Sala común

Corbin descubrió en seguida que, como otras veces, se había precipitado. Aunque no dudaba de las capacidades del caeruleus, sintió la necesidad de comprobar las piezas, de asegurarse de que, efectivamente, el rey había muerto. Y así era.

Casi con deleite, Corbin tomó la pieza correspondiente al rey y la tumbó, declarando así el final de la partida. Aunque hubiera perdido, le resultaba en cierto modo satisfactorio ver derrotado a aquel rey inútil. Su reina, mucho más versátil, seguía en pie. Ella hubiera merecido más que otros murieran en su lugar. Era visiblemente más poderosa.

Alzó la vista hacia Zacharyas.

-Es un juego interesante -concluyó, sereno.

Zacharyas contempló los gestos del otro hasta que el rey cayó, y él mismo sucumbió a un escalofrío sutil, agradado por aquel hecho. Luego ascendiendo con los ojos por el cuerpo del claritas, siguiendo su yugular al llegar al cuello, halló una vez más sus ojos oscuros como la maldad. Aunque no parecían malvados, de alguna forma. Más bien vacíos, o impenetrables, se le ocurrió pensar al mago.

-Es una buena forma de activar la mente -comenzó, con suavidad-. Y, además de entretenido y estimulante. puede resultar didáctico, por supuesto. Aunque no deja de ser un juego-. Carraspeó-. Las guerras de verdad no son tan ordenadas.

Corbin asintió, pensativo. Le resultaba extraño hablar con tanta tranquilidad con aquel hombre. Normalmente, trataba de matar a aquellos con los que luchaba, y había encontrado pocas excepciones hasta el momento. Con Alehyss había aprendido que podía alternar combate y charla, pero hasta entonces no se había parado a hablar con Zacharyas.

-Es útil para mejorar la estrategia -respondió-. Aprender ciertas fórmulas básicas es interesante. En batalla no hay tiempo para pensar, así que hay que buscar en el instinto. Educar el instinto permite matar con mayor facilidad.


Pensó en volver a levantar al rey, pero decidió no hacerlo. Lo prefería así, derrotado.

Zacharyas ladeó la cabeza con suma curiosidad. El pelo, ya seco, había recuperado sus bucles desordenados habituales, y se acomodaba a sus movimientos, sumiso.

-Todo lo que puedo extraer a mayores de aquí es que el que domina al grupo dejará que se sacrifiquen por él porque no desea morir -murmuró, con voz ronca, esbozando una sonrisa-. Las historia de la humanidad está llena de sacrificios injustos, pero se juzga a otros que, cometiendo menos acciones ruines, parecen peores por no hacerlas por los mismos -. Carraspeó- motivos.

Zacharyas colocó la yema de su dedo corazón sobre el propio rey, haciéndolo bailar sobre sus bordes, en círculos concéntricos, suave.

-Este juego es egoísta como las personas. Por eso me gusta -explicó, con suma calma-. Me resulta muy auténtico.

Corbin permaneció en silencio, escuchando a su compañero. Resultaba extraño oír aquellas reflexiones, aunque no le eran del todo desconocidas. No estaba, de todos modos, muy acostumbrado a las opiniones generales. La moralidad era un asunto que no le resultaba del todo familiar, más allá de unas bases. O, más bien, la moralidad mayoritaria.

-No es auténtico -replicó, sin embargo-. En un juego auténtico, el que dominaría sería el más poderoso -. Corbin cogió la reina blanca y la situó en su casilla inicial de nuevo-. A partir de ahí, se irían sacrificando los más débiles al principio, y a medida que avanzase la batalla, los más fuertes. El rey sería el segundo en ser sacrificado. Quizá el tercero, pero nada más. Nadie querría proteger a alguien tan débil.

Al cabo de un momento más, Corbin se levantó y cogió su libro de nuevo. Miró largamente al caeruleus. Después de aquel extraño encuentro, había tenido un efecto diferente en él.

-Buenas noches -se despidió, antes de salir de la sala.

*Se va*

Zacharyas mantuvo una sonrisa en todo momento, contemplando al claritas mientras hablaba, escuchándolo, observando cada uno de sus movimientos en el tablero, o sus expresiones. Y no dijo nada, incluso llegó a asentir levemente, casi con gracias.

