Cueva.

Me acomodé sobre él, acurrucándome. Asentí, despacio, con un suspiro cansado.

-Contigo también -murmuré, bajito.

Me alcé un poco, rodeándole el cuello con los brazos, y froté mi mejilla contra la suya antes de volver a darle un beso. Después hice un recorrido de besos pequeñitos hasta la comisura de la boca, y de nuevo le di un abrazo bien fuerte.

Zacharyas sonrió, más relajado. Aunque se tensó un poco al recibir los besos en el rostro, como expectante, dejando ir el aire con el último, correspondiendo a su abrazo torpemente, con la derecha. Aunque tras el suceso Zacharyas se había sentido triste, llegando a refugiarse en aquella cueva para evitar el contacto con los demás guerreros, poco a poco, tras el encuentro que había tenido con Ayne en el bosque, aquella desagradable sensación había ido remitiendo, y por aquel entonces ya estaba ahogado todo en algún lugar de su interior, como si le hubiesen puesto una almohada encima. Una almohada con la que, aunque Zacharyas no lo había probado nunca, parecía que podía ahogarse a la gente.

Dio un suave beso en el pelo de Ayne, donde pudo, mientras ella lo abrazaba. Estaba más reconfortado de aquella manera.

Ella también parecía mejor. A Zacharyas le costaba comprenderla muchas veces, pero la mejoría en los últimos días era obvia incluso para alguien como él, con una capacidad de empatía tan diferente a la del resto de personas.

Me apoyé en él con un hondo suspiro. Alcé una mano, buscando su oreja, y le di unos suaves tironcitos en el lóbulo. Fruncí un momento la boca y luego me estremecí en un escalofrío.

-Te he puesto triste -murmuré-. Ahora tengo que ponerte contento. Cuando el cielo no se enfade nos vamos al oscuro. Y sonríes. ¿Vale? Y estás conmigo. Como ahora, que estás conmigo.

Me alcé de nuevo y le di otro beso en los labios, con fuerza. Luego le di uno en el lóbulo y le acaricié la oreja hasta la punta.

Zacharyas sonrió, respondiendo a las palabras de la parvus con un beso en la frente, asintiendo lentamente luego. En aquel momento, era imposible ir a Caligo, pero Zacharyas esperaba que pronto amainase y pudiesen hacerlo. Por suerte no habían partido todavía, por lo que la tormenta los había encontrado en Brontë.

-No te preocupes -dijo, con voz seca, sin borrar su sonrisa, carraspeando luego-. Iremos pronto, si quieres -. La miró, escudriñándola, como esperando encontrar en ella una negativa.

Luego correspondió a su beso, notando cómo descargaba cierta tensión al hacerlo, buscándola un instante más cuando se separó, notándola ascender hacia su oreja. La atrajo hacia sí, en una especie de abrazo, descargando más tensión al apretarla, imaginando que clavaba las uñas en su carne, haciendo una herida en su brazo con cada uno de sus dedos, notando cómo la sangre fluía en todos ellos.
Sangre.
Zacharyas deseaba sangre, como siempre. La sangre lo calmaba.

Negué con la cabeza, con una suave sonrisa, algo tímida.

-No. Tú quieres -expliqué-. Yo voy y me enseñas.

Dejé que me apretara. Solté el aire mientras me apretaba, haciéndome pequeñita. Apoyé la cabeza en su hombro, repasando con el dedo la nariz, muy seria y concentrada. Le di un beso en el cuello.

-Es calentito.

Zacharyas asintió. Podía negarlo, decir que no lo hiciese por él como había escuchado hacer a otras muchas personas, como una de aquellas "falsas modestias" de las que hablaban, pero él agradecía de verdad que Ayne quisiese acompañarlo, y quería, verdaderamente, enseñarle lo que había sido su hogar, si bien no era un lugar cuyo conjunto le trajese buenos recuerdos.

