Escalera de caracol

Era extraño sentir cómo cada vez que la posición me permitía tomar aire, me movía de nuevo de forma que me fue se imposible. Sentía cada golpe y trataba, cada vez, de tomar una bocanada, pero no podía hacerlo. Rodé hacia abajo un rato, dando vueltas, hasta que de pronto todo se detuvo de golpe. Me di cuenta entonces de que tenía los ojos cerrados y los abrí, respirando entrecortadamente.

Poco a poco, fui tomando conciencia de la situación, aunque todo se movía y era borroso. Al principio me quedé muy quieta, como analizando mi situación, como si no tuviera muy claro qué estaba pasando. Entonces me encogí sobre mí misma, haciéndome un ovillo en el suelo, y solté un primer gemido, al que siguieron otros combinados con jadeos. Sentía al chiquillo cerca, pero apenas le prestaba atención.

Alcé un brazo y me agarré con él al suelo, mientras la otra mano agarraba mi vientre, y traté de arrastrarme un poco más allá. No hizo mucho. Me volví a aovillar con un quejido, y tuve que dar con un acopio de concentración para alzar la vista al chiquillo y mirarlo, algo desorientada.

-Duele... -murmuré, quejumbrosa. Temblaba un poco.

Zacharyas notaba las manos algo flojas, como si acabase de realizar un esfuerzo muy grande y estuviesen a punto de empezar a temblarle. Aquella imagen del pequeño cuerpo enroscado, sufriendo, se mezclaba con ideas negativas. Era hermoso, porque juntaba belleza y horror, sufrimiento y...

Sus intentos por levantarse hicieron que Zacharyas volviese parcialmente en sí. Contempló la mano de ella en su vientre y evitó pensar en aquello.

"Duele" gimió ella, y los ojos del caeruleus brillaron un instante.

-¿Cuánto? -preguntó primero, casi enfermizo. Luego se retractó, recuperando un rostro más serio, luchando contra el monstruo que quería diseccionar lo que ella sentía-. Tranquila.

Con cuidado, trataría de alzarla del suelo. La enfermería era lo mejor en aquellos casos. ¿No? Él no solía ir, pero conocía lo que un solo golpe podía hacer en el cráneo de un hombre, si se daba bien... Ella no debía dormir hasta que supiesen más...

era ligera y pequeña. Zacharyas se preguntó cómo dos vidas podían pesar tan sumamente poco.

*se la lleva a la enfermería*

Corbin estaba ya hastiado con la persistente tormenta. Había leído el mensaje que se había puesto en los tablones, pero no le había aportado gran cosa. No había nada más allá de Brontë que reclamase su atención, así que todo ataque de la naturaleza más allá del palacio le era indiferente. Ni siquiera podía preocuparse por la casa en la que se había criado, ya que se había encargado de no dejar menor rastro de ella cuando se había marchado a Brontë.

Por el momento, no le quedaba más que seguir con su rutina. Entrenaba, leía, comía, dormía. Esperaba que, si todo aquello pasaba pronto, podría volver a salir a alguna misión en breves. Por el momento, sin embargo, debía esperar.

*sube*

Zacharyas ascendía al observatorio con pasos lentos, casi arrastrando los pies en vez de alzarlos para subir cada escalón. Por la noche, cuando la luz del sol dejaba de molestar, le agradaba observar la oscuridad infinita a través del telescopio. Le parecía un vacío tan inmenso que ni alcanzaba a ver el final, por bien que sus ojos traspasasen lo negro.

El caeruleus, distraído, se detuvo de pronto, a medio camino, agachándose en uno de los escalones al observar un movimiento junto a sus pies. Había allí, pudo ver, una araña de patas largas y delgadas semiaplastada, todavía moviéndose un poco. Acuclillado, observó su sufrimiento con una sonrisa extraña.

*se queda*

Aún era pronto y ya era tarde. Y no había cosas que hacer, pero había que corretear. Había ojos y había patitas que iban por el aire. Y yo perseguía a los ojos y a las patitas, sonriendo, rápida, por los pasillos, por las habitaciones, por las escaleras, correteando con manos y pies.

Y en las escaleras había algo que era grande y estaba hecho pequeño, un bulto negro con pelo de nube. Y me brillaron los ojos y clavé las uñas en el escalón, y moví el culo a un lado y a otro varias veces, y luego subí corriendo las escaleras, gritando con entusiasmo, y cuando lo alcancé lo cogí y tiré y traté de trepar hasta el pelo de nube.

