Cueva.

Solté la mano cuando obedeció, devolviéndola al cuello. Seguí palpando un rato más, abriendo más la herida y explorándola con la boca, a base de besos, succión y mordiscos. Sabía bien.

Al sentir la mano descender, me tensé un poco, expectante, y entrabrí las piernas. Al tiempo, ascendía por su cuello entre besos y mordiscos más suaves, aunque algunos igualmente hirientes, pellizcando de vez en cuando la piel. Ascendí hasta la oreja y también la mordí.

Mientras, la mano más baja había llegado adonde yo quería, y adelanté un poco la cadera hacia ella, aumentando el contacto. Al tiempo, puncé con el colmillo en el lóbulo. Tras ello, volví a buscar su boca con cierta ansia.

La humedad, había aprendido Zacharyas, era buena. Era como un permiso del cuerpo para que entrasen en él, había comprendido. ¿Acaso dolería sin ella?, se preguntaba. Porque, de ser así, quizás le gustaría probar aquella experiencia dolorosa. ¿Cómo podría conseguirse?
Jadeaba a veces, por los mordiscos, mientras exploraba con curiosidad la zona húmeda. Entonces, yendo más allá, probando algo que no había hecho antes, buscó la puerta, el agujero en el que había entrado otras veces, y palpó la entrada con el dedo corazón. Era como una herida abierta en el vientre, en la que, haciendo lo correcto, podría penetrarse para alcanzar los intestinos, blandos y viscosos.
Guiado por aquella curiosidad, descuidando ya la otra mano, Zacharyas dejó que aquel dedo se deslizase dentro. Una vez allí palpó. Estaba en su interior, y con un dedo, capaz de recrear mediante el tacto. Trató de imaginar aquel lugar, rugoso y suave según la zona, húmedo, caliente.

Lo imaginaba rojo como la sangre. Porque, pensaba, así debía ser todo lo que estaba dentro del cuerpo. Rojo y sangrante.

Correspondió al beso, exaltado, deteniendo su exploración por un instante, sin conseguir concentrarse al mismo tiempo en ambas cosas.

Las caricias me hacían buscar más, más contacto, atrayendo su cabeza contra la mía con fuerza, casi con furia, mientras el resto del cuerpo trataba de buscar el suyo. Al sentir sus intenciones, casi de forma automática, tensé el cuerpo, poniéndolo recto, y aguanté la respiración un instante. Cuando el dedo se hundió solté el aire de golpe con una especie de quejido.

De nuevo, reclamé la boca, ahora con más ansia, mordiendo, succionando, buscando sin saber bien qué buscaba exactamente. Al sentir que se detenía me separé de él, mirándolo, seria, y adelanté la cadera, con una nueva exhalación, profundizando más.

Mientras mis manos descendían hasta su pecho, mi boca buscó de nuevo el cuello donde antes lo había estado hiriendo. Una vez más, hinqué los dientes, incluso con más fuerza. Al tiempo, arañaba la piel del pecho, tratando de agarrarlo, y movía la cadera, reclamando su atención.

Zacharyas comenzaba a respirar más veloz, excitado por las reacciones de la parvus, interrumpido por su beso, al que correspondió con entusiasmo. Sin embargo, pronto ella le dejó patente, separándose, lo que buscaba con mayor ahínco, y a Zacharyas le tocó concentrarse, por lo que trató de retirar de su mente, con pocos resultados, el dolor de su garganta, o las uñas de ella intentando rasgar su pecho.
Movía el dedo lentamente, en su interior. El interés del caeruleus aumentaba si se imaginaba que aquello eran sus entrañas, mientras probaba a palpar zonas distintas, animado por sus reacciones. En un momento dado introdujo un segundo dedo, clavando los ojos en el cuerpo de ella, buscando nuevos gestos.

Aquello había sido, durante mucho tiempo, un acto misterioso para él. Zacharyas se había sentido cohibido al principio, torpe y avergonzado. Sin embargo, pronto había concluido que era semejante a su gusto por el dolor. Simplemente el cuerpo buscaba ciertos gestos, y no había problema alguno con dárselos. Terminaba por ser una sensación bastante natural, como la de querer cortarse el cuello. Una suave cicatriz en su garganta le recordaba el por qué no debía hacerlo de nuevo, pero, sin embargo, aquello otro no dejaba marcas.

