Camino de entrada

En ningún momento se planteó pertenecer al Ejército de Brontë.
Aún se acordaba de aquella mañana soleada de verano en la que aquel extraño mensaje había resonado en su cabeza. Le había pillado en la ducha.
Recordó entonces con una sonrisa, mientras caminaba hacia palacio, cómo se había asustado, pensando que alguien se le había colado en casa y le había dicho aquello. Sin embargo, más tarde se enteró de aquello: un ejército formado por las 7 razas. Un conjunto de personas de élite para defender al mundo. Por aquel entonces, le pareció una chorrada. Tenía cosas más importantes a las que atender por aquellos tiempos y no estaba (ni quería estarlo) capacitado para ser un "héroe mundial".

Sin embargo, hacía un par de semanas se levantó en su vacía casa y se miró al espejo. Tenía un buen sueldo, una buena casa, un buen nivel de vida... Pero estaba solo.
Decidió pues que lo mejor sería darle un cambio radical a su vida e irse. Se preguntaba si aquella oferta de Brontë aún seguía en pie.
Su casa le ahogaba. Ahora se sentía algo mejor.

*se viene pal palasio~*

Seis carrozas recorrían el camino a un ritmo frenético. El Sol se ponía y ella no quería llegar de noche. La noche era para descansar, no para viajar. Cada acto tiene un horario.


La caravana de seis la encabezaba Vatra, la más veterana de Las Cinco. Piel oscura, casi negra. Tenía marcadas en sus codos, hombros, caderas y rodillas grandes escamas rojas, lo que le daban un aire temible. Sus gruesas y rojizas terminaciones hacían juego con su pelo rojo, recogido en un perfecto moño prieto y con el pelo perfectamente aplastado contra el cráneo, dejando entrever unas generosas orejas de soplillo dignas de un pasado Claritas indiscutible.


En segunda posición, La silenciosa Eld, largo pelo negro recogido en una enorme y gruesísima trenza negra como la noche. Sus ojos, negros también, al igual que sus labios, siempre pintados de ese color. Vestido negro, zapatos negros, pendientes negros y piel negra y su rostro cubierto con una fina capucha negra. Indetectable en la noche. Sus suaves escamas le daban un brillo azabache muy intranquilizador.


La tercera carroza estaba ocupada por la divertida y fantasiosa Branne, una joven de cabellos negros, al igual que Eld, pero a diferencia de ella, estos estaban muy cortos, por encima de las orejas, únicamente su peinado hacia un lado delataba su feminidad, pues podría pasar por un chico perfectamente. Iba con la cabeza fuera de la ventanilla, saludando a granjeros, aldeanos e incluso animales que se encontraba. Incluso el más pequeño pajarito era digno de gozar de su vitalidad, su risa y su constante felicidad. Vestida de mil colores y con vestidos de encaje, su belleza resaltaba por doquier. Era la más bajita de todas ellas, sin embargo, lucía alguna que otra escama suelta por su piel, la única que gozaba de un color claro.


Tuli era la cuarta. Belleza de opacos ojos marrones, rozando la negrura en su piel. Gruesos labios y firme carácter, flamma de pura cepa de lo más profundo del desierto. Adoraba las serpientes y escorpiones demasiado como para no gozar de su compañía, por lo que la gente solía respetarla. Una hermosa flauta adornaba su cuello y una también hermosa serpiente lo hacía en su regazo, su pelo rizado y despeinado era su característica más notable.


En última posición, la joven Felhlo, la adquisición más caprichosa de la Sexta, completamente innecesaria, pero tan exótica como ninguna: joven, de no  más de dieciocho años, completamente calva y sin un solo pelo en su cuerpo, ni siquiera pestañas. Orejas membranosas y dedos de ánade delataban parte de su procedencia, sin embargo, una capa de verdosas escamas la cubrían por completo, tan microscópicas y suaves que su piel parecía seda. Sus ojos tan azules que paralizaban.



Y por último, en la más grande y apoteósica carroza, viajaba ella, la más grande, la más elegante, la más inteligente, la más rica, la Dueña: Doña Flavia Gnaea Seia Herennia Sallustia Severa Magna. La que había heredado los nombres de todas las mujeres líderes de su clan, la única, la perfecta gobernante, la dura maestra. Dueña y señora de las cinco que iban delante: Su arsenal y armamento.
Pronto llegarían.