-Buenas noches -respondió, cuando el otro habló, alargando la mano hacia las fichas, comenzando a ordenarlas de nuevo, para otra partida.

No tenía razón, pero Zacharyas no había visto necesario decirlo. No había visto necesario decirle que el ajedrez era exactamente igual que la realidad: primero se sacrificaban los débiles, que apenas parecían servir, y luego, poco a poco, los poderosos. Pero que todos ellos luchaban por proteger a otro que acababa no siendo más que un emblema, que una persona que se creía con derecho a escudarse en otras vidas por un mero nombre o un cargo, pero que jamás sacrificaría lo suyo por lo de nadie.
Los más bajos siempre se sacrificaban por una rata que valía menos que nada.

Antes de empezar la partida, Zacharyas tomó ambos reyes, poniéndolos en el centro del tablero, uno frente al otro, en casillas contiguas. Los observó por un momento, con una sonrisa algo oscura.

-Morid, por una vez, por todos los demás -murmuró, entre dientes.

Entonces, dejándolos así, se levantó y abandonó la habitación.

*se va*

Tenía uno de verdad. Tenía que enseñarle porque era de verdad, y si no le enseñaba no sabría. Y si no le enseñaba se iría porque no serviría. Tenía que prepararle tesoros y enseñarle. ¿Qué podía enseñarle?

Me senté en el sofá y me tapé con una mantita, y le di caricias. Tenía delante la chimenea, y la miraba, repasándome el labio con el dedo, pensando. Al final, supe.

-Eso es fuego -expliqué-. Está caliente y es bonito. Bonito como tú. Y los de fuego son gigantes que brillan, y también son calientes. Y dentro tienen más fuego.

*Se queda*

Tras un duro entrenamiento como el de aquel día, muy apropiado para apartar de mi mente las ideas innobles y tristes, había tomado la decisión de, al salir del obligatorio baño, dedicar el tiempo a la lectura. ¡Hacía tanto que no leía algún poema de caballeros que casi parecía haber olvidado aquella parte de mí mismo! Y era cierto que me sentía diferente, pero no por aquello debía descuidar la cultura que había ganado en Ignis.
 
En vez de ir a la biblioteca, aquella tarde, entonces, llevaba uno de los libros que había llevado conmigo desde casa, ya con las tapas gastadas y las hojas amarillentas. Aquel libro había pertenecido a mi abuelo, luego a mi padre, y en aquel momento estaba en mis manos para ser releído una vez más.
 
No obstante, aún acababa de entrar en la sala común cuando descubrí que estaba acompañado, por lo que mantuve el libro en la mano, cerrado, y miré a la pequeña parvus con una gran sonrisa.
 

-¡Buenos ojos te vean, Ayne! –saludé, alzando la mano vacía con energía-. Llevaba mucho tiempo sin verte. ¿Has estado fuera, acaso, en alguna misión por el mundo?

Alcé la vista de golpe, esbozando una sonrisa.

-¡Ah, mira, ahí hay uno de esos! -exclamé, señalando al gigante. Luego asentí un poquito-. Conseguí un amigo nuevo. Uno enorme. También es un gigante como tú. Y me dio un tesoro.

Me levanté en el sofá y me apoyé en el respaldo, mirándolo. Entonces di un pequeño saltito, tensándome y alzando las cejas, y sonreí.

-¡Ven a que le enseñe al de verdad!

Alcé las cejas, curioso. Desde luego, su forma de hablar se me hacía difícil, serían cosas de parvus, de vivir en cuevas, pero era una joven tan enérgica que los problemas de comunicación eran poca barrera para separarnos.
 
-¿Un gigante? –inquiricé, dejando ir una carcajada animada-. No conozcas tampoco a demasiados gigantes, o me quedaré pequeño –pedí, de buen humor.
 
Me acerqué al sofá. Ella parecía algo nerviosa, contenta. Me alegraba ver que las cosas habían ido tranquilizándose después de todo. Disfrutar de un breve momento de calma, leyendo un libro, con algún compañero… Aquellas cosas, antes tan comunes en mi vida, a veces llegaban a parecer regalos, de alguna forma.
 
