Bosque

Inspiré profundamente, obligándome a mí misma a dejar de temblar. De nuevo, mi expresión se volvió seria.

Con infinito mimo, coloqué el trozo de sombra en el suelo, como si tuviera miedo de hacerle daño. Desenterré, por fin, la cabeza de las rodillas, y miré el trozo de sombra sin verlo. Con un dedo, con suavidad, lo acaricié.

Me giré entonces hacia el chiquillo sin variar la expresión. Tomé a Amatista de suelo y me levanté, quedando frente a él.

-Ayne soy yo -dije con voz extraña.

Zacharyas la contemplaba, la observaba, la estudiaba, como hipnotizado por cada uno de sus gestos, como tratando de comprender algo más allá de lo que veía, extrañado por sus acciones. Saltar sobre ella, descuartizarla... Aquellas ideas seguían vagando por su cabeza, por su mente, en un segundo plano, eclipsadas por la curiosidad.

Ella se alzó. Él, inmóvil, la siguió, con mirada penetrante, sin titubear, por una vez.

-Habla -instó, serio, ansioso, apremiante-. Cuenta. Deseo entrar en tu cráneo y ver.

¿Por qué llorar? ¿Por qué no hacerlo?
¿Qué le dolía a Ayne Stalon?, se preguntaba Zacharyas. ¿La vida de aquel ratón? ¿La cabeza? ¿Su vientre vacío?
¿Qué?

De nuevo la mano en el vientre. De nuevo clavé los dedos. Sorbí y me froté los ojos. Iba a retirar la mano pero, en vez de eso, me froté la cara entera. Sentía manchas.

Abrí la boca para hablar. La cerré. Abierta. Negué. Extendí una mano para tomar la suya, pero la retiré sin llegar a tocarlo. De nuevo negué.

Me llevé la mano a la cabeza otra vez y una ramita me pinchó el dedo. La ignoré y alcé un mechón.

-No hay nada ahí debajo -declaré, angustiada-. Nada de nada. Se lo comieron los gusanos y ya no queda ni un poquito.

Sí había. Pero estaba escondido de los gusanos.

Me asaltaron las lágrimas.

Zacharyas siguió con la mirada la mano de Stalon, confuso, curioso, imaginando el duro hueso de la frente, tan cercano, a través de la piel. Allí era tan fina que bastaba una piedra para cortarla, con un simple golpe, y entonces el hueso quedaba al descubierto. Y luego el hueso se podía cortar para ver dentro, aunque era más difícil. Pero el mago se sabía que abriendo un cráneo no podía encontrar ideas. Solo sesos y líquido.
Aquella imagen le resultó excitante, pero no era lo que estaba buscando.

-Hay sesos -respondió, aproximando sus dedos y apartando por completo el flequillo, como si esperase verlos bajo el cabello-. Y en ellos hay ideas.

Con los ojos vidriosos y la lengua seca, Zacharyas recordó, por u instante.

-Mi madre creía que no había sentimientos en mí, porque me gusta ver sufrir a otros seres. Pero también siento dolor. Siento -murmuró, como tratando de generar una analogía entre ambas cosas.

Tranquilo, Zacharyas tendió su mano sangrante a Ayne, ofreciéndosela, mostrando el dorso arañado y cortado, estoico.

Si la mordiese, pensó, sería agradable. El escozor era un dolor menos intenso, pero estimulante.

Primero cayó una lágrima y después otra. Sorbí. No le impedí tocarme, pero tampoco favorecí el contacto.

-Ya solo quedan gusanos -repliqué.

Con el labio tembloroso, esbocé un amago de sonrisa. Otra vez sorbí y otra vez me froté la cara. Me quedé un momento quieta, sin mirar nada. Luego miré la sombra.

-Mamá hacía así:

Lo miré de reojo, como desde arriba, frunciendo el ceño un poco. Luego aparté la vista y me tiré de las mangas de la camisa, en un amago de envolverme, con un chasquido de lengua.

-Papá sonreía raro. Eralt no quería mirar.

Bajé la vista al suelo y sentí otra lágrima.

