Bosque

Inspiré profundamente. Su intuición era tan dulce como ella. No podía ocultarle mi preocupación porque ella era sensible como la más delicada de las damas. Pero no podía evitar pensar que decirle lo que me había dicho Gerald no era más que un modo equivocado de hacer las cosas.
Apreté la mandíbula, buscando algo que sí pudiera decirle. Las palabras de Gerald continuaban haciéndome sentir como un mal hombre aunque, de hecho, yo no había hecho nada malo. Pero aquellas acusativaciones...

-Me alegré mucho cuando volví a verte en el comedor... -murmuré, más como si tratase, con aquello, de hablar conmigo mismo.

En aquel instante mi corazón se había detenido un instante, sorprendido por su presencia.

Fruncí el ceño, de nuevo confusa. No entendía por qué me decía eso ahora. ¿A qué venía? Aquello no respondía a mi pregunta, ni me hacía estar menos preocupada. De hecho, como no le encontraba sentido como respuesta, lo único que hacía era aumentar mi preocupación. Y confusión.

—¿Por qué dices eso? ¿Qué pasa?

Me separé de él, esta vez ya completamente, y clavé mis ojos en los suyos, el ceño levemente fruncido y los labios entreabiertos, confusa.

La miré. Notaba el estómago revuelto. Ni siquiera sabía qué responder a sus preguntas. Si hubiese tenido más tiempo para pensar en ello quizás tuviese una, pero no la tenía. Extrañamente, un poderoso guerrero como yo no tenía una respuesta para aquello. Podría inventar una... ¿Pero acaso no había dicho Gerald que lo que tenía que hacer era lo contrario? Contar a Inger toda la verdad... ¿Qué verdad? Para empezar, Rick Dehnel no había hecho nada malo.

Me aproximé a ella de nuevo, besando su frente con suavidad. Quería mucho a Inger, y de aquello no había ninguna duda. Su presencia me hacía sentirme como tranquilo y a gusto. Pero me costaba aquello de tomarla en brazos y arrancarle la ropa como si fuese una viuda de apenas treinta y cinco años...

-Inger... ¿Qué piensas de mí? -pregunté. Me temblaba un poco la voz.

Aunque permití que me besase en la frente, cuando se separó volví a mirarle con el ceño fruncido, más confusa que antes (si es que eso era posible). Su silencio, aparte de confundirme y preocuparme, había empezado a ponerme nerviosa. No entendía por qué no hablaba. ¿Había pasado algo?

Su pregunta también me cogió por sorpresa. Durante unos segundos no dije nada y lo miré, confusa y pensativa a la vez, dándole vueltas a su cuestión. Finalmente, respondí:

—Pienso que eres... Eh... Un buen hombre... Tal vez no el más inteligente. Creo que eres leal... —Lo miré—. Y sincero. Tal vez algo cuadriculado de mente... —Curvé ligeramente los labios—. Y simpático, no sé. Me gustas.

Me encogí de hombros.

Su expresión contrarizada era dolorosa. Sus palabras, hermosas, me cautivaban una a una. No considericé que lo de tonto fuese cierto, quizás tonto en un buen sentido, pero no era momento de ponerse a quejarse por aquel tipo de opiniones, porque todo era bueno. Pero... Leal... Sincero... Me golpeaban.
¡Claro que era leal y sincero! El problema sería que si no le contaba a Inger la conversación que había tenido con Gerald el día anterior pasaría a ser lo contrario a lo que ella decía, de lo que yo me enorgullecía. Y yo no quería dejar de ser sincero y leal para nadie..., pero menos para ella.

Esbocé una sonrisa triste.

-Inger... -. Carraspeé. Por Mithos... Ni siquiera sabía qué estaba haciendo exactamente. Esperaba que alguna respuesta llegase mágicamente a mí, pero no lo estaba haciendo-. Yo... Creo que eres una chica fantástica... Me encanta hablar contigo y... Me pareces amable, dulce, simpática, tierna...

Te quiero. Pero no me siento capaz de arrancarte la ropa. Eres demasiado dulce... Aquello era difícil de decir.

Fruncí el ceño, esta vez más preocupada que confusa. Aquella situación había terminado por ponerme nerviosa. No entendía nada. Ni qué le pasaba, ni a qué venía tanto rodeo. ¿Por qué no respondía? ¿Le pasaba algo? Seguía sin saberlo. Lo único que sabía era que estaba triste, pero nada más. Además, era incapaz de verle la cohesión a sus preguntas.

