Encargos de Madame: La daga de Corbin.

Tormenta de Fuego no pudo sino reír ante las palabras de Corbin, y se acomodó en el carro, poniéndose las manos tras la nuca, apoyándose contra la madera, y estirando las piernas con tranquilidad. Incluso entonces, relajada, mantenía aquel gesto socarrón que parecía inherente a ella.

-Entonces, en otras palabras, "a menor tiempo menor profesionalidad", ¿no? ¿Podría decirse eso? Porque valoro que con el paso del tiempo la gente se conciencie con una causa, sinceramente. Pero si no se parte de un mínimo... ¿No tenéis muchas bajas? -. Ladeó un poco la cabeza, torciendo la sonrisa-. La vida como guerrero es complicada. Pero como mercenario lo es más, déjame que te diga, porque tus aptitudes se miden día a día. Nadie hace encargos a un inepto, a no ser que pague él mismo por ellos -acabó, con una carcajada que aplaudía su propio comentario.

El jolgorio seguía. En algún momento, los gemelos habían empezado una serie de mordaces comentarios y respuestas, el uno al otro, que Ferox coreaba a ratos con alguna risa, más bien reservada. Rayo dormitaba, por su parte, a sus pies, acariciado por las grandes manos del flamma. Si uno obviaba el ruido que lo envolvía todo, llegaba a escucharlo ronronear, tranquilo, en medio del caos.

-Desde luego que un soldado o un mercenario son útiles -casi exclamó Tormenta de Fuego, extendiendo la mano para rozar el hacha que la acompañaba, enfundada en una especie de tela-. Y sobre todo para uno. Un buen soldado no tiene que preocuparse por comer o no hacerlo. Tampoco todo el mundo sirve para ello. Hay quien no soporta la guerra, o la sangre, o quien simplemente no es fuerte...

-¿No le gusta el arte, señor Corbin? -habló entonces Violeta, a su lado, callada hasta entonces. A veces parecía fundirse con el entorno, como si realmente no fuese más que una esencia.

-No tiene cara de un amante de los bufones, desde luego -comentó Eclipse, jocoso, entrando por un instante en la conversación, aunque pronto se levantó y atravesó la cortina, acudiendo fuera con su hermano.

-Vera, señor guerrero... -. Violeta se puso en pie de un liviano salto-. ¿Para qué lucha usted? Porque un guerrero debe luchar por las personas, ¿no es así? Para defender a su pueblo, a los que deba proteger-. Se volvió hacia él, risueña. Sin maquillaje parecía, quizás, más joven que con él, y la veintena podría atribuírsele ajustadamente-. Pues los artistas luchamos contra el miedo de la gente cuando hay luchas, hacemos que olviden sus problemas, que se calmen. Se alivia la tristeza, señor. El aburrimiento. La monotonía. Incluso los guerreros como usted necesitan, a veces, olvidar por un momento, ¿no es así? Y si solo hay lucha, señor, no podrá ver más que lucha.

-No eres más que una soñadora -cortó Tormenta de Fuego, despectiva, cerrando los ojos un momento, como si le retirase la mirada a la muchacha-. El mundo esta cambiando. Hacen falta más guerreros, porque es más peligroso que antes. Y hay que luchar porque es lo que toca, nada más. Si la gente desaparece no tendrás nadie ante el que realizar tu función.

Se mostraba tajante. Y sin embargo, algo en ella, de alguna forma, la mostraba descontenta.

-¡Pero no por ello debemos desaparecer! -se quejó entonces Violeta, volviéndose hacia la flamma-. No debe olvidarse lo bueno aunque sucedan cosas malas-. Se volvió hacia Corbin. Parecía algo angustiada, buscándolo con los ojos, como si esperase de él el apoyo que la mujer no le daba-. Si se pierde el arte, ¿qué tendremos cuando acabe la lucha? Si un hombre no conoce más que guerra, acabará buscando más caos cuando ya no lo haya, y provocándolo si hiciese falta-. Se acercó a él, apoyando la mano sobre su pecho, sobre el corazón del claritas, mirándolo con los ojos muy abiertos, como si tuviese ante ella una verdad evidente y nadie más la viese. Y aunque no parecía frágil, había algo en aquella mirada de intensa súplica que hacía, de alguna forma, que pareciese un animal herido en busca de auxilio-. Dígame, señor Corbin. ¿Nunca le ha pasado que algo le hace sentir un repentino sosiego y por un instante olvida la lucha? ¿No cree que merecería la pena corservar algo así?