Al sentir los labios de Ayne en su cuello, Zacharyas deseó que lo mordiera. Fantaseó con sus dientes, poderoso, arrancando la piel, desnudando los músculos y las venas latentes, para por fin poder ver su cuerpo como el de un animal degollado, examinando lo que había bajo toda aquella capa pálida.

La lluvia, fuera, no cesaba. No parecía ir a hacerlo pronto.
Zacharyas se recostó contra la pared, volviendo el rostro hacia Ayne, atrapando con cariño su barbilla entre los dientes, haciendo palidecer la piel allí donde apretaba, pellizcando un instante y luego soltándola. ¿A qué sabría su carne? ¿Sería posible probarla algún día?

Sonreí ante su mordisco, soltando una suave risita. Me incorporé un poco y giré el rostro hacia el exterior. Apenas veía nada. Entonces, un nuevo relámpago apareció, y apreté los puños en torno a los hombros del chiquillo, cogida por sorpresa, abriendo mucho los ojos. Luego, todo quedó de nuevo a oscuras, y un poco después el cielo volvió a temblar.

Me apoyé otra vez contra el chiquillo, cerrando los ojos.

-Qué bien que estás -murmuré, con una suave sonrisa.

Me estiré hacia él y volví a besarlo, esta vez con algo más de detalle, un poco más. Luego le mordí la punta de la nariz y le dejé allí otro beso.

-Qué bien -murmuré.

El relámpago hizo a Zacharyas cerrar los ojos con desagrado, deslumbrado. La luz dolía, y era agradable de algún modo. Luego dejaba un resto de brillo en sus retinas, y durante varios segundos lo que veía iba acompañado de un extraño halo. Pero el concepto inicial, aquella luz resplandeciente, no le resultaba para nada tan agradable. Prefería otros tipos de dolor, como los cortes, las quemaduras o las punciones.

Ayne habló y Zacharyas solo sonrió. No sabía responder a aquellas cosas, si bien pensaba muchas veces algo parecido. A veces probaba a decir algo, pero su torpeza con las palabras en aquellas situaciones se lo complicaba tanto que prefería no repetir.
Supuso, y esperó, que corresponder al gesto que siguió a aquellas palabras bastase, acompañándola con los labios lo mejor que pudo, como ella le había enseñado. Encontraba cada vez más agradable y tranquila aquella calidez, que ya no lo hacía asustarse o sentirse extraño. Aunque seguía sintiendo aquella especie de cosquilleo, como de avispas picando desde dentro, al igual que cuando imaginaba un cadáver putrefacto en un charco de pegajosa sangre.
Y en vez de decir nada, dado que era tan torpe, la abrazó de nuevo cuando ella dejó de besarlo, sintiendo su cuerpo contra el propio, a través de la ropa, relajado y cálido, vivo.
Dada su facilidad para evitar el dolor, que hacía que las posturas extrañas no le molestasen, Zacharyas pensó que dormir de aquella forma no sería para nada incómodo.

Estaba estatua. Bajé de nuevo a apoyarme en él y cerré los ojos. Estaba cansada. Dormir ayudaba. Un nuevo rayo llamó mi atención y volví a abrirlos, y un nuevo trueno me hizo revolverme en sus brazos. Dormir ayudaba, pero no podía dormir. Podía moverme.

Sentí el impulso de salir fuera otra vez. No. Frío. Agua. Luz. Ruido. Negué con la cabeza.

Suspiré.

Me estiré de nuevo, buscando sus labios.

Zacharyas notaba la ropa húmeda y fría pegarse a sus piernas, allí donde el agua la había mojado. Pensaba en aquello, muy profundamente, imaginando que al estar mucho tiempo húmeda la piel terminaba por pudrirse y deshacerse. Entonces el nuevo resplandor hizo que la parvus se revolviese, como un animalillo. La imaginaba como un frágil ratón entre sus dedos, alzando las orejas al escuchar el estruendo, olfateando el aire.