Escuché sus palabras en silencio, tratando de buscar algún sentido, notando cómo el nerviosismo que sentía crecía conforme hablaba. Parpadeé un par de veces, confusa, contrariada. ¿Por qué me decía aquello? Inconscientemente, di un paso hacia atrás.

—¿Qué pasa...? —repetí, esta vez en un tono más bajo, mirándolo a los ojos.

Su reacción, su mirada de animalito asustado... Todo me estaba golpeando como cientos de puños dolorosos. Y yo ni siquiera sabía qué estaba haciendo.
Lo admitía. Nunca había tenido una relación como la que tenía con Inger, de modo que jamás había tenido que dejar a una chica. Pero si la situación fuese la de "dejar a una chica" debería ser más fácil, ¿no? "Lo siento, hermosa dama. No te quiero. Esto se ha terminado, pero nunca te olvidaré". Pero aquel no era el caso. Yo no quería más que pensar en las palabras del chrysos sin hacer locuras. Y entonces había aparecido Inger. Y yo había sido tan estúpido como para demostrar mi debilidad. Y ella lo había notado. Y habíamos acabado en una situación que yo no había deseado. ¡¿Por qué?! ¡¿Acaso Mithos me estaba poniendo a prueba?!

-Al irte yo lo pasé fatal... Te eché mucho de menos, y me alegré al verte de nuevo. Fue un alivio enorme-. ... ¿Pero? ¿Y? ¿Sin embargo? ¿Además? ¡¿Qué?! Nada de aquello tenía sentido para Rick Dehnel. Era solo una serie de contratiempos que habían sucedido en un orden concrueto y que parecían fatales todos juntos-. Y... Creo que... Me pareces tan dulce que no soy capaz de comprender cómo tocarte sin ensuciarte...

... Aquello sonaba muy propio de un noble no queriendo mancillar a una joven niña de quince años, o algo así...

Lo observé en silencio, esperando algún tipo de respuesta, confusa y nerviosa. Cuando empezó a hablar, fruncí más el ceño, todavía incapaz de comprender nada, y ladeé la cabeza. Pero conforme siguió hablando, fui bajando la vista, pasando de observarle a contemplar el suelo. Retrocedí un paso de nuevo, todavía con los ojos entrecerrados.

Parpadeé.

—¿Y...?

Volví a parpadear.
Luego alcé la vista y lo miré de nuevo, esta vez sin confusión, pero con más nerviosismo que antes.

—¿Me estás dejando...?

Notaba las manos frías. Su reacción fue tan... No podía... Notaba la lengua pastosa. ¡¿Era aquello lo que había dicho Gerald?! ¡¿Acaso era aquello?! Porque no me sentía nada mejor, por mucho que... Ni siquiera tenía claro lo que estaba sucediendo. Ni por qué estaba llegando a aquella situación. Yo solo había ido al bosque a liberar la tensión enfrentándome a aquel árbol, a nada más. A pensar un poco, a relajarme...

Su mirada, sus palabras... ¿Era aquello lo que pasaba? Ni siquiera yo lo comprendía bien.

-Yo... -murmuré, apretando los puños, tratando de ganar determinación-. Creo que no soy el hombre que está destinado a hacerte feliz...

Me sorprendió escuchar aquella frase salir de mis labios. De hecho, nada más decirla, fruncí el ceño, extrañado. ¿Acaso...? ¿Por aquello me costaba arrancarle la ropa? Quería mucho a Inger, lo tenía claro... En lo primero que pensaba era en su seguridad, en saltar para protegerla de cualquier peligro... Pero su cuerpo me resultaba difícil de... tocar... Era diferente a aquel tipo de deseo...

FdR- Lo peor es que assdkafd

Lo observé en silencio, expectante, aunque algo me decía que la respuesta ya podía saberla si me esforzaba. Cuando habló seguí mirándolo, seria; y cuando terminó de hablar, asentí. Luego volví a asentir. Tragué saliva, y retrocedí unos cuantos pasos.

—Entiendo.

Asentí de nuevo. Me sentía un poco incómoda, sin saber bien qué decir. Era normal, suponía: nunca antes me habían dejado. Tampoco había tenido antes una relación tan larga.

Me encogí de hombros.

—Entonces compañeros, ¿no? —Lo miré. Sonreí—. Está bien. —Me pasé una mano por el cuello—. No te preocupes.

Ni siquiera sabía si aquello era lo correcto. Me costaba evitar llorar, sin querer. Me picaban los ojos. Pero no quería hacerlo. No quería hacerlo. No tenía derecho a hacerlo. ¡Mithos! ¿Cómo habíamos llegado a aquello?