Tormenta de Fuego tensó la mandíbula, suavemente. Solo podría haberlo percibido el que la hubiese mirado en el instante justo.
No solo ella. También el ambiente era evidentemente más tenso en aquel momento.

-Eres demasiado emocional -la reprendió Tormenta entonces, con una frialdad extraña en el tono-. El arte no sirve de nada si mueres.

Durante una milésima de segundo el silencio fue sepulcral. La primera en reaccionar fue Violeta, que se volvió, dando la espalda a Tormenta de Fuego, a Corbin y a Ferox e impulsándose hacia la parte trasera del carromato. Abriendo una de las puertas de madera, lo último que Corbin podría ver sería cómo, ágil, en un par de movimientos lograba encaramarse como un felino a lo que sería el techo del carro, aunque su cuerpo no hizo ruido alguno al caminar sobre él, dando la sensación de que simplemente había desaparecido. La flamma, por su parte, sombría, se mantuvo apoyada contra la pared, más tensa, con los ojos cerrados, y no dijo nada más, quizás amagando que dormía.

Durante varios segundos el silencio fue absoluto. Entonces comenzarlo los pequeños movimientos: la cortina que separaba la parte delantera del habitáculo ondeó un poco, dejando entrever un ojo, perteneciente a uno de los hermanos, que miraba curioso dentro, Ferox contemplaba la puerta por la que la pequeña había salido, y luego el techo, como si fuese a lograr verla a través de la madera. Incluso Fortuna aparentaba, de pronto, un cierto nerviosismo incómodo.

Todos parecían desear decir algo, o moverse. Y sin embargo tormenta de Fuego, centro de algunas miradas tensas, tanteantes, parecía cerrar las bocas de todos sin moverse siquiera.

Tras aquella discusión, el ambiente estuvo enrarecido por un buen rato. Poco a poco, las voces volvieron: primero los gemelos, cuando fue el turno de Ferox de llevar el carro, que comenzaron enseguida con sus bromas, y luego Tormenta de Fuego, que volvió a sonreír y a hacer preguntas, como si nada hubiese pasado, llenando un poco el ambiente con su aparente necesidad de llevar la palabra. Incluso Fortuna hizo alguno de sus comentarios secos, aparentemente innecesarios y absurdamente precisos sobre la distancia que tardarían en llegar a un lugar, o el tiempo que haría. Rayo, a sus pies, disfrutaba de las caricias de la mujer, que realizaba aquella acción con la misma monotonía que otras, pero que al menos estaba en movimiento.

Violeta, por su parte, no volvió al carro hasta que Tormenta indicó que sería ella la encargada de llevarlo, pasadas dos horas desde la salida de Ferox. Entonces, callada, bajó, y sombría se sentó en una esquina, la opuesta a Fortuna, y pareció llevar de nuevo cierta incomodidad al lugar. Ella, más escueta que Tormenta, no se esforzaba en fingir un ánimo que evidentemente no tenía, aunque sí hablaba a veces de temas triviales. Finalmente, de todas formas, eran los gemelos, de nuevo, los que llevaban el hilo conductor de la conversación.

El grupo se detuvo cuando los animales que tiraban del carro empezaban a sentirse cansados. Eligieron un claro en medio de una arboleda; el río pasaba cerca, como durante todo el trayecto. Eclipse explicó a Corbin que en aquella zona había pocos pueblos, y que debían desviarse un poco, y que entonces preferían, simplemente, acampar.

Ferox fue el primero en descender para encargarse de los animales, y Tormenta también bajó enseguida, estirándose, informando de que iría a por algo de leña.