Gimió grave ante los nuevos mordiscos, en la zona cada vez más dolorida, y a cambio desplazó los dedos, los movió en un espacio más pequeño por haber dos, peor que parecía abrirse como obligado.
La otra mano continuaba palpando el cuerpo de la parvus, habiendo dejando manchas de sangre en ciertas zonas, pero ya con una costra rugosa en la palma.

Respiraba raro, en parte porque tenía la cara pegada al metálico, en parte porque sentía la bola dentro. Me movía buscando, y encontraba, y entonces echaba el aire con más fuerza y me tensaba. Los dientes se clavaban hasta que un trozo de carne se soltó un poco. Cuando separé la boca, sentí cómo se movía. Le di un besito y se movió otra vez. Sabía más metálico que antes.

En un momento dado me quedé muy quieta, y luego solté aire y me salió voz también, con cierta alarma. Algo dolía, pero a la vez era bien. Me moví un poco, tratando de entender, pero acabé por quedarme quieta, porque se hacía incómodo. Clavé las uñas en su pecho.

Una vez más, busqué la boca. Una vez más la exploré. Una vez más la atraje, y una vez más la dejé ir, entre gemidos, descendiendo de nuevo por el cuello hasta la clavícula. Tomé piel con la boca y succioné de nuevo.

Una mano se desplazó hasta la zona y se dejó empapar de saliva. Luego se alejó de nuevo al pecho, buscando acariciar.

Un gruñido grave surgió de lo más profundo de la garganta del caeruleus cuando aquel mordisco, más fuerte que los anteriores, seccionó notablemente parte de su carne. Aquello, sabia, produciría una hemorragia más importante, aunque no peligrosa, pues no hacia seccionado ninguna arteria ni vena importantes. Por otro lado, Zacharyas había tenido muchos años para comprobar que su capacidad de curación era mayor a la de otras personas, de modo que por grave que fuera sabía que la herida se cerraría pronto. Quizás hubiese muerto varias veces de no haber sido por aquella cualidad tan extraña, que parecía especialmente creada para él.

La boca de Ayne sabía sangre, a su propia sangre, y el mago disfrutaba de ello, procurando no distraerse del movimiento inferior para no recibir nuevas quejas. El ardor del cuello era maravilloso. La sangre luía, caliente, y ya había llegado a su hombro. La notaba sin verla, pegajosa. Sabía que pronto una sangre más espesa acudiría a cerrar aquella herida, dejando solo el sabor a hierro.

Sacó los dedos hasta la primera falange, investigando, introduciéndolos luego de pronto, comprobando más reacciones. Aquel estudio, nuevo para él, era interesante, se le hacía curioso. Aunque una parte de su cuerpo, lejana a su mano, parecía empezar a envidiar lo que esta hacía.

El metálico me seguía, así que lo limpié un poco con la boca cuando llegó a mi altura. Con el mismo dedo que había mojado en saliva, recogí una poca de la sangre y dibujé con ella en la piel, sin ver lo que hacía. Con la boca, continué mi descenso, con sus consabidos besos y mordiscos, hasta la altura del pezón. La mano que dibujaba tomo el otro.

En cuanto a la boca, me vi obligada a soltarlo por un grito que me invadió sin que yo misma supiera como. Era una mezcla de sorpresa, dolor, placer. Tras el grito hubo un gemido y un estremecimiento, y cerré los ojos. Con la mano, bajé hasta la muñeca del chiquillo y le hice repetir el gesto, soltando un nuevo gemido al hacerlo, con los ojos muy cerrados otra vez.

Busqué su otra mano, sintiendo que necesitaba atención, y la apreté contra mi pecho.

