Claro del bosque

Tras un bonito paseo por el posque llego a un amplio claro y me paso un momento en la sombra, tomando aire. Por lo que parece es un lugar conocido. Tiene algunas marcas en el suelo y en los árboles de viejos entrenamientos o peleas. Ni siquiera la tierra queda impune del belicismo, ¿ah? Eso es algo que siempre me ha parecido muy atractivo, dejar la marca de mis acciones. Algo que recuerde todo el mundo. Me miro el brazo. Supongo que alguien también pensó como yo.

Me adentro en el claro, donde da el sol de pleno y me dedico a caminar hasta una zona aleatoria que me parece la mejor por ser donde se me paran los pies. Me quito el abrigo y lo dejo caer al suelo. Luego tiro de las correas que sostienen mi arma pegada a mi espalda y la dejo caer al suelo también. Tras el ruido aparatoso miro al suelo. No, nunca he sido demasiado cuidadoso. Estiro los brazos. Estando solo me siento libre, desquitado de cualquier cosa. Muevo el cuello para estirar los músculos y empiezo a dar pequeños saltitos para soltar las piernas, poniendo los puños frente a mí como si fuese a pelearme con alguien. Hace mucho que no peleo cuerpo a cuerpo. Se me vienen a la cabeza las noches de apuestas de bares donde partirle la cara a un tipo era cosa de risa. Niego con una sonrisa un par de veces para luego detenerme y pasarme una mano por el pelo. Me importaba una mierda si aquella panda de cerdos se quedaban tiesos con la nariz clavada en el cráneo entonces y me sigue importando poco ahora.

Me saco la camisa para quedarme en camiseta, y la tiro por ahí. Vamos a pelearnos un poco con los fantasmas.

La posición de los pies en boxeo es muy parecida a la que tengo con la katana. Claro que con los puños los pies se mueven más y la cadera cambia de posición. Esa es una de mis debilidades, ¿no? Siempre empieza con los pies en la posición de combate con mi arma. Un acto reflejo producto de la deformación profesional. Aunque no creo que importe si al final acabo partiéndole la cara al contrincante.

Pongo los puños frente a mi cara, el derecho retardado y el izquierdo adelantado. ¿La gente sabrá que soy zurdo? No sé por qué, pero nunca me ha gustado. Doy puñetazos al aire, primero un par de ellos. La forma de lanzar un puñetazo también es muy parecida a la inercia de la katana, hace falta la misma determinación. Si dudas, nunca harás una mierda. Siempre he pensado que uno no debe tener miedo a hacerle daño al que tiene en frente. O él o yo, y no voy a dejar que nadie sea más fuerte de lo que yo soy.

Me agacho como si evitase un golpe o un gancho, flexionando las piernas como un resorte al tiempo que agacho un poco el tronco y pongo los brazos a los lados de la cabeza -por si las moscas-. Aprovechando la inercia de la flexión, utilizo mis rodillas como si fuesen muelles y vuelvo a subir en un contraataque con la izquierda. Casi puedo imaginarme al tipo sin cara que tengo en frente, la mandíbula dura contra los nudillos; la sensación de que su estabilidad se compromete y deja cruzar tu puño.

Luego patadas. Pero para eso necesito estirar un poco. Tener las piernas fuertes me hace poco flexible, aunque intento mejorar eso.

Cuando me canso de dar puños al aire abro las piernas y me voy dejando caer poco a poco, sintiendo como, cuanto más cerca está mi trasero del suelo, más me duelen los aductores. Llevo las manos hacia el suelo, tratando de tocarlo. En cuanto mis palmas se apoyan en la tierra ya me tira bastante y tengo los dedos de los pies crispados, pero si no consigo estirar hasta abajo no daré buenas patadas. Ya fue más difícil, es lo que siempre me digo cuando me duele.

Me lleva su tiempo poder estirar del todo. Tiempo, dolor, calor, pero  no tengo prisa. Si uno es capaz de sobreponerse a sus propias torturas luego ya no temerá a lo que le puedan hacer los demás. Cuando tus compañeros de academia te parten un brazo para que no te asustes cuando pase llegas a plantearte si son unos grandes cabrones o unos grandes genios. Todos somos un poco de todo a fin de cuentas.