-¡Y TE ENCONTRÉ! -exclamé, encantada.

Al recibir el impacto, Zacharyas se balanceó y terminó por caer hacia adelante, arrodillándose sobre los escalones, echando las manos de forma involuntaria (pues los reflejos le funcionaban como a todos, aunque él no lo hubiese deseado así muchas veces), con ella encaramada a la cabeza. Cuando las rótulas golpearon el suelo a través de la tela no pudo evitar una sonrisa, o quizás fue el escandaloso grito de la parvus, que hizo eco contra los muros.

-Ayne -pronunció, con voz queda, incorporándose, sentándose, sin forzarla a bajarse de él-. Cuánto tiempo. Hacía mucho.

Se había parado a pensar alguna vez, incluso, que quizás había desaparecido.

Tras un momento de equilibrios, en que me agarré a su ropa como si fuera lo último que hubiera en el mundo, se echó adelante y le mordí la oreja, que era lo que quedaba más a mano. Diría que sonreí, pero ya sonreía. Porque era de verdad el chiquillo, no uno de mentira, y lo tenía yo.

Tras el mordisco, estrujando su cuello con fuerza, le clavé los labios en la mejilla, que se me clavó a mí también. Y luego me reí.

-No estabas -apunté, incapaz de poner un puchero-. Y no te veía. Te fuiste con el celemoto.

Me solté, dejándome caer en un escalón, y subí algo más las escaleras, sentándome unos escalones por encima de él, con los codos en las rodillas y las mejillas en las manos, sin dejar de sonreír.

Zacharyas hizo fuerza con las manos en el escalón, logrando acuclillarse de nuevo, y de aquella posición pasó a dejarse caer sentado, mientras ella lo estrujaba y manoseaba.

-Estuve por aquí -explicó, revolviéndole el pelo con su mano huesuda, bajando luego en una caricia con los nudillos por la mejilla, hasta el mentón. Se volvió hacia ella cuando lo soltó-. Ayudé a limpiar el bosque de animales muertos -explicó, con un deje emocionado en la voz.

Asentí y asentí y asentí. Reí un poquito más. Estaba contento. Como yo, pero no como yo.

-Hala, ¿y había muchos? -pregunté, ladeando la cabeza, sin perderlo de vista ni un momento-. Yo no fui. Yo no hice nada. Yo estuve aquí quietecita. No. Quietecita no. Estuve buscando la luz. Yo no sé estar quietecita.

Y, como si quisiera demostrar mis palabras, me levanté de nuevo, bajando el par de escalones que nos separaba, y me lancé a sus brazos. Revolví, entusiasta, entre sus capas, abriéndome hueco y enredándome. Cuando consideré que el lío era suficientemente bueno, me lancé de nuevo a su cuello, estrujándolo.

-Pero no estabas en la luz, porque tú siempre vas donde no hay luz, y entonces no te veía -expliqué, con un deje afligido.

Zacharyas asintió, con ánimo para tratarse de él, y su flequillo se balanceó arriba y abajo, guiado por el movimiento de su cabeza. Recordaba los cadáveres y lo invadía un cosquilleo de ilusión. Deseaba repetirlo en algún otro momento.

-Había muchos -corroboró-. Los recogí y los quemé, los vi quemarse, y con las cenizas se alimentarán las plantas del huerto. Y luego nosotros -terminó, con un último deje macabro.

Besó el flequillo de Ayne mientras hablaba, con los labios fríos, entusiasmado aún por su propio relato. Luego la arropó entre sus capas, acomodándola a su cuerpo.

-Fui a la luz alguna vez, pero tampoco te encontré -murmuró, como hablando solo, rascándose la rugosa barbilla un instante.

Dirigió de nuevo una mirada a la araña, recordándola. Ya no se movía.

-Murió -indicó, con un leve gesto y voz monocorde.

Se lo había perdido. Aquello era una pena, en cierto modo, aunque no lo peor que podía haberle pasado en aquel momento. Se encontraba bien.

FdR.: Rol pausado

Lo escuchaba con los ojos bien abiertos, aunque no veía mucho, asintiendo de vez en cuando, concentrada. Le cogí la mano mientras escuchaba, apretando cada yema de los dedos con gesto distraído y una pequeña sonrisa. Al final, me llevé el corazón a la boca e hinqué el colmillo suavito, divertida.

