Biblioteca

Me llevé una mano al pecho, acompañando sus palabras con un gesto interrogante, sin entender del todo. ¿Yo? ¿Qué me pasaba a mí? Me extrañaba, teniendo en cuenta cómo solíamos comportarnos, que me dijera aquello. A mí no me había pasado nada. Más allá de mis alas, claro. Pero si no eran mis alas, no entendía qué podía ser lo que la tuviera preocupada. ¿Qué era lo que la preocupaba?

-Preocupada. Por mí -sonaba como un muñeco de cuerda en mal estado-. Por qué -ni siquiera estaba seguro de si era una pregunta.

Volví a repasar la escena. Había dejado que me tocara, pero luego no había sido capaz de soportarlo y me había ido. Pero más allá de eso, no veía nada. Traté de buscar en mi cabeza otras señales, otros posibles motivos, sin éxito. De verdad me sentía idiota, como ella había dicho. ¿Por qué siempre me resultaba tan difícil seguir el hilo de sus pensamientos?

-¿Porque... me fui? -traté de adivinar. Carraspeé-. Por cómo me fui...

No sabía si estaba yendo en la dirección correcta.

Negué con la cabeza, aunque no negaba con ello sus palabras. Mi primer impulso fue explicárselo por el método práctico, coger su mano y cerrarla en un puño alrededor de mi ala, para que viera el efecto. Me contuve, sin embargo, y cuando el impulso pasó, casi tuve ganas de reírme de aquella estúpida idea.

-Claro -dije, más por decir algo que otra cosa. Creía entender su razonamiento, aunque su preocupación seguía pareciéndome extraña. Busqué en mi cabeza las palabras adecuadas, pero era difícil describirlo-. Imagina... Imagina una plancha de hierro candente recién salida de la forja. Imagina que toca tus alas. No. Mejor. Imagina que esa plancha de hierro candente está dentro de tus alas. Eso es lo que siento normalmente. Ahora imagina que algo toca tus alas desde fuera, intensificando el contacto con el hierro. Cuanta más fuerza desde fuera, más dolor desde dentro. Eso es lo que siento si me tocan.

Entrecerré los ojos, tratando de analizar la expresión de su rostro, buscando un signo de que entendía lo que le estaba diciendo. Al final, sí era sobre mis alas. O eso esperaba, porque sino le estaba dando una explicación totalmente fuera de lugar.

-Por eso me fui. No es nada personal. No me pasa nada. Es el instinto, supongo -me crucé de brazos y me apoyé en la estantería, preguntándome si le serviría de algo lo que le decía-. Siento que te afecte. Que te preocupe. No tienes nada que ver con ello, ni tienes que sentirte culpable. Yo lo provoqué, y si te digo la verdad, no tengo del todo claro el por qué lo hice. En cualquier caso, lamento las molestias que haya podido causarte.

Asentí con la cabeza.

-Como quieras. Pero entonces, no me des las gracias -pedí a mi vez. Me sentía incómodo con ello, como si me estuviera agradeciendo el resolverle un problema de aritmética endiabladamente complicado.

No parecía que hubiera mucho más que decir. Dejé que se acercara, sin rechazarla ni acogerla. Cuando tocó mi hombro aspiré con fuerza, conteniendo el dolor, y al hacerlo sentí su perfume. Hasta eso parecía más embriagador que normalmente. Por algún motivo, utilicé la sensación de dolor para no perderme en él.

Se retiró poco a poco y se apoyó junto a la ventana. Me encogí de hombros cuando habló.

-O de cómo evitarlos de vez en cuando -apunté. Prefería las reivindicaciones contra mi educación que los elogios que esta me aportaba, por algún extraño motivo.

Desvié la vista a la estantería en la que estaba apoyado, sin saber muy bien qué decir. Parecía que aquel era el asunto, y que todo había quedado ya dicho. Sin embargo, ya no me apetecía irme a escribir mi carta.

El silencio, como siempre, lo cubrió todo. Parecía un compañero más entre nosotros, siempre dispuesto a participar en nuestros encuentros. Y, aunque era un silencio apacible, había algo en él que no terminaba de hacerme sentir cómodo. Volví a mirarla, y cuando lo hice, sorprendí su atención pasando de sus pies a los míos. Apreté los labios, conteniendo una sonrisa. Pensé que, tal vez, aclaradas las cuestiones sobre mis alas, el siguiente interrogante eran mis pies. Aunque, a ese respecto, no tenía nada de particular, que yo supiera.