-¿De verdad? –inquiricé, poniendo los brazos en jarras-. ¿Acaso has conocido también a un mentiroso? No dejes que la mentira te guíe hacia la oscuridad, Ayne –recomendé, algo más serio.

Negué, segura y sonriente.

-Nonó -repliqué-. Este gigante era distinto de tú. Tú eres un gigante más aaalto, y este era un gigante más aaaancho. Es que era un muro, ¿sabes? Mi amigo se llama Muro. Y tú eres una torre y claro. Pero el muro estaba muy bien hecho. Era fuerte fuerte. Aunque tú también eres fuerte.

Se me borró la sonrisa y bajé la vista, pero en seguida sonreí otra vez. Le cogí una mano y tiré de él para que se sentara.

-Nonó -repetí-. El de mentira se fue. Ya se fue hace mucho. No quiso. Pero este es de verdad. De verdad de la verdad. Nos lo dijo un señor. Y el chiquillo también lo dice.

Me senté de nuevo y puse su mano en el de verdad, para que pudiera aprender.

-¿Ves? -le dije-. Los gigantes de fuego tienen fuego dentro. ¿A que es chulo?

De modo que había un hombre muy ancho haciéndose amigo de la gente. Me alegraba ver que había gente buena. Tenía ganas de encontrármelo, pues, para hacer buenas migas con él. Quizás pudiésemos tener una conversación de hombre a hombre, que hacía mucho que no las tenía.
 
-¡¿Y dónde puedo encontrar a ese Muro?! ¿Es acaso un nuevo guerrero de Brontë? No he visto ninguno así por los pasillos, y supongo que será sencillo –terminé, dejando ir una risa, por mi chiste.
 
Cuando tomó mi mano le hice caso y me senté, risueño. Me sentía radiante aquella tarde. Seguramente sería por el ejercicio. Siempre solía ponerme de buen humor, al final.
 
-¿Pero qué es de verdad? –pregunté, más manso, curioso, mirándola mientras hablaba.
 
Entonces llevó mi mano a su vientre y la sonrisa se me borró poco a poco. Miré primero mi mano y luego ascendí lentamente para mirar su rostro.
 
-¿Está aquí? –inquiricé, con tanteo, haciendo un poco de presión, muy suave, en su barriga.
 
Qué va. Sería otra cosa.

Mithos, por supuesto.

Otra vez negué.

-Nonó -insistí-. Fui a misionear y estaba él. Luchamos y ahora es mi amigo. Pero no está aquí. Si vuelve, te lo enseño.

Reí, divertida.

-¡Un bicho! -exclamé.

Cogiendo su mano, la pasaba por encima, haciendo caricias. Además de enseñarle y prepararle tesoros, había que quererlo.

Miré a Rick y asentí.

-Está, pero está escondido. Hasta dentro de mucho no sale. Yo quiero ya, pero él no quiere -expliqué.

Alcé las cejas, dibujando una ancha sonrisa. ¡Con las ganas que tenía de ir de misión! La última vez que había salido a una… Todavía recordaba a la niña tendida en el suelo. Fue una tragedia, verdaderamente…

-Pues estaré encantado de conocerlo incluso si es de fuera, por supuesto. Una buena persona de verdad es aquella que no se cierra a conocer a otras, ¿no? En los compañeros está la fuerza.

El tema del muro estaba bien.
El otro, sin embargo… me había dejado sin palabras.

-¿Vais a tener… un hijo? –inquiricé, y a medida que hablaba los ojos se me iban abriendo un poco, como si hubiese estado dormido y de pronto despertase-. ¿Es eso verdad?

Heylel… Heylel iba a tener un hijo. ¿También Zacharyas?
Sentía una turbiez extraña dentro de mí, como un nerviosismo. Terminé por sonreír.

-¡Eso es fantástico! ¡Mithos! ¿En serio? ¡Mi más sincera enhorabuena!

Porque estaba contenta, ¿cierto? Lo parecía. Habría otras que quizás, en su situación, no lo estuviesen tanto. No todo el mundo apreciaba la llegada de una criatura, al fin y al cabo…

Sonreí.

-Muro es un buen muro -expliqué-. Es un amigo.