Zacharyas la contemplaba. De algún modo extraño, cada nuevo gesto le provocaba una sensación extraña. Curioso, trataba de aprender de ellos, dejando espacio entre ambos, como temiendo que un roce la detuviese.
Cuando ella acabó, el tiempo paró unos segundos. Entonces Zacharyas la miró, durante mucho tiempo, hasta que sus labios se despegaron solos.

-Eres la persona a la que más deseo herir -murmuró, acercando la mano al rostro de la parvus y crispando los largos dedos, sin rozarla-. Y la que menos.

Ladeó la cabeza, y  su abundante cabello lo imitó. Se preguntaba, acaso, si ella comprendería aquello. No como los otros, que lo miraban con miedo, desagrado o inexpresión.

FdR- PAUZE

Retrocedí un paso, mirándolo, seria. Luego negué con la cabeza. Retrocedí unos pocos pasos más hasta que mi espalda se encontró con el tronco de un árbol, y entonces me dejé caer hasta quedarme sentada en el suelo. Suspiré.

Una vez más, me froté la cara. Luego me volví a encoger sobre mí misma.

-No duele -murmuré.

Mentira.

Zacharyas la observó, alejarse, cambiando su expresión a una más seria, casi con desaprobación. Deseó acercarse, casi acosarla, indagar físicamente en su cabeza ya que ella era tan esquiva, pero se contuvo y simplemente la observó desde la distancia, tensando los músculos de la cara.
Al final, pensó, ella tampoco comprendía, quizás. Se sintió ambicioso de más, casi egoísta, triste.

Tras varios segundos, retrocedió, como ella. De pronto, el caeruleus se sentía mareado. Contempló el cadáver del ratón, en el suelo, consternado.

Una vez más bajé la cabeza. Una vez más me limpié la cara. Cuando volví a intentar localizar la sombra, me pareció más pequeña. Sorbí.

-Siempre se va todo -murmuré. Sonreí, con expresión extraña-. Yo me quedo, no me quiero ir, ¿vale?

Me encogí otra vez, quedándome muy quieta.

El cuerpo de Zacharyas temblaba ligeramente. Sentía como si todos sus músculos hubiesen decidido tensarse, constriñendo sus huesos, sus vasos sanguíneos, dificultándole incluso el respirar con normalidad. Y sus ojos, oscuros, negros, clavados en ella, la hubiesen traspasado de lado a lado de ser clavos, espadas, lanzas, armas.

La mandíbula de Zacharyas estaba cerrada, apretada, sólida. El espadín había caído al suelo, ensangrentado. Las uñas traspasaban las palmas de sus manos, rasgando la piel, dejando salir la sangre.
Porque Zacharyas no era capaz de comprender.

Irguiéndose, se le aproximó, con tiento, casi con miedo. Se agachó a su lado, buscando tomar una de las lágrimas que resbalaban en su nudillo.

Lo oía. Hice una mueca, echando los labios a un lado, una especie de mezcla de disgusto y resignación. Vi un trozo de sombra cerca y extendí el dedo índice para tocarla, con desconfianza. Me sorprendió sentir que tenía el tacto de siempre. Sentí alivio. Dejé, pues, que me alcanzara.

-¿Tú también te vas? -pregunté.

Con una mezcla de suspiro y sollozo afligido, apoyé ambas manos en el tronco del árbol, a mi espalda, y me impulsé para incorporarme. Traté de nuevo de mirar. No veía.

Alcanzar la lágrima, el cálido rostro de piel suave, tan fácil de seccionar, fue para Zacharyas como un golpe, como regresar a una realidad diferente. Tomó aquella gota transparente, que se hundió en sus huellas dactilares, esparciéndose por su dedo y desapareciendo, dejando solo un rastro tirante de sal.

-No me voy -respondió, como reafirmando la realidad, que se encontraba en aquel lugar, en aquel momento, allí-. ¿Quieres venir a casa? -inquirió entonces, repentinamente, clavando los ojos en los oscuros de Ayne, aunque ella no pudiera verlos.

A casa. A su casa. A Caligo. Debía ir.

Volví a sorber, pero no me encogí más. Lo miré, seria.

-¿Dónde es casa? -pregunté, confundida.

Casi inconscientemente, tomé la mano que me había rozado y me acerqué un paso, insegura. Miré al suelo, buscando mis pies, y de nuevo a él. Avancé otro paso. Había más lágrimas que salían, pero las dejé y sorbí otra vez.