Corbin, que apenas llevaba unas seis horas despierto, quizás ocho, quizás no se sintiese muy cansado, pero debía tener en cuenta que parte del tiempo que él había pasado inconsciente ellos habían seguido la marcha.

Podía, entonces, mientras cada uno de ellos parecía concentrado por un momento en sus propias cosas, hacer lo que él mismo desease. Podía seguir a Tormenta al bosque, a buscar troncos para hacer una hoguera, o ir con Ferox a por agua al río para que todos pudiesen beber. Incógnita, por su parte, sentado contra un árbol observaba un mapa con aspecto concentrado, trazando rutas sobre él, y su hermano practicaba malabares con cuchillos, junto al carro, con una sonrisa entretenida, relajado. Violeta, algo alejada del grupo, pero visible desde el claro, simplemente se había sentado en la rama de un árbol, y miraba el cielo con expresión algo ausente, malhumorada quizás. Fortuna, por su parte, seguía en el carro, contemplando una bola de cristal llena de lo que parecía una niebla blanca.

Corbin podía, por supuesto, acercarse a cualquiera de ellos. Y, también, por otro lado, si lo deseaba, por supuesto, podía actuar en solitario, yendo a donde quisiese o haciendo lo que más le apeteciese.

Una vez el grupo se detuvo, Corbin dejó que cada uno se encargase de sus asuntos, y él mismo se internó en el bosque, por su cuenta, rodeando la zona del campamento. En principio todo parecía estar en calma. El lugar se mostraba incuso manso, y los sonidos animales resultaban discretos y tranquilos.

No fue hasta que había recorrido ya buena parte del perímetro que dio con un muro, en el que había una cueva bastante amplia, de unos tres metros de diámetro. parecía profunda, y descendía ligeramente. Desde donde estaba, Corbin no podía determinar su profundidad, aunque sí podía decir claramente que no era pequeña.

Parecía ser el único elemento extraño que había en las cercanías. Por supuesto, el claritas podía adentrarse en ella, o simplemente ignorarla. Incluso dentro de aquella gruta parecía reinar el silencio.

Corbin decidió que se internaría en la gruta. Iluminando el camino con un hechizo lo hizo, avanzando por la húmeda cueva. La pendiente seguía descendiendo, aunque era tan leve que uno hubiese podido pensar que era una superficie lisa si no pensaba mucho en ello.
Poco a poco, sin embargo, el túnel se iba ampliando a lo ancho, y sin embargo cada vez el techo parecía más bajo, pasando a tener una forma achatada algo más claustrofóbica.

A medida que bajaba el aire se calentaba. Corbin pudo sentir, de pronto, el inicio de un olor desagradable, como a podredumbre, que venía de más adelante, del lugar al que se dirigía. Ya llevaba bastante trecho, y la salida hacía tiempo que no se veía a su espalda. Se encontraba en la más absoluta oscuridad, a excepción del clair ëm yäk que él mismo llevaba.

Sus pies pisaron algo pegajoso, adherido a la piedra. Al mirar abajo podría ver una especie de pasta entre rojo y marrón cubriendo zonas del suelo, creando surcos que avanzaban hacia el fondo. También el olor empeoraba, y también el calor.
En algún punto, un poco más adelante, el camino parecía girar. Y algo antes había un bulto que Corbin pudo identificar a la perfección: se trataba de una bota.

Las señales de evidente peligro que Corbin percibía no lo disuadieron de su avance. De hecho, a cada pista que encontraba parecía más seguro de que quería avanzar. Y lo siguió haciendo, internándose en una gruta cada vez más cálida.

Al llegar a lo que pareció el final la estancia se ensanchó, volviéndose notablemente más amplia, y entonces Corbin pudo ver qué era lo que emitía aquel olor. Un cúmulo de restos de cadáveres de animales descansaba en el suelo, la mayor parte de ellos deshaciéndose en podredumbre, con la carne desgarrada y escasa, más esqueleto que cuerpo. Había de todo tipo, pero ninguno perteneciente a animales pequeños como conejos o ratones, sino acercándose más a ciervos, o incluso caballos. Sin embargo, un par de los restos parecían humanos, como si el cazador de todo aquello no hubiese tenido reparo en elegir unas presas u otras.