-Y yo de ti -rematé, segura.

Me revolví un poco, acomodándome, acurrucada sobre él. El chiquillo era cálido. Y frío. Era el chiquillo, después de todo. Me llevé el índice a los labios y lo repasé, pensativa.

-No siempre estaba en la luz -reflexioné-. ¿Y si fuiste a la luz justo cuando no estaba? ¿Porque había ido a buscarte? ¿Y si? Hum...

Alcé la vista para mirar alrededor, atenta de pronto, cuando volvió a hablar. Con el ceño fruncido, levanté el labio y lo miré, interrogante.

-¿Murió?

El caeuleus esbozó una sonrisa al sentir el colmillo presionando su piel, tan suave que le costaba imaginar que llegaba al hueso, pero se esforzaba por pensarlo de todos modos. Empujó levemente contra el diente, aumentando el contacto para ayudarse. El comentario de la parvus le arrancó una única risa, suave y algo ronca.

-No hay mucho que comer -dijo, estirando la piel de su brazo con los dedos. La tenía bastante flexible, casi laxa.

Mientras ella hablaba, Zacharyas ya miraba el cadáver de la araña, que señaló con aire ausente, invitándola a mirar hacia allí. A veces el mago olvidaba cómo veían los que no eran como él.

-La araña murió aplastada. Es una muerte dolorosa y larga si no te aplastan la cabeza -explicó, dejando ir sin quererlo una sonrisa, que se apoderaba de su rostro, satisfecha.

Acercó los labios al pelo de la parvus y lo rozó con suavidad, sin dejar de pensar en aquella fascinante tortura.

Acabé por dar un beso a su dedo, aún sonriente. Me encogí de hombros, tirándole también yo un poquito de la piel, con curiosidad. La piel del chiquillo era tan blanca que parecía brillar en la no luz. Era bonita y áspera, y tenía muchos dibujos. Me gustaba repasar los dibujos de la piel del chiquillo.

Me encogí de hombros.

-Se come piel y pelo y hueso -propuse-. Y si tienes tripas y cerebro, también se puede comer. Y el hígado está rico. Es grande.

Busqué con la mirada, pero no encontré la muerte. La muerte estaba tan oscura como la no luz, así que no la veía. Levanté el labio inferior, de nuevo repasándomelo.

-¿Es la que más? -pregunté, curiosa-. ¿Cuál es la que más?

Zacharyas incluso notó cómo se le abría el apetito, junto con un cosquilleo agradable en el vientre. Desde luego, aquello se le hacía suculento. Recordaba incluso su estancia en la cueva, de pronto, y la carne cruda cuyo sabor deseaba tomar otra vez, pronto si era posible.

-Lo mejor está dentro de los huesos -replicó él con voz grave. Carraspeó-. Y fluyendo de las arterias, caliente.

Zacharyas estaba ligeramente sorprendido por aquellas preguntas, incluso tratándose de Stalon, pues nadie quería saber nunca sobre aquello; nadie preguntaba jamás, y si hablaba de ello lo miraban con miedo o desagrado.
Se paró un instante a pensar. Había tantos...

-Quemado, quizás, lentamente. La carne se carboniza y duele hasta que dejas de sentirla, y los pulmones arden. O mutilado lentamente, sin dejarte morir desagrado... -. Dejó ir la voz al final de la frase, perdido varios segundos en sus pensamientos-. O mientras fracturan uno a uno todos los huesos. ¿Qué... -. Carraspeó, mirándola, emocionado-. ¿Qué opinas?

Aquello, pensó, era hablar. Compartir. Lo que nadie nunca quería compartir.

Fruncí el ceño. De nuevo, tomé su dedo y lo examiné con atención, como si la escasa luz, la piel, la carne y el hueso fueran a permitirme ver lo que había más allá si miraba atentamente. Pero lo sabía. Creía.

-Lo marrón -murmuré, intrigada-. Nunca he probado lo marrón. El rojo sí que es rico. Es metal y está calentito.

Lo escuchaba con la mirada fija en él, imaginando lo que decía. Aunque no sabía. Nunca había ido tan lejos. No buscaba, pero era curioso. Cuando preguntó, lo pensé un momento, concentrada. Luego le tomé la mano y comencé a dar ligeros golpecitos sobre sus dedos con el canto de la mía, mirándola.

