sido interesante.

Miró un momento las fichas dispuestas sobre el tablero, tremendamente serio. No había tenido oportunidad de ver uno de verdad antes de llegar a Brontë; tan solo había extraído información al respecto de los libros, pero no era exactamente como lo imaginaba.

Alzó la vista del tablero al caeruleus.

-No sé jugar -respondió simplemente.

Zacharyas asintió a su respuesta, volviendo la vista al tablero. Le tocaba a las negras, y aquel alfil merecía ser vengado. Sus compañeros, estaba seguro, habría sufrido mucho por su muerte, y estarían sedientos de sangre. Por aquello los ejércitos no lograban proteger al rey: se dejaban guiar demasiado por sus sedes de muerte y venganza por los compañeros caídos. 
Zacharyas lo comprendía.

Le tomó sobre veinte segundos decidir su movimiento y realizarlo, y entonces, áspero, sin mirar siquiera al claritas, se dirigió a él.

-¿Quieres aprender? -inquirió, cavilando ya sobre el siguiente ataque.

Corbin miró a su compañero en silencio, observando cómo estudiaba y movía las piezas. Por una parte, veía absurdo tomarse tanto tiempo en decidir los movimientos; en una batalla real, el enemigo no esperaría a su turno para atacar de nuevo, y lo ideal era que todo estuviera asentado desde la base. Sin embargo, por otra parte, le parecía una práctica interesante, algo así como un ejercicio de técnica que después debía llevarse a la práctica en compañía de la agilidad mental.

Miró al hombre con desconfianza cuando hizo su pregunta. Pero no podía negarlo: le parecía útil y sentía curiosidad. Al final, con pasos lentos, acabó por acercarse y sentarse frente a él, observando el campo de batalla, muy serio.

Zacharyas lo vio ponerse en marcha, y comenzó a recoger las piezas, volviendo a colocarlas en sus posiciones iniciales. Una vez la última hubo ocupado su sitio, alzó de nuevo la vista, clavando los ojos en los del otro. Ambos, pensó, los tenían prácticamente igual de oscuros. Quizás aquello tuviese algún significado.

-Esto son peones -comenzó, recorriendo con un dedo huesudo, pálido, la primera fila de cada color, rozando las pequeñas cabezas de los soldados-. Se mueven solo una casilla, verticalmente -comenzó a explicar, mientras desplazaba uno de ellos un cuadro hacia adelante-. En el primer movimiento de la partida de cada jugador, como excepción, pueden mover dos casillas. Pero a partir de entonces -carraspeó- solo una. Para comerse otra pieza, sin embargo -. Sonrió-, para matar... -. Hizo el movimiento- deben hacerlo en diagonal. No pueden retroceder.

Continuó explicando en orden: la torre, que se movía cuanto quisiese en vertical o en horizontal, adelante o atrás, pero solo en una dirección y sentido de cada vez; el caballo, que debía hacerlo en ele, y el alfil, que funcionaba como la torre, pero en diagonal. Luego le explicó la reina, que conjugaba los movimientos del alfil y la torre, pero no los del caballo. Y finalmente, le explicó el rey, el individuo a proteger de la partida, pudiendo moverse a cualquier cuadro contiguo.

-Hay que evitar que muera el rey, y matar al rey contrario -explicó-. Como en un ejército, las piezas deben morir por él si hace falta -. Lo miró, pensativo, con una sonrisa extraña-. Si un peón alcanza estas casillas -explicó, señalando las últimas de cada lado, donde se situaban las piezas más fuertes- se promociona en cualquiera de las piezas excepto el rey.


Terminó por explicarle el funcionamiento del jaque y del jaque mate y luego, curioso, lo contempló. Hacía mucho, pensó Zacharyas, que no hablaba tanto, y menos de un tema tan aparentemente banal como aquel.


-¿Tienes alguna pregunta? -inquirió, completamente relajado.

Corbin lamentó que recogiera las piezas tan rápido. Después de todo, era interesante ver hasta qué punto había desarrollado la batalla. Podía permitirle observar su mentalidad, aunque fuera de forma superficial. Sabía cómo luchaba el caeruleus por sí mismo, pero era interesante ver cómo dispondría un ejército.