Luego Ayne lo buscó de nuevo. Zacharyas entonces olvidó la humedad de sus prendas, y también aquel ratón al que, entre sus manos, aplastaba hasta destrozar sus huesecillos. Y correspondió al beso, más animado que antes, sintiendo que una fuerza lo impulsaba desde abajo. Hacía tiempo, pensaba Zacharyas, extrañándose él mismo por el propio pensamiento, que no estaba de aquella forma con la parvus.

Lo agarré por las orejas, pegando más los labios a los suyos. Abrí su boca con la mía, tratando de acercarme más a él. Luego, poco a poco, me fui separando hasta dejar de besarlo. Lo miré, aunque no lo veía. Sí, un momento, una luz, y lo vi y no lo vi otra vez. Sonreí un poquito.

-Echo de menos.

Recorrí sus brazos con las manos, palpándolos y tirando de ellos hacia mí, con un suspiro. Apoyé la cabeza contra la suya, dándole una caricia.

Zacharyas se sintió despertar, de algún modo, viéndose animado a seguirla, y sintiéndolo realmente, exhalando, dejando ir el aire casi con angustia, como si le arrancasen el cuchillo con el que estaba descuartizando a su víctima de las manos en pleno acto, cuando ella se apartó por completo de él. Pero la entereza le volvió poco después, y con una sonrisa asintió, frotando las frentes de ambos, acto que sus flequillos facilitaba.

-No más-dijo, con voz serena y algo áspera. Con ella tendía a ir usando cada vez menos palabras, pues llegaban a ser innecesarias.

Se apartó, reacomodándose en la roca, pero ella se aproximó de nuevo, palpando su cuerpo. Zacharyas la envolvió con su inmenso cuerpo, besándola una vez en los labios, contenido, esbozando una sonrisa tranquila.

Asentí con una pequeña sonrisa. No más. Eso. Sí.

Arropaba y se hacía cómodo. Hacía frío, pero no tenía frío. Estaba bien. Por eso me aproximé más, y respondí, y besé aquí y allá, suave, con cariño, con caricias y con mimo. Era bien. Era muy bien.

Me gustaba su abrazo y me gustaban sus gestos. Tomé los dos brazos con que me rodeaba para arroparme todavía más, pidiendo un mayor abrazo, y lo abracé por el cuello, pegándome mucho a él. Seguían los gritos del cielo, y a veces podía verlo, y entonces sonreía. Pues claro que era muy bien.

Me dejé arrullar y lo arrullé yo. Me colé bajo las capas de ropa para acercarme más. Estaba con él. Un tiempo después, dormíamos.

*fin de escena*

Por mucho que Zacharyas hubiese visto llover, nunca había sido como aquello. Había perdido ya la cuenta de los días que llevaban encerrados en aquel lugar, pero salir era, en apariencia, más peligroso cada vez. Los curiosos trozos de hielo crecían, los rayos parecían más y más cercanos.

Aquel día Zacharyas, por ejemplo, había pensado que bastaba de no comer, por lo que se había decidido a cazar alguno de los animales que se refugiaban con ellos, en la cueva, que no eran pocos. Así pues, mirando a la parvus de reojo, con una sonrisa de interés, comenzó a caminar por una de las galerías de la cueva, buscando algún movimiento que delatase la presencia de seres vivos.

-¿Qué te apetece comer? -inquirió, con voz seca y ronca, vislumbrando un conejo en un rincón, así como cuatro o cinco murciélagos, pendiendo boca abajo del techo, plácidamente dormidos pese a los truenos.

Sonreía contento, preguntándose a cuál de aquellos seres tendría el placer de degollar. Y siendo por supervivencia, pensaba, escudándose en la excusa, ni siquiera su padre, por mucho que lo hubiese educado, podría decir que aquello no estaba justificado.