Zacharyas la escuchó gritar, abstraído, preguntándose si había sido dolor o lo contrario lo que había provocado aquel sonido, que parecía una mezcla de ambos. No repitió el gesto, contemplándola, pero, sin embargo, ella demandó pronto que lo hiciera, de modo que, obediente, se dejó guiar y lo hizo una vez más, obteniendo una respuesta menos ruidosa.
El caeruleus ladeó la cabeza, ligeramente, entre confuso y curioso, despegando al fin los labios.

-¿Te gusta esto?-inquirió, en un murmullo ronco, extrayendo los dedos casi por completo una vez más y dejando que se deslizasen dentro del cuerpo de la parvus de nuevo, sin pestañear, atento a sus reacciones como si pretendiese memorizarlas. "¿O te duele?", pensaba, con una extraña curiosidad científica, queriendo comprender por completo sus sensaciones.

Su otra mano, más torpe y distraída, se aplicaba en el pecho derecho, a petición de Stalon, recorriendo su piel fina, notando la diferencia de textura entre el pecho y el pezón, más liso y suave primero, y rugoso y duro después.

Su sangre se acumulaba, enhiesta, pero en aquel momento la curiosidad de Zacharyas lo volvía más pendiente de sus manos. De todos modos, el sufrimiento por la ansiedad de buscar placer, aquella contención, también resultaba agradable.

Temblaba. Y gemía. Y me tensaba. Continué guiándolo un momento, con gestos tan bruscos que yo msima me hacía algo de daño. Pero estaba bien. Cada movimiento suyo me arrancaba un poquito de voz de la garganta. Y, a su pregunta, solo pude asentir vagamente con la cabeza, con los ojos cerrados.

Lo solté, dejándolo hacer, trepando de nuevo las manos hasta el cuello. Me colgué de él, con brazos temblorosos, tratando de acercarlo a mí. Entre jadeos, busqué la boca, atrapándola un momento vagamente. Después, continué tirando, echándolo sobre mí.

Cada gemido provocaba un extraño cosquilleo en el bajo vientre de Zacharyas, que ascendía hasta el diafragma, haciendo que poco a poco intensificase los movimientos y aumentase el ritmo. El placer que aquello le provocaba era meramente psicológico, pero le resultaba, de algún modo extraño y desconocido, satisfactorio de modo diferente. Aunque en aquellos momentos su cadera comenzaba a pedirle empujar.

Correspondió al beso de Ayne con furia, mordiendo su labio inferior, indagando en su boca como siguiendo los deseos que tenía la parte baja de su cuerpo, pero que no se dejaba liberar. Luego, rodeándola con la mano libre, la alzó ligeramente. Era ligera y pequeña, y no le costó tumbarla, encontrando allí una posición más cómoda para seguir con aquel movimiento continuo, sintiendo cómo ella parecía absorberlo, cerrarse sobre sus dedos, dificultando a veces la libre movilidad.

Bajó él mismo al cuello, aquella vez, hundiendo sus colmillos en la carne, pellizcando, deseando rasgar, pero sin hacerlo por poco.

Me vi alzada de pronto, y en un gesto reflejo, me aferré a su piel con fuerza, en busca de algo que me mantuviera junto al suelo. Pronto sentí, sin embargo, cómo yo misma estaba enteramente contra el suelo, boca arriba. Dejé ir un nuevo gemido, uno de tantos.

La nueva situación no me satisfacía. Seguía sintiéndome inquieta. Estaba presa. Muy presa.

Traté de revolverme, pero era muy difícil. Temblaba, jadeaba, gemía, y el chiquillo no me dejaba moverme. Se echó sobre mí, cogiéndome del cuello, y rodeé su cabeza con los brazos, apretándolo contra mí, al tiempo que arqueaba la espalda. El cuerpo me ondeaba, y el aire se me iba.

Traté de ganar espacio, movilidad, aliento, iniciativa. Algo.