Sonreí más luego, y acabé por reír, y se me había contagiado a la cara el calor de los gigantes de fuego. Asentí, contenta.

-Sí, sí, este es de verdad -insistí-. Seguro seguro. Y hay que enseñarle muchas cosas para que sea listo y nos quiera. Y hay que darle muchos tesoros. Y hay que quererlo mucho.

Lo tapé con la mantita para que estuviera bien y me tensé un momento. Luego me estiré.

-¡Y no quiero esperar!

De verdad era aquello… Costaba creerlo, pero era aquello. Quizás era la noticia que menos esperaba escuchar, pero no podía evitar alegrarme. Todavía recordaba a Zacharyas, solo, incapaz de acercarse a ella. De no haber sido por mis consejos quizás aquello no hubiese sido posible, ¿no?
La sonrisa se me escapaba, de verdad…

-¡Es algo fantástico! ¡Algo a celebrar! ¿Cuánto tiempo llevas ya? ¿Lo sabe el padre? ¡Mithos, si es que parece que queréis ponerme triste! -. De todas formas reí, contento-. Yo aquí, sin dama a mi lado, sin Lyo, y vosotros… -. Sacudí la cabeza, enérgico. La envidia no era buena amiga-. Vaya noticia… ¡Si necesitáis alguna ayuda haré todo lo posible! He estado cuidando a un niño varios meses, y creo que he aprendido bastante –aseguré, emocionado.

Levanté el labio inferior, con un suspiro.

-Poquito -refunfuñé-. Pero espero con el chiquillo. Tenemos que hacer muchas cosas.

Ladeé la cabeza, parpadeando, y me eché un poco sobre él, mirándolo, seria. Fruncí el ceño, entrecerrando los ojos.

-¿Tú también quieres un bicho? -pregunté.

Asentí. Si algo como aquello hacía ilusión debía de hacerse difícil esperar. ¡Pero las cosas buenas había que esperarlas!, o algo semejante había dicho mi padre siempre.
Le di una suave palmadita en el hombro, de ánimo.

-Estoy seguro de que cuando queráis daros cuenta lo tendréis en brazos -. Solté un par de carcajadas-. Y entonces desearás haber dormido más antes, en serio.

Tenía muchas ganas de ver a Zacharyas, de pronto. Hacía mucho que no estaba con mi amigo, y después de saber aquello debía apresurarme. ¡Y no solo a él! También tenía descuidado a Heylel.

A su pregunta, me quedé paralizado un instante, mirándola. Terminé por reír, algo nervioso, negando.

-Oh, Mithos, no creo que eso fuese una buena idea ahora mismo… Estuve cuidando a uno, a Lyo, y de verdad me quedé prendado de él, pero de momento… -. Me encogí de hombros, reforzando la sonrisa-. Algún día tendré un hijo, espero, pero ahora mismo me conformo con ayudar a los que lo necesiten.

Sin mujer no había hijo, por otro lado. Y ya bastante extrañas estaban las cosas con Lea como para asustarla. La imaginaba salir corriendo, sin mirar atrás, y ya no volviendo nunca…
Qué escalofriante.

Asentí, sonriente.

-Nos vamos a ir -expliqué-. Vamos a ver negro. A casa. Cuando volvamos, el bicho estará. O casi. O no. No lo sé. Pero yo quiero.

Lo miré un momento más, seria. Era un gigante gracioso. Sonreí.

-A este hay que quererlo -insistí-. Todos. Tú también.

Arrugué un poco el ceño, confuso.

-¿A ver negro? –inquiricé primero, mirándola dudoso. No obstante, no tardé en asentir, cuando siguió hablando-. ¡Ah! A Caligo, ¿verdad? ¿Vais allí a descansar hasta que nazca el niño? –pregunté, risueño-. Es una buena idea, creo. Avisad antes de marcharos, que me gustaría despedirme como Mithos manda, por supuesto -. Me rasqué el mentón, animado, pensativo-. Supongo que es algo pronto para preguntar por nombres, ¿verdad?

Dejé ir un par de carcajadas. Ya el ejercicio me había animado el día, pero aquello, de alguna forma, lo hacía todo mucho más feliz. Eran el tipo de historias que te hacían pensar que la vida era buena, al fin y al cabo.