*Se aproximan a Palacio*

Era ya noche cuando, entre las escasas nubes que rodeaban a Brontë, se distinguieron dos figuras aladas de gran tamaño y volumen acercándose al palacio desde el cielo.

Cuando ambas sombras sobrevolaban ya las copas de los árboles, pudieron distinguirse a dos enormes y viejos Estrell gobernados por un hombre de edad avanzada y un joven muchacho. En cuanto las monturas tomaron tierra a algunos metros del portalón, comenzaron a caminar con calma.
Se escucharon unas toses ásperas y quemadas.

—¿Se encuentra bien, maestro? —Preguntó el muchacho rubio de alas blancas que lo acompañaba.

—Claro, claro, no te preocupes. Ha sido un viaje muy largo y ya no estoy para estos trotes. Ay, señor Mithos, a estas alturas tener que venir por Brontë, ay ay ay... Que me desplumen si no me espero cualquier cosa de este lugar... —Habló el anciano con voz gruesa y áspera que ponía de manifiesto su edad.

Ambos hicieron con calma el recorrido que quedaba hasta el palacio y, en cuanto llegaron frente a la puerta, el joven de flequillo largo desmontó para ayudar a su maestro a bajar del animal y ofrecerle su bastón.

—¿De verdad quiere que me vaya ya? —Volvió a preguntar con voz jovial y suave.

—Claro, muchacho, estoy mayor, pero creo que puedo cuidarme solo. Anda, anda. Ten buen viaje y ten cuidado, en estos tiempos puede pasar cualquier cosa. ¡Escríbeme al llegar! —Ordenó, algo fatigado, para luego abrazar con fuerza al muchacho.

—Entonces ya me voy. Cuídate mucho, Abbi —Le dedicó una tierna sonrisa, amarró los animales y montó sobre uno de ellos para perderse de nuevo en la noche. El hombre se quedó mirando como partía el muchacho.

—Sí, sí... Cuídate mucho —Indicó con el mismo mimo pero tono más solemne. —Vamos a ver... —El hombre se giró de nuevo hacia la puerta y vio a los impasibles soldados —Buenas noches, buenos hombres —Dicho esto, se adentró con paso tranquilo en Brontë, con sus seis alas plegadas y su bastón en ristre. Una figura algo encorvada, de barba recortada y pequeñas gafas, trataba de encontrar donde poder descansar por fin.

Los últimos metros que me separan del palacio Brontë se me hacen jodidamente eternos. Tengo los pulmones ardiendo, en serio. Y además la maldita asma me hace respirar como un maldito moribundo. Pero al menos estoy aquí ya, muy muy cerca, y aunque venga mi madre a buscarme no me va a sacar del castilloncio este aunque me intente llevar por los pelos, sean los pelos que sean.

-Al fin... -jadeo, sonriendo con satisfacción, y echándome a correr en un último esfuerzo hacia el enorme edificio.

Sinceramente, yo lo esperaba más grande. Pero estoy ahora mismo como para quejarme.

Salgo al camino de entrada con la chaqueta en la mano. Con el calorazo que hace creo que habría sido buena idea dejarla dentro, pero en fin.

Miro a lo lejos el larguísimo camino recto. En serio, estoy por jurar que lo han puesto así para que a la gente le de mucha pereza salir del palacio y evitar así que la gente se pase el día de paseo fuera. Pero hoy no van a detenerme, necesito despejarme.

Alguien debería haber plantado árboles desde Aqua hasta este lugar... Caminar es lento y tedioso. Por suerte, he conseguido ir (sin ser descubierta) de carreta en carreta. Es una suerte que los comerciantes vayan tan entretenidos con sus cuentas que no se hayan dado cuenta que llevaban peso extra.

Entorno los ojos y salto de la parte de atrás de la carreta de un comerciante. Ahí está. El chamán predijo que sería un lugar increíblemente portentoso, enorme y brillante. Sin embargo, a mí simplemente me parecía una casita de muñecas hortera.

Sin media una palabra, recorro los últimos cientos de metros a pie, corriendo bajo cualquier sombra en la que pueda esconderme. Esto es territorio desconocido y, aunque luce un lugar amigable. Yo nunca me fío.