Viéndola debatirse, Zacharyas se apartó un poco, jadeante, dejándole la posibilidad de salir, ansiando morder más hasta hacer sangrar, notando la piel del cuello tirante allí donde se había formado ya la primera costra, todavía húmeda, pero lo suficientemente sólida como para taponar por completo la salida de sangre de aquella herida, que pese a todo seguía escociendo y resultando estimulante para el caeruleus.
Su mano se mantuvo dentro de ella, sin embargo, moviéndose solo en su interior en vez de salir, buscando puntos distintos, texturas extrañas que explorar. El cuerpo humano era extraño, y con las yemas de los dedos Zacharyas podía reconstruir incluso aquello que no podía ver, sin necesidad de un cuchillo para abrir la carne y poder mirar en el interior de aquellos lugares.
Su entrepierna, por otro lado, estaba preparada para sustituir a la mano. Aunque, de alguna forma, él no parecía interesado en buscar aquello por encima de su exploración, curiosa y satisfactoria.

Traté de incorporarme, pero incluso si se apartaba, era demasiado difícil. Al final, acabé por dejarme caer en el suelo, al principio sin moverme, y luego convulsionándome de vez en cuando por lo que el chiquillo hacía. Jadeaba, temblaba, me movía sin darme cuenta, y poco más podía hacer.

Alcé la vista hacia él, buscando su cara. No la veía. Era todo negro. Pero sí veía su cabeza, y alcé los brazos hacia ella, tirando del pelo hasta conseguir cogerla. Después, la acerqué de nuevo a mí, besándola primero y colocándola despues sobre mi pecho, al tiempo que me arqueaba, cerrando los ojos con fuerza. Clavé las uñas en su cabeza.

Zacharyas continuó con aquello hasta que ella lo reclamó. Entonces acudió a sus labios, a besarla. Todo aquello le servía para ir recabando información que utilizar en el futuro, pues a él aquellos impulsos le resultaban más difíciles de diferenciar. Para Zacharyas era más normal desear atravesar su carne con un cuchillo, apuñalarla, o semejantes.
Ella lo hizo descender a su pecho y accedió a la misma zona que había tocado con la mano. Conservaba parte de su sangre, que lamió y saboreó con deleite, absorbiendo el sabor a metal que le impregnaba la piel, imaginando que era de Ayne, luego se entretuvo con el pezón, pues ella lo había guiado allí más veces, y se extrañó por lo mucho que cambiaba una textura según con qué parte del cuerpo se reconociese.
Se propuso que si alguna vez Ayne moría la abriría con un cuchillo para poder acceder a su interior, allí donde estaban sus dedos y donde la lengua no llegaba, y probaría aquella zona y muchas otras que ni siquiera tenían un contacto con el exterior, ningún hueco por el que introducirse.

La muerte de Stalon se le antojaba desagradable. Pero incluso en aquella sensación incómoda hallaba ideas innovadoras y hermosas como aquella.

Cuando lo tuve suficientemente cerca, lo besé con entusiasmo, casi como si pretendiera que, solo con ese gesto, conseguiría tirar de él para acercarlo más. Y, en cierto modo, así era.

Bajó a mi pecho, y guie su cabeza, con cierta ansia, allá donde yo quería. Cuando sentí el contacto de su lengua contra el pecho, inspiré profundamente, espirando de nuevo al instante con profundidad. Una vez más, tuve que cerrar los ojos. De nuevo arqueé la espalda, tensándome, tratando de atraerlo más contra mí.

Mientras tanto, la bola crecía muy fuerte, y yo tenía problemas para controlarlo. Entre gemidos, y casi sin sentirlo, iba alzando poco a poco la cadera, apoyándome en las piernas, bien abiertas.

Zacharyas comprobaba cómo sus gestos eran guiados a los lugares que parecían ser más efectivos, y cómo una vez allí la parvus parecía recibir lo que buscaba. Lo expresaba de diversas formas: de simples jadeos a gemidos o gritos, o también modificando la posición de su cuerpo. Era como el dolor pero al revés, pensaba el mago, que siempre esperaba aquellas mismas reacciones de alguien moribundo. Jadeos y gritos de dolor, gruñidos, espasmos.

Su mano, en una posición extraña, dolía ligeramente, pero seguía moviéndose sin descanso, deteniéndose a veces donde ella respondía mejor. La lengua, mientras tanto, agotaba el sabor a sangre y proseguía. Y la mano contraria buscaba el otro pecho, pensando quizás que era aquello lo que la parvus anhelaba, por el ansia con el que parecía demandar aquel tipo de contacto.