Siguiendo mi instinto, caminé hacia ella y me apoyé en la pared junto a la ventana. No era nada en particular. Simplemente, me sentía mejor más cerca. La luz de la luna hacía palidecer el color de su cabellera, aunque también la hacía brillar con más fuerza. Tenía el mismo efecto sobre su piel. Un efecto muy curioso. Me atreví a hablar, aunque temiendo estarme adentrando en un terreno resbaladizo.

-¿Sería muy indiscreto preguntar por qué te brilla tanto el pelo? -no era exactamente la pregunta que quería hacer, pero me pareció menos grosero que un "por qué vas así vestida".

No respondió a mi pregunta implícita, pero me conformé con la respuesta. Al menos, desvelaba parte del misterio. Decliné su ofrecimiento a investigar sobre el producto. No me interesaba lo más mínimo. Sin embargo, sí me di cuenta de que probablemente estaba más familiarizado con sus efectos de lo que creía. Probablemente, por no decir seguro, era un elemento de uso habitual entre la mayoría de las mujeres con las que había tratado a lo largo de mi vida. Tan habitual, que ni siquiera me había planteado que fuera un truco. Solté una risa, casi un resoplido, con sus últimas palabras.

-No he oído nada -respondí con una pequeña sonrisa, asegurándole que guardaría el secreto. En realidad, dudaba llegar a tener la oportunidad de destaparlo alguna vez.

Acepté el mechón que me tendía, y lo acaricié con curiosidad. No era solo un efecto visual: estaba mucho más suave que normalmente, lo cual no era fácil. Tan suave que resultaba artificial. No era desagradable, pero personalmente, prefería la versión natural. El aspecto real de las cosas es mucho más fiable, y tiene su propia belleza.

-Los trucos de las mujeres siempre acaban por sorprenderme -murmuré, dejando resbalar el mechón entre mis dedos-. Son de lo más ingeniosos.

Asentí. Entendía su punto de vista, y en cierto modo se parecía al mío. Las ilusiones podían ser encantadoras, pero no dejaban de ser eso, ilusiones.

Traté de imaginar una Fier sin la influencia de aquella madre. No encontré algo del todo fiable en mi mente, pero desde luego, había unos cuantos cambios. Lo que reflejaba, por una parte, la fuerte influencia de su madre en ella -para bien o para mal- y, por otra, el hecho de que a mi madre tal vez no le gustase la chica tanto como podía gustarle su madre. Esa idea me pareció absolutamente satisfactoria.

Me volví hacia ella.

-Entonces, ¿por qué lo haces?

Era algo que me escamaba. Esa sensación de ligadura con los padres, de influencia y de querer satisfacer sus caprichos. Porque, desde luego, no eran más que caprichos.

Casi me dieron ganas de soltar un suspiro exasperado. Aquella madre que presentaba me resultaba muy, muy familiar, demasiado. Traté de imaginarme a la aether con el pelo y los ojos negros y el carácter de mi propia madre. El resultado era absolutamente espeluznante. Rechacé la idea con cierto desagrado.

-No te ofendas, pero me alegra que al menos no compartas sus ilusiones -murmuré, reprimiendo un estremecimiento.

De todas formas, debía admitir que tenía sentido, que probablemente era esa la misma situación de otras muchas guerreras. El sueño de una madre podía ser que su hijo fuera un reconocido caballero, un héroe de leyenda. Pero las madres que soñaban con eso no solían soñar con un futuro similar para sus hijas.

-Entre mis hermanas, aceptan el futuro que tu madre espera para ti con mayor o menor entusiasmo -comenté, por aportarle algo-. E'lhin ha encontrado en él el futuro de sus sueños. Nýa no lo acepta con tanta pasión, pero lo prefiere a la idea de los combates y las guerras. Supongo que lo han tenido bastante fácil, después de todo.

La miré con atención. Podía imaginar muchas opiniones respecto a la suya. Que era absurda, que era una locura, que era un desperdicio, que era una osadía. Personalmente, me resultaba indiferente. Yo tampoco apreciaba demasiado el futuro que se esperaba de mí, aunque no podía encontrar uno propio que me resultara convincente.