Entonces un chillido muy agudo resonó en las paredes de la cueva, rebotando desde el exterior hasta donde el se encontraba. Era potente, y de una frecuencia tan alta que resultaba molesto al oído.
Pero quizás lo peor de aquel grito no era su tono agudo, sino que revelaba el gran tamaño del ser al que pertenecía.



El animal apareció poco después. Parecía tan negro que creaba algo de oscuridad a su alrededor. No tocaba el techo por poco, y su longitud era considerable. Solo en aquella zona, más amplia, pudo estirarse por completo, aunque manteniendo las alas plegadas.Su respiración era audible, mientras olfateaba el aire, distinguiendo al extraño.
Y entonces chilló de nuevo.
"Fuera de mi territorio", parecía bramar, con su chillido agudo, que hacía eco en todas las paredes.

El animal olfateaba el aire a su alrededor, con inspiraciones prolongadas y sonoras, profundas, moviendo ligeramente la cabeza para abarcar un rango algo diferente con cada inspiración. No obstante, su inmovilidad no cesó hasta que Corbin invocó el hechizo. En aquel momento, entonces, las orejas del enorme animal se alzaron, tensas, y el murciélago monstruoso volvió la cabeza hacia donde Corbin se encontraba, dejando ir un chillido amenazante en esa dirección.

Al ser golpeado, un nuevo chillido, más agudo, con menos volumen, y la bestia retrocedió la cabeza un momento, como asimilando el ataque. Y entonces se lanzó contra él, con las fauces abiertas por delante, emitiendo un chillido agudo más intenso que los anteriores.
Por la trayectoria que llevaba, atraparía a Corbin por la cabeza.

Corbin acertó en su ataqué, que alcanzó a la bestia, introduciéndose en su boca, golpeando su garganta desde dentro, ahogando su chillido, reemplazándolo por uno nuevo, dolorido, un instante después. Para cuando el animal volvió en sí, olfateando el aire con potencia, no habiendo encontrado a su presa en su embestida, Corbin se hallaba agachado bajo su cuerpo.

El animal repetía algunos chillidos, secos y cortos, cada poco tiempo, que se entremezclaban chocando con las paredes de la cueva, devolviendo el sonido al punto de origen. Y entonces movía las orejas, captando aquellos sonidos, pero no parecía escuchar nada relevante en ellos.
De su boca caía algo de sangre con cada movimiento brusco que hacía. Parecía que el ataque a su interior había sido eficaz.

La bestia parecía violenta, nerviosa, inquieta. Resultaba evidente entonces que aquel animal tan inmenso tenía miedo.

Cuando la bestia comprobó dónde se encontraba el intruso ya era demasiado tarde para obrar. El primero de los golpes le arrancó un chillido ahogado, y Corbin pudo sentir un crujido familiar que le indicaba que un hueso había estado a punto de ceder. No se detuvo con aquello, sino que lanzó varios más, y aunque en aquel punto no eran necesariamente mortales, los chillidos del animal pasaron de ser agudos a ser más un lamento.

El inmenso murciélago se impulsó como pudo con las alas, en aquel espacio que le era muy justo, dando un gran salto hacia el túnel. Sus movimientos, algo torpes por tierra, y por los recientes daños, seguían siendo veloces mientras, evidentemente, trataba de huir hacia la salida, hacia la libertad.
En aquella ocasión el rastro de sangre que dejaba detrás era suya, y no se alguna presa.

De nuevo, su hechizo atinó, atravesando la fina membrana del ala izquierda del murciélago, que tomó tierra de nuevo con un chillido. El siguiente ataque, sin embargo, no acertó tan bien, y golpeó lo que equivaldría al hombro del mamífero, que trató de protegerse del aluvión, arrancando un chillido más agudo, pero sin cortar su huida desesperada hacia el exterior, a trompicones.