Cuando consigo llegar abajo, a pesar de que hay un par de compañeros que también se quejan por el estiramiento, me quedo un rato en esa posición, notando como las lumbares empiezan a resentirse también. Pero tengo que aguantar, un poco más al menos. Qué más da. Cuando empieza a hacerse un poco menos llevadero aprieto la mandíbula y cuando siento un latigazo en la espalda entonces doy un puñetazo al suelo. No sé qué medida tengo, ni cuándo debería parar. Podría haber parado hace mucho, podría parar ahora, podría parar más tarde. Simplemente paro y, si puedo continuar más tiempo, entonces la próxima vez lo haré si no me aburro antes.

Recojo las piernas y masajeo los aductores para relajarlos un poco. Me quedo sentado un momento, tomando el aire y el sol. El tiempo aquí se me pasa como en cualquier otro sitio. Seré demasiado desprendido.

Me pongo en pie y me dispongo a dar un par de patadas al aire. Derecha, izquierda. Ahora no resulta tan latoso aunque tenga las piernas algo cansadas. Puedo apuntar hasta el pecho con comodidad. Doy un puñetazo al aire, luego asumo que agarro a mi oponente con las manos y le doy un rodillazo para acabar tirándolo hacia atrás con una patada al estómago. Vuelvo a mover el cuello y a dar saltos para soltarme. Esto se llega a hacer aburrido. Necesito a alguien para practicar agarres. Me rasco la cabeza.

Después de haberle dedicado su tiempo a la pelea con puños decido volver a mi arma. Es mucho más entretenido aún estando solo. Agarro la funda y la desenvaino, mirándola mientras reluce con el sol. Si la pruebo con un árbol o un arbusto se irá al traste el trabajo con la piedra de afilar. Necesito algo más interesante.

Miro a mi alrededor. No me quedan muchas otras opciones, tendré que tener paciencia. Clavo la espada en la tierra y me pongo a buscar unas cuantas ramas flexibles para improvisar una trampa para conejos. Esto va a ser latoso... Utilizo las ramas, el abrigo y algo de pan que me llevé de la comida como cebo. Ahora a esperar.

Me tumbo a una distancia prudente de la trampa para no asustar a las posibles presas y me dedico a relajarme. Seguro que me aburro mucho esperando. Espero no dormirme.

Después de largo rato, parece que al fin cae algo. En cuanto veo que el abrigo se mueve corro hacia allí para saltar encima de lo que haya debajo.

—Venga, resígnate, amigo... —Le digo al bicho cuando lo agarro bajo la prenda. Cuando lo afianzo con una mano le saco de encima el abrigo. Es un conejito interesante. Me lo acerco a la cara agarrándolo por el pellejo. —Has tenido tu merecido por glotón —Le advierto con gesto entre serio y divertido.

Con el cordón de una de las botas lo ato por los pies y lo cuelgo de un árbol. Al principio se revuelve, pero finalmente parece resignarse a su situación. Me pongo frente a él katana en mano y le acerco el filo al cuello.

—Es una lata haber nacido como carroña. Tus huesos son tan blandos que la sensación va a ser muy gratificante —Le explico, con un tono algo más sombrío pero complacido. Me coloco en la posición correcta. Pie derecho delante del izquierdo, separación de hombros aproximada, mano izquierda sosteniendo el arma a la altura del ombligo... Lo importante, rapidez. Si la katana está bien afilada no será una traba y debería salir bien. Tomo aire profundamente. Tres, dos, uno...

Doy un rápido corte diagonal a la cuerda y rápidamente trazo un zig-zag para partir al conejo  a la altura de sus patas traseras. Continúo el zig-zag para dar un último corte a la altura de la cabeza antes de que caiga del todo y el último corte para en seco hacia la derecha. Listo.