-¿Qué es lo que deseas?

Lo preguntaba con auténtica curiosidad. Ella sí parecía saber qué esperaba de sí misma. Muy loable, difícil de alcanzar para muchos, entre los que me incluía. Tenía objetivos concretos, ideas, pero nada que pudiera ocupar mi vida durante mucho tiempo.

Tal y como pensaba, sus palabras fueron decididas, firmes y claras. Se notaba que eran palabras que, si no habían sido pronunciadas a menudo, sí había pensado ampliamente en ellas. Sentí una mezcla de envidia y curiosidad. Recordaba la primera vez que la había visto, la sensación absoluta de ver a la persona que se esperaba de mí que fuera, el vivo retrato de las expectativas inalcanzables que me habían impuesto otros, aquello que siempre habían intentado que fuera. En cierto modo, esa idea había ido mutando en mi mente, pero no había desaparecido. Con sus palabras, me demostró que no solo era la representación de las expectativas ajenas, sino también de las mías propias. Aunque no del todo, me obligué a recordarme.

La vi desviar la mirada, como si se arrepintiera de haber hablado, como si se avergonzara de sus objetivos, y sentí un extraño vacío interno. Me separé de la pared, con gesto muy serio, más serio que en ningún momento, y me coloqué frente a ella, muy cerca, quizá excesivamente, esperando a que sus ojos pálidos volvieran a mi cara. Cuando lo hicieron, mis iris ámbar se aferraron a ellos con determinación y algo de violencia, como quien retiene a un prisionero. Cuando lo hablé, mi voz sonó algo extraña, y no admitía réplica:

-Nunca, nunca, jamás te avergüences de lo que has dicho.

Pareció entenderlo, porque asintió. Sin embargo, tuve la sensación de haber ido más lejos de lo que pretendía. De hecho, tuve la sensación de que mi propia acción se volvía contra mí. Ella apenas hizo nada. Algo cambió en el fondo de sus ojos, y alzó su mano para acariciar mi mejilla. Sentí un leve cambio en mi respiración, dándome cuenta entonces de lo cerca que estaba. Tan cerca que podía olerla, tan cerca que podía oír su respiración y sentirla contra la mía.

Alcé mi propia mano, correspondiendo a su gesto con uno similar, aunque mi mano se posó en su cuello y no en su cara. Me incliné la poca distancia que faltaba para besarla, recordando unos instantes después de empezar a hacerlo que debía controlarme un poco. Suavicé el primer impulso, pero no me separé de ella. Con mi acción, descubrí un cúmulo de sensaciones ocultas, adormiladas, que se revolvieron dentro de mí como una fiera en su jaula. Me sorprendí pensando que había dejado pasar mucho tiempo desde la última vez. Una vez más, me hervía la sangre.

Bajo mi mano, noté cómo las pulsaciones de su cuello se aceleraban. Puso una mano sobre mi pecho y enredó la otra en mi pelo. Yo llevé mi otra mano a su cintura, tanto para sujetarla como para atraerla más hacia mí. Cada vez me resultaba más difícil controlar mi ritmo y mi fuerza, pero me obligaba a mí mismo a hacerlo. Pese a todo, no podía prestar atención a su respiración. Saboreé el interior de su boca, mordisqueé sus labios tan levemente como me fue posible, y después los abandoné para recorrer con los míos la línea de su mándibula hasta el lóbulo de su oreja, bajando después a su cuello, blanco, suave, fino, casi frágil...

Con un soberano esfuerzo, me paré al llegar a ese punto. Acaricié con los dientes aquella piel deseable antes de posar un último beso, casi una caricia, sobre su yugular, y detenerme por completo. Me dejé envolver por el calor que estallaba dentro de mí, jadeante, sin moverme de mi posición sobre su hombro, a apenas unos milímetros de su cuello, con el cuerpo aún en tensión. Tragué saliva.

Con cierta lentitud, me incorporé de nuevo, sin separarme ni soltarla, y busqué su rostro, recubierto por un rubor adorable. La mano que tenía en su espalda atrapó un mechón de pelo, sorprendiéndose de nuevo ante su extrema suavidad.