Su respuesta me pareció un tanto fría, pero era normal. No sabía qué esperaba. No sabía nada de nada.
Esbocé una sonrisa, como pude. Realmente quería mucho a Inger. No quería que me odiase, ni dejar de verla... por nada del mundo. Ella no había hecho nada malo nunca, y sentía una enorme calidez al verla. Aunque en aquel momento estaba algo mareado.

Tragué saliva, nervioso.

-Me gustaría, en serio, me gustaría que nos llevásemos bien... Puedes contar conmigo para lo que quieras-. Las palabras salían atropelladas de mis labios-. En serio.

Sonaba desesperado. Casi suplicante.
Seguramente, si todo aquello no era una pesadilla, dejaría de querer verme. Pero yo quería llevarme bien con Inger... Quizás era egoísta, pero no sentía que desease dejar de hablar con ella... Inger era una mujer encantadora y dulce...

Asentí de nuevo, sin saber bien qué decir. Me pasé una mano por la nuca; luego la llevé al cuello y volví a asentir. Curvé ligeramente los labios.

—Claro.

Asentí. Luego carraspeé y volví a asentir. Miré a ambos lados. Debía de ser bastante tarde, a juzgar por la escasa luz que había, toda proveniente de la luna. Chasqueé la lengua. Me sentía incómoda.
Volví a asentir.

—Es bastante tarde... —Lo miré de soslayo—. Creo que, huh... Deberías irte a dormir. —Tragué saliva. Me temblaba un poco la voz, pero no iba a llorar por eso. Por Mithos—. Yo voy a... Leer. —Fruncí el ceño—. Hace mucho que no leo, con lo de Palacio y tal... Y tengo que escribir a mis padres y, bueno. Muchas cosas.

Curvé de nuevo los labios y lo miré.

—Buenas noches. —Asentí—. Nos vemos.

Sin esperar ninguna respuesta, me di la vuelta y me fui de ahí.

*se va*

-Buenas noches...- murmuré, sin fuerza.

La vi desaparecer entre los árboles. Luego me quedé allí un rato más, en silencio, contemplando el hueco que había quedado allí. Un hueco grande y desagradable...

Hacía algo de frío. ¿Cuándo había empezado a llover? Y aquel nudo en el estómago... No se iba...
Mejor sería que me fuese también...

*se va*

Atravieso el bosque luchando contra la lluvia, que me da en la cara y se me mete en los ojos, y el viento, que parece que siempre tiene que soplar contra mí para ayudar a lo primero. Así pues, tengo que moverme con un brazo por delante de la cara, protegiéndome con la manga, aunque así vea bastante menos...
Al menos no he salido de noche, por que al principio siempre salía cuando estaba oscuro y entonces...

Se me enreda un pie en una raíz y caigo. Debo de haber elegido el sitio más lleno de barro de todo el bosque... Lo escupo, limpiándome los ojos con las manos. Ahora sí que me pican... Y tengo la ropa perdida. Jun, eres un desastre.
Me levanto como puedo. Ahora, además de dar asco, me duele el pie. Soy como la demostración de que hay seres vivos que lo mejor que deberían hacer es no reproducirse. Suerte que ni tengo tiempo para pensar en ello.

Malhumorado sigo mi camino, esta vez caminando, cojeando un poco del pie izquierdo. Por suerte la lluvia limpia el barro.

*se va*

Desde que había visto a Alehyss en el comedor, había estado pendiente de buscarla por el palacio. Sin embargo, sabía que, probablemente, tenía sus propios asuntos que atender, y tampoco quería acosarla. Tenía muchas ganas de hablar con ella, pero tampoco podía obcecarme con ello.

Había leído ya la carta de Heylel, y me había dejado una impresión bastante optimista. Al parecer, todo marchaba bien el Ventus, y esperaba buenas noticias también de Brontë. Me preguntaba si alguien le habría escrito ya para informarle del ataque, aunque por el tono de su carta no parecía ese el caso. Quizá debería hacerlo yo, aunque no sabía muy bien cómo sacar el tema, y tampoco era la más indicada para darle detalles.

Cada vez que recordaba el ataque, que yo no había vivido, sentía una presión con respecto al entrenamiento. Tenía que mejorar para evitar que cosas así volvieran a pasar. No quería que Brontë sufriera bajas, ni nada parecido. Además, cada vez me preocupaba más la idea de compensar todos los matices de mi formación. No quería tener puntos débiles.

Recordaba también a aquella piscis y su declaración de guerra. No importaba lo que había dicho Follow; si ella deseaba vencerme, yo debía impedirlo a toda costa. Por lo que había podido ver de ella, no era buena maga, pero sí rápida y sigilosa. Si quería no quedarme atrás, debía mejorar esas características yo también.