-A lo mejor si te machacan así, despacito -propuse, entretenida-. Hasta los huesos. Y cruje y lo rojo y lo marrón se mezclan. Y el hueso se deshace y se clava en la carne y en la piel, y luego se hace polvillo -. Alcé la vista para mirarlo-. ¿No? -De nuevo bajé la vista a su mano, le di la vuelta y comencé a repasar con la uña cada yema de los dedos-. O si te cortan aquí -añadí-. Si te quitan la carne aquí. Eso duele, pero no mata. Para matar habría que quitar mucha piel y mucha carne. Y se escaparía el rojo.

Zacharyas la escuchaba con una sonrisa de suma satisfacción, casi como si las palabras de Ayne lo arrullasen y calmasen, pero emocionasen a la vez; como si le estuviese dando las noticias más hermosas que jamás hubiese escuchado.
Se dejó llevar por sus descripciones, abandonándose a la imaginación, y al recuerdo a veces, mientras repasaba las facciones de la chica, sus cejas, su nariz, sus ojos, viendo a través de los dedos su cráneo, sus huesos y músculos bajo la piel.

-La peor de todas es cuando duele la mente -dijo, con una voz especialmente ronca, como un amago de agresivo a gruñido, socarrón, con deleite-. El terror. El miedo puede matar. A veces a pequeños animales los asustaba tanto que quedaban paralizados y duros sin que los golpease ni una vez.

Y se estremeció, con disfrute, olvidando poco a poco dónde estaba, y el cadáver de una araña que apenas le parecía importante ya.

-Pero la gente... -. Zacharyas negó, con suavidad-. Es difícil que la gente se muera de miedo. Algunos lo usan como eufemismo, como metáfora, pero nunca comprenderían el enorme terror que haría falta para matarlos realmente. Ni lo imaginan, pero se creen que pueden hablar de todos modos, sin saber, de muerte y terror, sin haber palpado apenas lo más superficial de ambos. No entienden nada.

Su voz ronca y seca hacía eco en las paredes, incesante, sin carraspeos de pronto.

Pensé. Repasando sus dedos, pensé. Y me imaginé el miedo como dolor. Pero era difícil porque no tenía miedo. Y me imaginé el dolor como miedo. Y era igual de difícil. Continué repasando sus dedos, como si pretendiera rebanar las yemas con las uñas.

-¿Pero duele o mata? -pregunté-. No es igual. Duele cuando vives. Si mueres ya no. Si mata, a veces, no duele. Como si mata cuando duermes.

Alcé la vista para mirarlo, muy seria. Me llevé, de nuevo, un dedo a los labios. Esta vez era del chiquillo y no mío. Sonreí un poco, triste.

-Yo no sé tener miedo -dije-. No me enseñaron. Pero me han dicho que me moriré de no miedo.

Zacharyas sonaba incluso emocionado hablando de aquello, más que en mucho tiempo, sin que su sonrisa se borrase ya.

-A veces llega a matar, pero no siempre. Lo normal es que solo duela. Duele en la cabeza, duele en la piel y en los músculos. Duele en el corazón, en el vientre, en el.intestino... El terror duele en todo el cuerpo, pero sobre todo en el cerebro... -. Se le escapó un suspiro ronco-. ¿Sabías que el cerebro no duele aunque lo toques? -inquirió de pronto, risueño.

La sonrisa del caeruleus se congeló en su rostro, sin embargo, repentinamente. Acarició el rostro de Ayne con los dedos, mirándola abstraído.

-¿Nunca has tenido miedo? -inquirió de pronto, con un tono macabro, misterioso, casi científico.

Aquella afirmación había interesado mucho al mago.

Abrí mucho los ojos, atenta y sorprendida.

-¿No duele? -pregunté, extrañada-. ¿Nada nada? ¿Por qué? ¿Y tiene tacto? ¿Sabe que lo tocas? ¿Duele en el resto del cuerpo? -Aquello no lo esperaba. Parpadeé-. A lo mejor es que para tocar el cerebro hay que hacer algo distinto que para tocar lo demás, y por eso no duele si lo tocas normal.

Me encogí de hombros, pensativa. Abriendo la boca, sujeté el dedo del chiquillo con los dientes, tocando la uña con la punta de la lengua. Luego lo pasé por mi mejilla, con gesto serio.

-No lo sé -reconocí-. ¿Un poquito? A lo mejor un poquito. ¿Qué es miedo?