Extrajo la mano casi del todo, una vez más, y volvió a penetrarla antes de seguir del mismo modo, dentro, más rápido que antes. Contemplaba, desde su posición, perfectamente en la oscuridad, el rostro de Ayne.

Cerraba los ojos con fuerza, apretaba los dientes o boqueaba. Era como el dolor, sin duda.

Cada vez más, sentía el impulso de estirarme, de tensarme más, de ocupar más espació. Con la espalda arqueada, eché la cabeza hacia atrás, sintiéndolo sobre mí. Notaba el pecho subir y bajar una y otra vez, muy rápido, y cómo se me nublaba la mente.

De nuevo, me invadió una sensación extraña, un cosquilleo, y la bola se estiró más. Solté un nuevo gemido, similar a un sollozo. Con todo el cuerpo tenso, traté de aferrarme con las manos al suelo, sin mucho éxito, y alcé del todo la cadera, abriendo la boca y dejando entrar y salir el aire rápidamente, con los párpados completamente apretados.

FdR.: Pausado again

Zacharyas la observaba debatirse entre la vida y la muerte, retorcerse como si su cuerpo estuviese siendo rajado por cien espadas, cortado milímetro a milímetro, levantando la piel para luego sostener los pliegues sueltos, tirar y arrancarla hasta degollarla por completo. Sus sonidos y gestos parecían los propios de un ser que se debatía entre sufrimiento, lo que provocaba al caeruleus a aumentar la velocidad de su mano.

Con sus labios buscó de nuevo el cuello, como otras veces, en el que radicaba una de las venas más importantes, y mordió con fuerza, llegando a romper un pliegue de piel, finalmente, hallando un fino hilo de sangre. Succionó ligeramente, casi con mimo, notando aquel sabor metalizado que poco a poco abandonaba el cuerpo de Stalon y entraba en contacto con sus papilas gustativas. Aquello lo aceleraba. Aquel sabor puro y hermoso, como a muerte y vida juntas.

Gemía, casi sollozaba, incapaz de controlar la respiración. La cabeza se me iba y no había cabeza, y nada pesaba y todo era aire. Traté de abrir los ojos, sudorosa, pero tampoco había ojos, y yo no estaba casi.

Sí estaba. Me tocó y estaba, y estaba su pelo, y alcé las manos y lo agarré, abrazándolo, y me pegué a él, y tiré de él hacia mí y de mí hacia él, y sentí dolor y me sentí, y me pegué más y lo pegué más también. Y de nuevo no había cabeza, pero sí que había. Y no había aire.

Traté de morder algo, pero no tenía qué morder, así que en vez de eso, clavé sus dientes más en mi cuello. Y ya gritaba.

Zacharyas sentía un estimulante dolor incómodo entre las piernas, que rozaba lo estresante. Clavaba más los dientes en ella, al mismo tiempo, sintiendo salir más de aquella sangre dulce, gruñendo animal al hacerlo, sediento de aquel líquido, apretando la mandíbula, conteniéndose para no traspasar dolorosamente la carne, moviéndose con gestos más veloces y ansiosos fruto de aquel nuevo estímulo.
Sentía la mano entumecida y húmeda, resbaladiza. La lengua palpaba aquella parte nueva del cuerpo de la parvus, su herida abierta, con la tentación de penetrar en ella por aquel lugar.

Ella se pegaba a él, como buscando aquel mordisco, aquel dolor. Zacharyas fantaseaba con llegar a seccionar la yugular. ¿Y qué pasaría entonces?, se preguntaba. ¿Buscaría ella también aquel dolor? ¿Le agradaría sentir su sangre vertiéndose sobre el suelo, deslizándose por su cuello, cálida y densa?

Ya no tenía cabeza. Y sí tenía ojos, pero eran ojos de agua, y se me escurrían y derretían hasta el suelo. Sí tenía garganta, cerrada y seca, que gritaba, y boqueaba y no encontraba el aire.