Así pues, en lugar de dirigirme al lago o al río (como realmente me apetecía), me propuse mejorar mis habilidades en tierra. Salí al bosque, dispuesta a internarme en él a fondo sin perder la orientación (no sería la primera vez) y a tratar de ser lo más sigilosa posible. Me desplazaba cuidando cada paso, cada gesto, tratando de no pisar ni una rama, ni una hoja que delatase mi posición. Además, cuidaba la forma de las sombras, tratando de fundirme con el bosque para no ser vista.

Eso no era lo único que estaba desarrollando. No servía de nada ser sigilosa si para ello debías renunciar a la velocidad y agilidad. Así pues, trataba de moverme cada vez más deprisa, corriendo y escurriéndome entre los árboles sin dejar de fijarme en mi entorno y en el ruido que hacía. En tierra no era tan buena como en el agua, pero precisamente por eso debía entrenar más.

*se va correteando*

No sabía dónde estaba, ni adónde iba, ni tampoco cómo volver. Hacía ya tiempo que había dejado el faro escondido y no había vuelto a usarlo. Seguía huyendo de los sitios luminosos, como me había acostumbrado a hacer, así que ya no veía. Solo el negro.

Volvía a ser casi igual que antes, pero ahora no había vuelto la energía, así que no me movía tanto. Pero me movía un poco. A tientas. En el bosque.

No había dejado a Amatista, que me acompañaba. Seria, avanzaba enarbolándola contra las hojas y ramas, aunque algunas me seguían golpeando en la cara y los brazos. No miraba ni veía el suelo, así que a veces me tropezaba y me caía. Una vez me tropecé y la guadaña me hizo un corte junto a la oreja. Después de eso, me levanté y seguí caminando.

*Vaga*

Zacharyas había conseguido atrapar un ratón, al que llevaba por la cola, oscilando entre sus pálidos dedos como un péndulo, intentando hipnotizar, quizás, a los árboles, únicos testigos de lo que haría con el pequeño mamífero. El animalillo chillaba, a ratos, tal vez aterrado por las alturas, o por su devenir. Pero el final no le llegó, pues Zacharyas se entretuvo con otro sonido, que lo alcanzó, haciendo que cambiase su rumbo.

El mago se desplazó diestramente entre las ramas, la oscuridad no era molestia para su raza, y pudo ver a Stalon atravesando el bosque sin un patrón aparente. La contempló, con enfermiza curiosidad. ¿Estaba perdida como un animal herido?
Sin preocuparse por saludar, el caeruleus se aproximó, con una sonrisa tirante, algo consternada, y tendió el roedor a la muchacha una vez hubo llegado junto a ella.

-Hace una buena noche -dijo, con voz profunda y clara, para tratarse de él, sin carraspear.

Al contemplarla, vio que estaba desmejorada, despeinada, cubierta de ramas, manchada de tierra. En su rostro vio algunos cortes, aunque nada grave.
Nada muerto.

Apenas veía nada, así que no distinguí la sombra hasta que no estuvo cerca, y no supe quien era hasta que habló. Aún así, no me sorprendió, porque no podía ser de otra forma. Me acercó algo, y ese algo se movía, aunque yo apenas lo veía, a pesar de que estaba cerca. Era un algo que chillaba, y traté de enfocarlo.

Tuve el impulso de extender un dedo hacia él, pero lo contuve y desvié la vista a un lado, evitándolo. Apoyé a Amatista ante mí, casi escondiéndome tras ella.

-No.

Zacharyas la contempló, escuchando su negativa, con los ojos algo más abiertos de lo normal, sin borrar aquella sonrisa que parecía tan tirante, como grapada a sus mejillas, cosida con hilos gruesos, sangrante.
El caeruleus, en aquel mismo momento, tenía la certeza de que podía matar a Stalon si lo proponía. Amparado por la oscuridad, ella ni lo vería venir. Un solo garves la desconcertaría el tiempo suficiente. La partiría en dos con su guadaña, quizás, o utilizaría el propio espadín para atravesar uno de sus preciosos ojos, vertiendo el líquido que lo llenaba, removiendo en su cerebro.

No.

Con un gesto rápido, el mago desenvainó su arma, y un instante después el ratón había dejado de chillar. Su cuerpo inerte pendía, entonces, de la punta de su acero.

Ni siquiera había chillado, pensó el caeruleus. Aquello había sido lo más trágico. ¿Qué tenía de hermosa una muerte silenciosa como aquella? Tan artificial.