Zacharyas disfrutaba de aquella conversación. Ayne pocas veces hablaba, y él, del mismo modo, pocas veces tenía ocasión de expresar tantas cosas. Y lo disfrutaba enormemente.

Con la mano libre, el mago tomó la de la parvus, llevándosela a la boca, y mordió entonces un pliegue de piel del dorso, haciéndole una herida ínfima.

-Aunque parezca que duele la mano, ahí duele el cerebro -explicó, pasando a lamer luego la herida un momento-, pero si lo que tocas es el cerebro no sentirás nada de nada. No duele ni siente nada.

Aquello siempre le había parecido curioso y extraño. ¿Cómo podía saber alguien que tenía los sesos heridos, entonces?

Y en cuanto al miedo, le parecía fascinante que ella dijese no conocerlo. Incluso él, algunas veces, lo sentía.

-¿Cuándo un poquito? -inquirió, con tono morboso-. El miedo es cuando algo es tan malo para ti que tienes frío y se te aprieta el corazón. Yo tuve miedo cuando saltaste, ¿recuerdas? Y grité.

Sonreía, entretenido, más hablador que en tanto tiempo que ni lo recordaba.

Me estremecí ligeramente, mirándolo. Cuando mordió, quise lamer el dedo, pero se me adelantó y no pude. Lo dejé que tomara el rojo, con una sonrisa dócil. Era el chiquillo, y me gustaba darle cosas al chiquillo.

-Hala -murmuré-. Entonces es muy raro. Se preocupa por todos, pero por él no. Solo le duelen los demás. Si estuviera solo, no le dolerían.

Moví el dedo, palpando sus dientes.

Tras pensar un momento, acabé por negar con la cabeza, con los labios fruncidos.

-Yo no tuve miedo -repliqué-. No me da miedo saltar. Ni caer. Ni la no luz. No me acuerdo de tener miedo.

Aunque los cerebros lo intrigaban, Zacharyas no podía dejar de sentir una insana curiosidad por las palabras de la chica, por su aparente ausencia de miedo. Soltó su mano, abandonó su herida, y aproximó su rostro al de ella, intrigado, clavando sus ojos oscuros y ojerosos en los de Ayne, buscando una confesión en ellos. Aquello se le hacía tan difícil de creer como atractivo.

-¿Nada te ha asustado? ¿Ni la muerte? ¿Ni el dolor? ¿Ni la soledad?

Quizás ella contaba con aquella cualidad, y por ello no lo repudiaba, como otros, aterrada y asqueada de sus actos. Y, pese a todos, Zacharyas deseaba indagar un poco más en aquello tan extraño como lo era el no tener miedo.

FdR.: Pausado

Lo miré fijamente, muy seria de pronto. Y entonces me quedé callada, intentando recordar. Algo... Miedo... Algo... Parpadeé un momento.

Acabé por encogerme de hombros, más evidentemente que las veces anteriores.

-No sé -respondí, algo perdida-. No sé si tengo miedo. O si tuve miedo. ¿Crees que tengo miedo?

Apoyando la cabeza contra él, froté el pelo contra su ropa. Luego alcé la vista otra vez, con una pequeña sonrisa.

-¿Tú tienes miedo? -pregunté.

Zacharyas esperaba a que ella hablase, pero finalmente la conclusión fue la misma. Extrañado, asintió, sin borrar la ancha sonrisa que cruzaba sus labios desde hacía ya tiempo, aunque algo ausente.

-Yo tengo miedo muy pocas veces -dijo, entonces, cuando la pregunta le fue devuelta-. Alguna sí -. Carraspeó-, pero pocas.

Con suavidad, la atrajo hacia sí, acariciando su cabello con los dedos, rozando con las uñas el cuero cabelludo, como buscando dónde clavar.
El miedo, pensaba Zacharyas, era hermoso, aunque no sangrase. Deseaba, de pronto, causar terror.

Me dejé atraer, seria. Tomé una de sus manos de nuevo y comencé a mordisquear y besar los dedos, muy suavito, en silencio. Hasta tarareé un poquito. En un momento dado, me callé de golpe y alcé la vista.

-¿Cuándo tienes miedo?

Me alcé hasta quedar mi cara a la altura de la suya, y apoyé los dedos en su pómulo, tirando de él hacia abajo. Examiné el ojo, sin ver nada. Tiré un poquito de la piel hacia mí y luego la dejé ir de nuevo, dando caricias.

-¿Cómo es que tú tengas miedo?