La tormenta era divertida hasta que dejó de ser divertida. Y estábamos, y corría, y jugaba, y me movía. Pero luego ya no corría, ya no jugaba. Me quedaba con el chiquillo y me hacía un ovillo, y miraba afuera, que el celemoto seguía, y suspiraba, y me cansaba.

Cuando el chiquillo se levantó, me levanté también. Cualquier movimiento era cosa nueva. Seguí al chiquillo a una cierta distancia. Cuando preguntó, me rugieron las tripas. Me pasé el dedo por los labios y pensé un momento.

-Comida -decidí, por fin. Comida sabía a bien.

Ante la respuesta de la parvus, la sonrisa de Zacharyas se ensanchó. Decidió, pues, ir a por el conejo, que daría más carne. Seguía contra un muro de la cueva, acobardado, tempblando con los tuernos.
Aproximándose al animal acorralado, Zacharyas siseó un garves. Al verse cegado por completo, el mamífero intentó escapar, nervioso, echándose a correr sin rumbo, muerto de miedo, pero el caeruleus ya contaba con la capa entre sus manos, y se abalanzó sobre el peludo bulto antes de que consiguiera cambiar de rumbo, atrapándolo entre los pliegues de la tela como si se tratase de un saco. Con el revuelo que armó, los murciélagos echaron a volar, pero Zacharyas regresó contento junto a la parvus, haciendo un nudo a la capa para que el conejo no escapase.

-¿Conejo te gusta? -preguntó, satisfecho. Aunque, supuso, a la parvus no le gustaría la carne cruda, el sabor a sangre, a hierro-. ¿Cómo hacemos fuego?

Él no era flamma, ella tampoco, y las ramas secas no abundaban en la cueva. Aquello generaba un problema para ellos, aunque Zacharyas no tenía problema alguno en simplemente degollarlo y alimentarse de la carne cruda del animal, incluso de sus entrañas.

Observé al chiquillo moverse como una sombra, seria, como un animal acechando. Sentía una extraña emoción, como una expectación por algo, aunque no habría sabido decir qué. Cuando oí la voz del chiquillo me tapé los ojos como gesto involuntario y, conteniendo el aliento, miré entre los dedos lo que hacía.

Cuando, tras atraparlo, volvió junto a mí, me destapé la cara y corrí hacia él, alzando los brazos, tratando de coger el bulto que se movía, con ojos atentos. Tiré un poco del bulto, sin intentar quitárselo de las manos, y tras mirarlo un momento moverse, alcé la vista.

Miré un momento alrededor, y luego de nuevo al chiquillo.

-No hay -respondí. Después saqué a Amatista-. Puedo cortar.

Efectivamente, la madera que había más cerca, pensó Zacharyas, estaba fuera, mojada, y allí no tenían nada con lo que hacer fuego, de modo que terminó por asentir a la propuesta de Ayne, cediéndole el conejo con emoción, envuelto en su capa, como invitándola a hacer aquello que a él tanto le gustaba. Al fin y al cabo, contemplar el sufrimiento de otro ser era hermoso, al igual que provocarlo, y ver a la parvus envuelta en sangre la parecía una imagen bella, por la que sacrificar la sensación de aquel animal retorciéndose en sus manos.

-Primero el golpe... -gruñó, con cierta ilusión.

Un golpe en la cabeza para matarlo. Cuatro cortes en torno a las patas y uno en el cuello para despellejarlo, en caliente, con un corte liso rasgando el cuero en dos. Si se hacía rápido, no quedaba más que el músculo desnudo, sangrante, aún caliente.

Miré al chiquillo indecisa cuando me dejó el paquete. Lo cogí entonces, finalmente, y me arrodillé para ponerlo en el suelo, sin dejar de agarrarlo, dejando a mi lado a Amatista. El paquete se revolvía, así que lo sujeté bien.