Con la mano arrancó al mamífero de su espadín y lo sostuvo, aún latente y cálido. La piel comenzaba a ensangrentarse.

-No -repitió, frío, vacío, extraño, abriendo la mano y dejando que el pequeño cuerpo cayese al suelo.

No reaccioné al silencio. Llegó, sin más, y allí quedó. El movimiento se había detenido. Observé aquella sombra que apenas veía, muy quieta. Entonces, un trocito de sombra cayó al suelo, y yo dejé caer a Amatista con él, para que le hiciera compañía.

Después me dejé caer yo. O algo así. En cuclillas, pasé los brazos en torno a las rodillas y hundí la cabeza en ellas, con un suspiro silencioso. Negué con la cabeza, todo lo que mi posición me lo permitía.

-No -repetí una vez más, sintiendo cómo la voz quedaba ahogada.

Zacharyas la contemplaba. En aquella posición, pensó, sería sencillo patearla, como a una pelota de aquellas con las que jugaban los niños. Quizás también rodase. Aunque si cosía sus extremidades unas a otras, para que no perdiese aquella forma, se planteó el caeruleus, seguramente que no se deformaría. Sería así por siempre, encogida y diminuta como una estatua humana, hasta que el tiempo y la muerte se comiesen su piel y su carne, dejando solo los huesos allí donde ella había estado.

"No", repitió, y Zacharyas se movió, intranquilo.
Una fuerza extraña bullía en su estómago. Una fuerza extraña pugnaba por salir, más poderosa de lo habitual.

Distraído, alzó su filo, cortando sin pudor el dorso de su mano, entretenido con un diseño desigual, estremeciéndose de placer con la sensación aguda de la punta de su espada, que mezclaba ya dos sangres.

-Nuestro vecino tenía un perro -recordó de pronto, con voz clara, casi soñadora, ausente-. Era palpitante y blando por dentro.

En su voz hueca y fría había casi resentimiento. No pensaba en ello, pero de hacerlo Zacharyas hubiese podido percatarse de que tenía la mayor parte del cuerpo tenso.

Seguía silencio. Mucho silencio. Pero paró y me alteré. De pronto me puse tensa y di un respongo. Las manos subieron de las rodillas a la cabeza, enlazándose en el pelo. Tiré un poco, tratando de liberar la tensión. No se iba.

Bajé una mano al vientre y clavé las uñas en él, negándome rotundamente a alzar la vista.

-Y caliente -añadí-. Y húmedo.

Negué de nuevo con la cabeza, soltando un quejido.

En un principio, aquellas palabras solo ampliaron la imagen mental que Zacharyas tenía de aquel pequeño perro. Había ladrado mucho, siempre. Hasta aquella noche. Después de aquello el pequeño caeruleus no había entendido por que las personas de las casas cercanas lo miraban mal, si todas ellas habían dicho alguna vez que aquel animal ladraba mucho, que a ver si se callaba. Pero cumplir su deseo no los había hecho más cercanos.

Zacharyas se dejó caer en el suelo, sentado, llevándose el dorso de su mano sangrante a los labios, saboreándose a sí mismo. Clavó, mientras succionaba el líquido, los ojos en ella.

-¿Qué le duele a Ayne Stalon? -inquirió, entre frío, curioso y vacío.

¿Era la cabeza? ¿El vientre vacío? Zacharyas quería comprenderla, sentir su dolor, absorberlo, disfrutarlo.

A sus palabras, clavé los dedos aún con más fuerza. Me sentía temblar. Tiré también más del pelo. Al final, el temblor era demasiado y caí como piedra hacia un lado. No hice más. Solo estaba hecha un ovillo. Era igual.

-Nada -respondí con voz bien clara, pese a que tenía la boca cubierta.

Palpé la tierra hasta dar con un pequeño bulto. Frío. Lo cogí. Casi se deshacía al tacto. Me lo acerqué al pecho, como abrazándolo.

Dejé ir un sollozo.

Aquel sonido fue nuevo para el caeruleus, que sintió que el estómago se le encogía por un momento. Se acercó a la parvus, entonces tendida, como lo haría un animal, casi, como si desease olerla por encima de contemplarla. Se acuclilló, rozando su brazo con los nudillos, queriendo llamar su atención, confuso.

-Ayne -llamó, con la voz encogida, intranquilo.

A veces Zacharyas no sabía, exactamente, qué sabía de la parvus. Él no funcionaba como el resto, aquello era cierto, pero podía comprender que a veces era bueno conocer cosas que él no buscaba conocer.
Comprender.