Zacharyas acercó el brazo al rostro de la parvus, secando las lágrimas suavemente con la manga de su capa más externa, como había visto hacer a gente antes, generalmente con niños. Respondió, mientras tanto, a su pregunta, percatándose de que había dado por hechas cosas no tan obvias para ella en aquel instante.

-A Caligo -dijo, carraspeando tras hablar, terminando de secar su segunda mejilla-. Conmigo.

El lugar de sus recuerdos, de su infancia y juventud, de su vida, no era especial para él. Solo su padre, que vivía allí. Y su madre, a la que quería pese a todo.

Tragué saliva, meditando.

-A oscuro -murmuré, sorbiendo-. A negro. Con luz arriba. Luz pequeña.

Lo dejé que me limpiara las mejillas, pero se ensuciaban otra vez. Lo miré con cierta expresión de angustia.

-Contigo -murmuré-. Para ir contigo.

Bajé la vista al suelo con un nuevo suspiro, cansada.

-Allí es casa -murmuré, como un pensamiento alto.

Zacharyas la contemplaba, expectante, mientras ella hablaba. No tenía claro todavía lo que podía esperar de su respuesta. La chica era impulsiva, y Zacharyas muy torpe para entender a las personas.

Asintió cuando ella dijo "contigo", apartando un mechón húmedo que se le pegaba a la mejilla con sus grandes dedos pálidos como el hueso. Jamás había ofrecido algo como aquello.

-¿Querrías? -repitió, ya con voz ronca, algo nervioso.

Me quedé callada, muy quieta, como si no hubiera oído. Al final, al cabo de un rato, alcé la vista, seria, con ojos llorosos. No lo veía, pero era la sombra de él. Y estaba. No se iba. Sí se iba, conmigo.

Lentamente, asentí una vez, en un gesto cuidado y claro.

Avancé un paso más y hundí la cabeza en su pecho, sin decir nada. Entonces sentí cómo me estremecía y los hombros empezaban a subir y bajar.

Zacharyas se sintió aliviado al verla asentir. Estaba preparado para el rechazo, y no era algo que lo aterrase. ¿Qué tenía de malo, al fin y al cabo? Llevaba sintiéndolo desde siempre, y estaba acostumbrado. Y como mucho conllevaría dolor, pero el dolor ya era algo con lo que convivía, incluso a gusto. Aunque se premitió el alegrarse porque, por otra parte, por encima de un dolor efímero había deseado aquel asentimiento.

Luego la sintió contra él, y al notarla temblar, como en un acto reflejo, la abrazó con torpeza. Era extraño, llorar, pensó. El dolor salía por los ojos, pero no era sangre. Y parecía que con un abrazo pudiese contenerse el cuerpo, que botaba, para evitar que se saliese de su sitio, que se desplomase inerte a los pies.

Sentí los brazos cubrirme y eso me animó a aliviarme. Temblorosa, con los hombros en continuo movimiento, dejé ir las lágrimas con mayor libertad, dejando de contener los sollozos e incluso dejando ir la voz con ellos. Sentí que una bola se deshacía, dejándome cansada pero más cómoda, así que seguí hasta que no hubo más de deshacer.

Duró un buen rato. No sabía cuánto, pero un buen rato. Después, las lágrimas se acabaron, y aunque quería sacar más porque me picaban los ojos, ya no querían salir. Los hombros seguían, pero menos. Estaba vacía. Más vacía que antes. Eso me hacía querer empezar otra vez, pero era fácil echarlo, así que era mejor.

Cuando alcé la vista, lo hice pegando bien la cara a su pecho antes de alzarla, de forma que me limpiaba contra él antes de subir. Notaba la cara hinchada.

-Estoy triste -me quejé, con voz lastimera.

Zacharyas contuvo su temblor, estrechándola, tratando de envolverla, sintiéndola moverse bajo su ropa, entre sus brazos, oyéndola llorar, entre nervioso y agobiado. Una sensación desagradable lo llenaba, poco a poco, como llamada por su llanto. Y al mismo tiempo sentía alivio, pues comprendía que llorar era más que callar. Llorar era entrar en su cráneo un poco. Asomarse a su cerebro, blando y viscoso. Entender más.