Tomo aire y veo la escabechina de sangre salpicada en donde estaba colgado. Es una animal muy pequeño como para ensañarme, pero está bien para la precisión. Hacerlo rodajas ha sido reconfortante. Me apetece... Con la derecha, clavo en el aire la punta de mi arma. Recuerdo la mirada asustada de un hombre en el suelo contra una pared. Una bota en su vientre y la punta del arma en su hombro, hundiéndose como si no fuese a salir nunca por el otro lado. Giro la muñeca para girar el filo. Rebanar una herida es muy desagradable para el que la padece, pero aporta una sensación tan mullida. Esa leve presión que hace la carne alrededor del filo, como si este fuese una prolongación de tu brazo y pudieses sentir la palpitación sobre él. El orgasmo de una mujer virgen. Tomo aire y limpio la katana a mi camiseta para luego agacharme.

Agarro una oreja del conejo con el índice y el pulgar. Al final he cortado más cerca del vientre que del cuello. Tengo que mover las muñecas con más rapidez o hacer movimientos más cortos. En fin.

Me pongo en pie y me dirijo a mis cosas para enfundar la katana. Luego cojo la camisa, me las paso por la frente y el cuello para quitarme el sudor y luego me la pongo.

Mientras me abrocho miro al cielo. Calmo, de un azul muy claro. Los pájaros siguen cantando y apenas hay brisa. Es muy agradable. Una vez cierro la camisa blanca, la mancha de sangre desaparece. Me amarro la katana a la espalda y cuelgo mi abrigo sobre mi brazo derecho. Sin duda el claro es un lugar muy acogedor.

Echo a andar con tranquilidad y una sonrisa amable y tranquila.

Seis pasos. No podían ser más. El hombro me pincha como si me hubiesen clavado un puñal y la sensación empieza a extenderse por el brazo como un tirón algo más visceral. Aprieto la mandíbula con una sonrisa socarrona. Un maldito conejo; vieja. Ignorando las molestias echo a andar por el bosque para continuar disfrutando del bonito día.

Tras continuar por el bosque trotando y agachándome para rozar el suelo cada pocos pasos, acabo lelgando al claro. He entrenado aquí un par de veces con lo que me sé su forma bastante bien. Tomo la decisión, entonces, de continuar corriendo un rato más por su borde y luego pasar a otra cosa en el centro.

Echo a correr en un esprín final para ver cuánto tardo en recorrer todo el borde y trato de controlar mi resperación para no agitarme demasiado en el comiendo, de modo que mi cuerpo decaiga al final.
Consigo finalmente dar una vuelta y poco y acabo por ir frenando mi paso hasta un pequeño trote mientras recupero el aliento. Luego, paulatinamente, reduzco hasta caminar. Hace una buena noche para entrenar fuera.

Llegado un punto, reparo en que hay alguien entrenando a una buena distancia de mí, pero también en el claro. Ilumino los ojos con bastante intensidad hasta dar con una enana orejona y bruta, moviendo su arma arriba y abajo con cara de sufrimiento. Río para mí y apago los ojos, iluminñandome luego para aproximarme a ella en un pequeño trote.

—¿Matando mosquitos, enana? —Le grito, divertido, acercándome como si estuviese fresco como una lechuga.

Suelto una risotada, ponieno los brazos en jarra.

—Dirás que no pueden traspasar mi cuero deprimera —Reprocho, alzando el mentón. Parece que se encuentra bien.

Me acerco a ella por detrás, observando de un lado y de otro cómo hace los movimientos.

—Muy bien... Si quieres podar un seto —Añado, juzgando su forma de cortar de forma jocosa. Entonces le agarro los brazos en una de sus subidas y se le abro ligeramente los codos.

—No te agarrotes —Le advierto con tono algo presuntuoso, o más bien tutorial. Luego me pongo a su lado, a una distancia asequible y desenvaino para imitarla, sólo que en mi caso flexiono ligeramente las rodillas, para estirarlas en el momento en el que hago el corte.

—No levante como si rayases con la punta. Marca el corte, luego imagínate cuánto te puede costar retirar la espada de la cabeza de un tipo —Le advierto, divertido, haciendo cortes fuertes y rectos.

Continúo con mi propio ejercicio en silencio, alternando cortes verticales con diagonales, a la altura de la cabeza, de las manos, del estómago... Todo con el misma flexión de piernas para hacer fuerza en los cuadriceps y los gemelos.