Tampoco tenía cuerpo. Tenía brazos, que agarraban fuerte, tan fuerte que dolía, pero no tenía cuerpo. Tenía solo una bola que se estiraba más y más, tanto que también dolía. Y temblaba más que nunca, porque la bola temblaba y parecía que iba a estallar.

Y entonces dejé de temblar y volví a tener cuerpo, y dejé de gritar y de respirar, y los ojos dejaron de escurrirse, pero seguía sin tener cabeza. Y apreté aún más al chiquillo contra mí, y la bola se estiró y dejó de ser una bola, y estalló y se esparció, revolviéndome, y luego se deshizo y desapareció.

Me dejé caer de golpe contra el suelo, recuperando el aire entre convulsiones, temblando más que nunca.

Zacharyas continuo, fuera de sí, sin prestar ya atención a la muchacha, a la que escuchaba y sentía en segundo plano, notando cómo la sangre fluía cada vez más a sus labios. Sin embargo, en algún momento se percató de algo había cambiado, de que los gritos habían cesado, de que ella, como muerta, se había detenido. Entonces su acción remitió, se esforzó por separarse de la herida sangrante para mirarla y comprobar su estado, temiendo hallarla muerta y fría, pero no era así. Con lentitud, retiró la mano que tenía en su interior, y contempló un instante los húmedos dedos, en los que halló también, para su sorpresa, restos de sangre, que se llevó a los labios. Sin embargo, al probarlo apenas pudo diferenciar el sabor a metal del otro, extraño, más penetrante.
El mago se volvió hacia la chica, que temblaba, con la respiración más acomodada. Extendió la mano limpia a la capa que había caído y la cubrió con ella primero para, después, acariciar su cabello con mimo, algo ausente, clavando la vista a ratos en la todavía abierta herida de su cuello, que lo llamaba.

Volvía a estar. Entera. Hasta la cabeza, poco a poco, venía otra vez. Abrí un momento los ojos, desorientada, pero acabé por volverlos a cerrar, sin llegar a ver nada. Había aire, y podía cogerlo, y luego lo echaba, y lo sentía mucho. Tenía la boca seca y pegajosa.

Sentí algo sobre mí y cerré un momento los ojos con más fuerza. Luego identifiqué qué era y lo agarré con fuerza, envolviéndome y tumbándome en el suelo, de lado, como un bebé. Me cubrí hasta los ojos, aún temblando.

El aire, al cubrirlo con ropa, se volvió húmedo y caliente. Olía al chiquilló. Solté aire en una especie de sollozo, aún temblando.

Zacharyas la observó encogerse, con suma curiosidad. Parecía un animal herido, rajado, que escapaba del frío y del dolor encogiéndose sobre sí mismo. Recordaba a uno de los perros a los que había dañado una vez. Sus lamentos, agudos y lastimeros, mientras se ovillaban buscando el propio calor de su cuerpo para ampararse... De alguna forma, el caeruleus lo recordaba, y aquella imagen nostálgica lo hacía sentir la cabeza ligera, como si no pudiese diferenciar la realidad de los propios recuerdos, que lo asolaban.

Carraspeó, seco. La garganta parecía no haber sido usada en años cuando habló, seca y ronca.

-¿Estás bien? -preguntó, lejano, contemplando el pequeño cuerpo de Ayne, cuerpo de persona, cuerpo de parvus, envuelta en su capa, con los ojos húmedos, amagando un sollozo.

Se oyó un ruido, y no era un grito del cielo. Era una voz. Y estaba cerca y se oía profunda. Me estremecí, acurrucándome más en la capa, recolocándome en ella, tratando de taparme más. Inspiré mucho, mucho aire.

-Nh... -murmuré, una especie de gemido.

Sollocé de nuevo y entonces me giré. De nuevo, recoloqué la capa a mi alrededor, tapándome bien. Por fin, abrí los ojos, tratando de descubrir algo. Todo estaba negro y borroso. Distinguí la silueta del chiquillo y dirigí la vista a ella. Pero no lo veía.