Cuando se detuvo, el guerrero no la soltó. Tenía las manos tan tensas que eran blancas, más de lo normal, sin sangre en absoluto, muertas, frías. Parecían más de hueso de lo que jamás había parecido, a excepción de los cortes y la sangre de una de ellos, todavía viscosos, húmedos, agrietada la costra en algunos puntos, dejando ir hilillos de sangre fresca.

Y entonces las palabras de Stalon lo golpearon desde abajo, justo en el diafragma. Y cuando Zacharyas habló su voz temblaba un poco, como si el aire no bastase para sacarla con naturalidad.

-Yo también -dijo. Confesó. Y su mirada se perdió en algún punto, vacía.

Me quedé mirándolo un momento, aún más angustiada y confundida. Tragué saliva y acabé, por asentir, como asimilándolo y aceptándolo. Apoyé las manos en su ropa y cerré los puños con fuerza, sorbiendo una vez más.

Abrí un momento la boca para hablar, pero callé. Al final, me decidí.

-E-es mi culpa -murmuré entre hipidos, con una sonrisa triste.

Volví a apoyarme en él.

-Pero quiero estar contigo -añadí.

El rostro del mago se ensombreció un instante. Recordó a su madre, contemplándolo consternada, sin mediar palabra. En algún momento se la había retirado. En algún momento había dejado de dirigirse a él. Pero Zacharyas lo veía en sus ojos, de todos modos. Era capaz de leer aquellas mismas palabras, enfocadas hacia él. "Es tu culpa".

Negó suavemente. Tomó con la mano sana las dos de la chica, que eran tan pequeñas que podían ser fácilmente abarcadas solo con una. Al hablar pudo escuchar a su padre en sus palabras.

-No es culpa de nadie.

Aquello había intentado enseñárselo, desde siempre. Si todos lo odiaban, era complicado para él pensar que todos estaban equivocados. Pero a Zacharyas había terminado por darle igual, de alguna forma.
El odio de todos aquellos no importaba porque él los veía muertos, decrépitos.

Acercó los ásperos labios a la muchacha y besó su frente, dejándolos apoyados sobre ella varios segundos. A nadie debían importarle los cadáveres que no hablaban.

-Estoy contigo -respondió, bajando la voz, oprimiéndola un instante.

Sentí que el ceño se me fruncía solo, y parpadeé una única vez, mirándolo un tanto confusa. Ladeé la cabeza y volví a sorber.

-¿No? -pregunté, incrédula. Luego sonreí, triste y condescendiente-. Sí que lo es.

Sentí un tacto en la frente y me estremecí, cerrando los ojos. Sentí un amago de bola formarse otra vez, pero se deshizo un momento después. Tragué saliva.

-Todo el rato -murmuré, intranquila-. Más rato que todo.

Alcé una mano despacio, tratando de palpar su cara. Solía verlo.

FdR- Rol pausado

Zacharyas creyó que sus palabras habían surtido efecto, pero ella siguió echándose la culpa. Y él recordaba innumerables momentos en los que aquello le había sido dicho. Se tensó, nervioso. Deseaba golpearla, apuñalarla varias veces hasta que comprendiera, estrellar su cráneo contra el árbol que tenía tras de sí, esperando que aquello hiciese que las ideas de su cabeza cobrasen sentido.

-No es culpa de nadie -repitió, más serio, citando una vez más a su padre.

"Los que hablan estaán equivocados. La venganza está mal. Zacharyas, no tienes la culpa de ser como eres, ni ellos la tienen de no poder entenderte. Pero yo que sí te entiendo, yo que te quiero, sé que sabrás hacer lo correcto".

Tomó la mano de Ayne a media altura para terminar de acercársela, apretándola contra su mejilla, áspera.

No sabía. El chiquillo no sabía. Pero no se lo dije. Me callé y me encogí de hombros. Sorbí. Me apoyé otra vez.

La mano tocó y empezó a escalar, reconociendo. Pinchaba un poco. Era cálido. Llegó al ojo y repasó la ojera. Relajaba. Suspiré otra vez y me froté la cara.

-Un día hacemos cosas -afirmé, como una promesa o como una propuesta.

Dejé resbalar el dedo por la nariz y luego dejé la mano muerta, dejando que la cogiera o que la soltara si quería. No importaba.