Pasó en seguida a prestar atención a los movimientos que el caeruleus iba explicando, tratando de memorizarlos y buscarles un sentido. Pronto concluyó que el juego tenía cierto sentido, aunque si de él dependiera, mataría a su propio rey e impondría una figura más poderosa en su lugar; no tenía sentido perder la vida protegiendo a alguien tan poco hábil, que en ningún aspecto parecía demostrar haberse ganado su puesto.

Sin embargo, no hizo comentarios. Se limitó a agrupar las piezas tal y como el caeruleus le indicaba, preguntándose hasta dónde podrían llegar sus reflexiones, hasta cuándo podría defender a aquel rey que no merecía ser defendido.

Alzó la vista hacia el caeruleus y negó con la cabeza. Por él, la partida podía empezar.

Zacharyas sonrió, asintiendo, mirando fijamente al hombre que tenía frente a sí: Corbin. Le resultaba una persona sumamente interesante. Y, aunque una parte de él ya pensaba en golpearlo y atravesarlo nada más verlo, aquella tarde se sentía sosegado, capaz de disfrutar de otro tipo de entretenimientos. Como aquel. Como el ajedrez.
Había jugado un rato, con Ayne, una vez ya hacía tiempo.

-Blancas mueven primero -indicó entonces, reforzando un poco la sonrisa, señalando sus piezas con un gesto de cabeza-. ¿O prefieres cambiar los sitios y que -. Carraspeó- empiece yo?

Corbin observó en silencio el tablero, esperando. Cuando el caeruleus habló, invitándolo a comenzar, el hombre miró sus piezas, tan serio como hasta entonces. Piezas blancas. Qué curioso. Alzó la vista hacia su contrincante, negando.

-Empezaré -declaró.

Y, sin embargo, no hizo ningún gesto, sino que continuó mirando las fichas en silencio. Exploraba el tablero. Se preguntaba si existía alguna forma, realmente, de acabar con aquel rey. No contaba con ello; sabía que aquel juego no eran solo movimientos, sino también cálculos, y era consciente de su falta de experiencia.

Al final, tal y como era de esperar, movió un peón y esperó la respuesta.

Zacharyas aguardó, con su acostumbrada sonrisa extraña, a que el hombre moviese, y él mismo abrió también con uno de los peones, dando de aquella forma comienzo a la partida. Aguardaba siempre a que Corbin actuase con tranquilidad, respondiendo en caso de que el otro le preguntase algo, a sabiendas de que las dudas no eran extrañas en una situación como aquella. Y él mismo, por su parte, se tomaba su tiempo para pensar, calmo, y movía siempre con suma lentitud y cuidado, como si las piezas fuesen a estallar en pedazos por el mero hecho de que las agarrase con más fuerza.

Movió un caballo, dejándolo deliberadamente en la línea de un alfil que lo estorbaba. Si lo comía, él lo comería con el propio. 
A veces los sacrificios eran necesarios. Y en aquella situación le era favorable.

Para cuando Corbin se dio cuenta de cómo estaba llevando a cabo su estrategia, era un poco tarde para rectificar. En seguida se había ensañado con el juego, tratando de eliminar tantos efectivos como le era posible, sin preocuparse por dejar los propios como carnada. Y, por supuesto, eso suponía que el juego avanzaba, pero también que perdía el terreno que avanzaba. Los obstáculos que eliminaba correspondían a los soldados que perdía en el camino.

El claritas pensaba con cuidado cada movimiento, observando cada vez con más atención las consecuencias de cada movimiento, tratando de mirar más allá de la jugada. Y, sin embargo, veía la muerte tan fácilmente accesible que, en la mayoría de los casos, cedía a ella sin rodeos.

Zacharyas contempló con una sonrisa cómo el alfil caía en un truco tan básico, tan obvio. Él hacía lo mismo el principio, recordaba, porque buscaba la muerte y el dolor por encima de la victoria. Su padre le había dicho un día, entonces, que debía aprender de todos modos a contenerse con respecto a aquello. Que debía saber tener la cabeza fría. Matar o ganar.

-Jaque mate -murmuró, moviendo entonces su alfil allí donde había estado el de su rival hacía escasos segundos. Y al haberlo apartado de donde se encontraba, le había dejado vía libre para el rey.

Alzó la vista, con una sonrisa simple, sin jactarse, encontrando los ojos de Corbin una vez más.
El sufrimiento del rey era el sufrimiento del perdedor. Era más dulce que la muerte de las demás piezas.