-Me encantará conocerlo cuando nazca –aseguré, asintiendo-. Estoy seguro de que será un gran pequeño héroe, como sus padres.

Sacudí la cabeza.

-¿Nombres de qué?

Pero en seguida me levanté, con una enorme sonrisa. Hice una graaan reverencia.

-El bicho está contento de conocerte. Pero quiere ir con papá -expliqué.

Y, sin esperar más, eché a correr fuera, llevándome la manta. Había que ver al chiquillo.

*Se va*

Ladeé un poco la cabeza, confuso, frotándome la patilla derecha con la mano. ¿Cómo que para qué?

-Para el niño, claro. Tendrá que tener un...

Pero ni había acabado la frase y se estaba levantando, comenzando ya con la despedida. Desde luego, iba a otra velocidad. Respondí a su reverencia con una propia, todavía sentado, algo extrañado por tantas prisas, aunque su explicación me lo aclaró todo.
Asentí.

-Por supuesto, descuida. Que tengáis unas buenas noches. Saluda a Zach de mi parte.

Y fue terminar de hablar y ella no estaba, prácticamente.
Tras el sonido de la puerta al cerrarse me quedé solo. Abrí entonces el libro que tenía, comenzando a leer algunos de los poemas que llevaba tanto sin repasar, pensando todavía en la situación de Ayne y Zacharyas.

Con el paso de los minutos, las palabras bailaban en mi cabeza. Quizás había entrenado demasiado aquella tarde... Pero un protector no se rendía. Y yo quería leer.
En algún momento, mientras un caballero recitaba unos versos a la dama en su balcón, mi cabeza cayó contra el respaldo.

*se duerme*

No es mala hora para ir pensando en dormir, pero dado que Vilo no parece convencido, decido darle un rato más de paseo, para que acabe de aceptar que no son horas. Por un rato más tampoco pasa nada, después de todo...

No llueve, pero no tengo ganas de salir fuera. Después de todo, yo sí estoy cansada, y no quiero que este se ponga más activo. Al final, después de un par de vueltas, acabo por entrar en la sala común. Y no hay mucho más que hacer: en cuanto abro la puerta, todo pasa demasiado rápido como para que pueda reaccionar.

Vilo, al ver a Rick (parece Rick, y espero que no haya aparecido alguna clase de gemelo en el último momento, porque será mucho más complicado excusar esto), se lanza sobre él con un gruñido, subiéndose al sofá y lamiéndole toda la cara. Suspiro. No tiene remedio.

-Vilo... -murmuro, acercándome para quitárselo de encima.

-¡¡!!

Abrí los ojos de pronto, resoplando por la nariz, sobresaltado, incorporándome. Oí un topetazo, algo cayendo al suelo, y miré a todos lados, respirando agitado, con el cuerpo en tensión.
Pero no había peligro... Era Vilo...

-Mn...h... -mascullé, dejándome caer de nuevo contra el respaldo. Finalmente ubiqué a Lea, y me froté la cara, secándome las babas de Vilo de la cara, y alguna que incluso podía ser mía...-. Buenos... ... ¿noches...?

Lea estaba allí, porque... 
¿Allí dónde?

Miré a los lados. La sala común, claro. Luego al suelo, en el que estaba el libro, abierto. 
Evité un bostezo y agité la cabeza. ¡Estaba completamente apagado! ¡Fuerza!

-Buenas noches -conseguí decir, finalmente, más entero, esbozando una leve sonrisa-. Qué despertar más dulce...

Suspiro de nuevo. Por supuesto, ahora tampoco le apetece hacer caso. Qué tonto se pone a veces...

-Venga, Vilo -insisto, tirando de él para bajarlo del sofá-. Perdona, Rick.

Aunque no tardo en arquear una ceja, sin entender muy bien lo que dice. En fin, cada uno tiene sus gustos, desde luego...

-Si tú lo dices... -respondo, encogiéndome de hombros.

Al final consigo que Vilo se deje de juergas y se siente, aunque sigue tan atento como hasta el momento. Yo, por mi parte, decido sentarme, soltando aire de golpe, cansada.

-La idea era que le entrara sueño, pero es una batalla perdida...