Al poco, Frikka se detiene y vuelve a encararme. Yo me río sin detener mi ejercicio.

—Me ha mandando una carta diciendo que le ponga las pilas a la vaga de su hija —Le respondo. Pero no me meto mucho a discusiones, pues sigo con el ejercicio, tratando de ir subiendo la rapidez. Al cabo de otro rato vuelvo a bajar la intensidad y vuelvo a hablar.

—Por cierto, ¿has escrito a tu casa ya? —Le pregunto, más serio.

La miro de refilón cuando me responde, sin fiarme mucho de lo que dice. Si esta niña mienta más que habla, ya lo tengo dicho. De todas formas, no soy su niñera para decirle qué debe o no debe hacer con lo que sigo a lo mío sin decir nada al respecto.

Cuando estoy satisfecho con la práctica, me detengo y envaino. Entonces estiro los brazos y me bajo al suelo, poniéndome en posición para hacer flexiones. Una vez tumbado, le hago un gesto con el dedo a Frikka para que se acerque.

—Ven aquí. Si has acabado, haz algo útil —Le pido, indicándole que se suba a mi espalda. Me irá bien endurecer un poco las lumbares. Ya que está aquí, aprovecho.

En cuanto se sienta sobre mí niego con la cabeza, sonriendo, por su comentario. Entonces hago fuerza para levantarme y ponerme a hacer flexiones con los brazos bien separados, de forma que mi pecho se extienda perfectamente. Al cabo de unas cuantas, decido decir algo.

—Di, ¿estás entrenando bien? —Pregunto con curiosidad sin dejar de hacer el ejercicio. No puedo hablar tan campante como antes, pero tampoco es un esfuerzo sobrehumano. Creo que no he tenido muchas oportunidades para hablar con Frikka más allá de lo que no entendemos entre ironías e insultos, así que creo que está bien saber de ella.

Suelto un bufido en cuanto responde. Claro, tampoco va a matarse, ¿para qué? Cada uno tiene su ritmo. La verdad es que yo no sé por qué me esfuerzo demasiado a fin de cuentas. Aunque siempre he querido ser el mejor pase lo que pase, sea cual sea la finalidad. Acabaré en mis mejores condiciones, éso lo tengo claro.

—Oye, ¿estás segura de que quieres ser una guerrera? —Pregunto, serio, al cabo de un rato, ya con el sudor cayendo por casi todo mi cuerpo y la respiración algo pesada. Después del ataque y de verla tan asustada, me pregunté si ella tendría madera para ésto. Es una chica fuerte, pero quizá no lo suficiente como para sobreponerse al miedo y sobrevivir. Es una cuestión simple: hay gente que vale y gente que no.

Gruño con cierta molestia, tastabillando ligeramente cuando noto su codo entre mis costillas, luego continúo subiendo y bajando mientras la escucho. En cuanto termina, asiento, dudando un momento.

—Pues sigue el camino que quieras, pero nunca tomes una decisión por vergüenza o miedo —La verdad es que no sé por qué le digo algo como eso. No sé a quién trata de alentar alguien como yo, que siempre ha hecho lo que le ha dado la gana.

Me quedo callado mientras continúo hasta que lo considero suficiente. Ya estoy harto de esto. Aguanto un momento en alto, tomando aire profundamente, y entonces desciendo definitivamente, descansando tumbado en el suelo. Junto las manos en plano bajo mi mentón.

—Una retirada a tiempo también es una victoria —Añado, tomando aire. O eso dicen.

Dejo que se levante y luego me siento, frotándome el pecho para quitar los restos de tierra y hierba. Sonrío a sus quejas.

—La verdad es que no, hoy no —Explico, quedándome con las piernas cruzadas y las manos sobre las rodillas. Supongo que me escucha más cuando le hablo en nuestro idioma, pero tampoco es que importe. Al final seguro que se le queda ahí rondando en la cabeza y acaba haciendo caso. O no y casi se muere como la última vez. A eso le llamarían selección natural. Supongo que a lo mío también.

—Ala, la próxima me subo yo encima —Le advierto, divertido, estirando los brazos. Creo que dentro de poco empezaré de nuevo con los dolores. Siento la mano entumecida, casi adormilada.