Tanteé la forma, buscando la cabeza, y cuando la encontré, pisé el cuerpo sin fuerza, sujetándolo con el pie, al tiempo que agarraba la cabeza con la mano. Tras esto, cogí a Amatista con la mano libre y la situé con el filo exterior mirando al suelo, con absoluto mimo. Cuando estuve segura de que estaba bien sujeta, solté el cuerpo del bulto, que sujetaba con el pie, y pisé con fuerza la hoja de Amatista, atravesando el bulto y clavándola contra el suelo. En un momento, se quedó quieto.

Alcé entonces la vista para mirar al chiquillo.

-Ya está.

Zacharyas contempló con puro deleite los movimientos de la chica, preguntándose cómo procedería primero, y imaginando lo que sucedería una vez hubo averiguado los métodos. Por suerte para él, la oscuridad no era un impedimento, de modo que no se perdía ningún movimiento, ni la sangre cuando la hubo. Se quedó contemplando el charco que se formaba varios segundos hasta que volvió en sí.
Zacharyas acarició la cabeza de la parvus con cariño.

-Bien -murmuró, con un deje contenido de emoción, acuclillándose para estar a la misma altura que la chica, aprovechando para rozar la tierra húmeda de sangre con los dedos-. Ha sido muy estimulante... -añadió, tomando la cabeza seccionada con suavidad, contemplándola curioso.

Sonreí.

Eché a un lado a Amatista y recogí el bulto, apartando rápidamente la capa, agarrando el cuerpo por una pata. Agarré entonces la piel con fuerza y tiré de ella, rasgándola. Estaba calentito.

El estómago, que gruñía, me pidió que mordiera la carne. Arranqué un trozo con los colmillos y mastiqué, notando el sabor fuerte. Tiré un poco más de la piel y repetí el proceso. Mojaba, pero estaba rico.

Miré entonces al chiquillo, y de nuevo el cuerpo. Hurgando en él, arranqué con las manos un trozo y se lo tendí, sonriendo. La comida es bien.

*fin de escena*

Llevaba un rato de aquí para allá, jugueteando, mientras el chiquillo usaba agua. Sentía el impulso de quitarle la ropa, porque no me hacía caso. Pero lo dejé. De hecho, encontré algo mejor.

Me acerqué junto a él y me quedé mirando un momento el agua, seria. Después, despacito, me quité la camisa y el pantalón, haciendo un lío de ropa, y lo dejé en el suelo. Continué quitándome la ropa hasta quedar completamente desnuda. Tenía pinchitos en la piel.

Por último, me acerqué hasta el agua y me metí dentro sin pensarlo. Solté un grito de sorpresa al encontrarla aún más fría. Luego reí y me acurruqué en un rinconcito de la charca.

Zacharyas sonreía a Ayne cuando tenía ocasión, o cuando ella llamaba su atención, aunque por lo general se encontraba bastante concentrado en su labor. Cuando ella comenzó a desnudarse, el mago se vio sorprendido, pero no tardó demasiado en esbozar una sonrisa amable al verla entrar en el agua, después del grito.

-Muerde -murmuró, con tono agradable, aunque su habitual sequedad y carraspeo, tomando la ropa que la guerrera había dejado en el suelo, hecha un gurruño.

Aquella ropa enredada, pensó el caeruleus, podía pasar por un cadáver si se miraba desde la perspectiva adecuada. Un cadáver tendido y acurrucado, vestido con prendas arrugadas.
Tomó la ropa con las manos, echando un vistazo a la parvus. La tela todavía tenía calor residual. Era como si estuviese viva.

-¿Quieres que lo lave también? -preguntó, con una sonrisa amable, aunque realmente deseaba hacer desaparecer aquel calor en las frías aguas.

Asentí, con un resoplido. Junté las manos como si fueran una cuenca y me eché agua por encima, cerrando fuerte los ojos, mojándome la cara y el pelo. Luego sacudí la cabeza.

Miré al chiquillo, y luego la ropa. Entonces forme una sonrisa maliciosa y empujé el agua hacia él, salpicándolo.

Después, me señalé.

-¿Y yo? -pregunté.