Permanecí en silencio, acariciándole el pelo e intentando regular mi respiración. Cuando habló, fue como si por un momento me quedara congelado. Aquello explicaba muchas cosas, de hecho, lo explicaba todo, y aún así, no me lo hubiera planteado nunca. Retomé el movimiento, sintiendo las cosquillas de su dedo sobre mi labio inferior, y traté de atraparlo en un leve mordisco.

-Feliz cumpleaños -murmuré, aún sorprendido y algo abrumado por la noticia.

No se quedó mucho más tiempo. La siguiente vez que habló, de hecho, fue para despedirse. Se alzó sobre las puntas de los pies, atrayéndome esta vez ella, y aunque me sorprendió que tomara la iniciativa, me acerqué a ella de buena gana, guiado por su mano en mi cuello. Me contuve para no adelantarme a su beso, que resultó tremendamente suave, como la caricia de una pluma, casi tan sedoso como su pelo. Cerré los ojos al contacto y aspiré, una vez más, su aroma.

Por último, bajó de nuevo a su altura, y me costó un momento entender y reaccionar al hecho de que quería que la soltase. Ya no ejercía tanta fuerza como antes, pero terminé de suavizar mis gestos, y se deslizó de entre mis brazos con agilidad, sutileza y una traviesa sonrisa, a la que correspondí con media. La vi marchar con pies ligeros, envuelta en tul negro, cabello dorado y plumas blancas.

Miré un momento por la ventana. La luna estaba alta, señal de que se había hecho tarde. Volví la vista al hueco en el que había estado ella. Casi podía sentirla aún allí, de alguna forma. Me pareció extraño.

Finalmente, decidí que yo también debía irme.

*Se marcha*

Corbin entró en la biblioteca con paso rápido y el ceño fruncido. Una idea había surgido en su cabeza. O, más que una idea, unas palabras, unas frases concretas que quería dejar plasmadas antes de que desaparecieran de su mente.

Había pensado mucho en su encuentro con Rick el Mendigo, antes Rick el Noble. Había dado vueltas a lo que este le había contado, se había planteado animarle a contar su historia o escribirla él mismo; incluso había llegado a buscar equivalentes de otros tiempos. Un noble guerrero que lucha por hacerse un nombre en tiempos difíciles. Un noble guerrero que pierde su honra y su nombre, que debe luchar por ellos para alcanzar la fama y la gloria eterna.

No era una historia original, desde luego, pero sí una historia grandiosa. Había buscado a su protagonista otros días, pero no había vuelto a dar con él. Probablemente estaría preparándose para sus hazañas. Así, a falta de un narrador en primera persona, decidió poner él mismo la historia sobre el papel.

Tomó asiento, mojó la pluma y comenzó a escribir frases concretas e ideas generales. Sería mejor en verso.

*Se queda*

El líder Darvenwish apareció en medio en un punto amplio de la biblioteca, generalmente cerca de su centro, de forma sutil y silenciosa como acostumbraba. Llevaba un par de días en palacio y quería dedicar algo de tiempo a la biblioteca para ver si había adquirido algún nuevo tomo de interés e intentar redactar o dibujar algún tema pendiente.

Caminó con su paso firme habitual por el lugar y, en cuando sintió que no estaba solo se detuvo y giró ligeramente sobre sus caderas para localizar al individuo. En cuanto supo a dónde dirigirse, dejó aflorar una media sonrisa habitual.

Continuó en la dirección ahora prevista y acertó a dar con un joven claritas que parecía muy ensimismado en sus frenéticos escritos. Lo observó desde atrás, viendo como curvaba la espalda sobre la mesa entre los adornos del respaldo de la silla que utilizaba. Hacía mucho que no veía a un joven claritas que no fuese Barthemius y muchísimo más que no hablaba con alguno de ellos sin ser de la realeza. Además no conocía a aquel muchacho y eso no podía ser si se trataba de un guerrero de Brontë que, por alguna razón, tendían a ser demasiado juguetones.

No se acercó muchos más pasos caminando sino que se dejó desvanecer para aparecer a su espalda con la lentitud de una exalación y observó por encima de su hombro durante unos segundos.

—Cuanta pasión en el manejo de la pluma —Indicó en un principio, sin perder su sonrisa. —Me pregunto si solo el papel la hace aflorar... —Dejó caer con tono casi místico en un típico comentario de interés por su palabra.