Había cejado en su empeño por proteger su guarida. Se movía mucho más torpemente por tierra, y más aún herido tras tantos ataques, pero su gran tamaño parecía haberlo favorecido, reduciendo en parte los impactos. Y aunque a aquella velocidad Corbin lo podría alcanzar enseguida, de todas formas escapaba.
Y aún así, por el rastro de sangre que iba dejando atrás, fruto de la herida del cuello, y por los gruñidos con gorgoritos que emitía, costaba decidir a ciencia cierta si sobreviviía, de todos modos, solo, después de aquello.

El intento de huida por parte de la bestia fracasó. Su torpeza y su tamaño hacía que incluso Corbin, que no destacaba por su puntería, y que se encontraba en un entorno oscuro que le dificultaba el apuntar, lo alcanzase sin demasiados problemas con sus hechizos. Y a raíz de todos los golpes recibidos terminó por caer a medio camino, desplomándose pesado, con la respiración agitada y gruesa. Al final de cada espiración, una especie de gorgorito rasposo indicaba el encharcamiento de las vías aéreas. Ya ni siquiera chillaba, y aún así movía las orejas de membrana fina, buscando el sonido que Corbin produjese, pendiente de sus pasos, aunque sin hacer más movimiento al respecto que cada una de sus respiraciones.

Parecía haberse rendido, de alguna forma.

El animal pareció mirarlo por un instante, aunque fuese ciego, pero sus ojos no tardaron en apagarse por completo poco después, cuando el guerrero dio el golpe de gracia con su puño. La cabeza, inerte, se posó en el suelo, y el aire abandonó por completo los pulmones del animal, del cazador, de la presa.
Ni siquiera se había defendido antes del final, quizás demasiado débil para intentar huir de nuevo, o demasiado dañado para discernir la situación, o habiendo asumido ya su inferioridad.

En aquel momento en aquel túnel quedaba, únicamente, Corbin. Y un cadáver más que unir a la pila, que seguramente no volvería a aumentar.

Una vez estuvo completamente seguro de que no recibiría ataques por la espalda, Corbin se dedicó a explorar un rato aquella cueva. No obstante, la mayor parte de cuerpos parecían ser de animales, sin ninguna cualidad especial y ya en mal estado. Solo pudo encontrar dos restos de cuerpos que parecían humanos, y como mucho en ellos podía hallar rastros de roma rosta y en mal estado, pero nada que pareciese aprovechable, a no ser que Corbin desease una única bota.

Tras descubrir que allí dentro no había nada interesante, el guerrero de Brontë pasó de nuevo junto al cadáver del murciélago y salió de la cueva. Una vez en el exterior, se encargó de investigar algo más los alrededores. Todo seguía pareciendo en calma, como cuando había empezado a explorar.

Durante algunos minutos más no pasó nada, y entonces una figura humana se dibujó en la noche perpetua, a unos diez metros de él.

-Creí que le habría pasado algo. Lleva un buen rato fuera, señor -dijo Violeta, con un tono más apagado al habitual, y aunque desde aquel punto no era visible se veía, de todas formas, que sonreía.

Violeta comenzó a acercarse. Se detuvo a algo más de un metro de él, con la cabeza algo ladeada. Desde aquella distancia sí era percibible el gesto curioso, de nuevo risueño.

-¿Un encuentro, señor Corbin? ¿Aquí en el bosque? -inquirió-. Espero que no haya sido nada negativo, señor, y me alegra ver que todo se ha arreglado-. Inclinó levemente el cuerpo hacia delante, doblando la cintura-. ¿Sabe? Tuve miedo, por un instante, de que desease marcharse por su cuenta.

Se dio media vuelta, entrelazando las manos a su espalda. Alzó la vista al cielo un momento. Se la veía risueña, relajada, aunque no sonase tan animada como cuando él la había conocido.

-Pronto estará la cena, señor Corbin -. Lo miró de nuevo, con la cabeza suavemente ladeada-. Venía a llamarlo, realmente -explicó.

Y de todas formas no inició la marcha.